Los papeles póstumos del club Pickwick (9 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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En una abierta carretela, cuyos caballos habían sido desenganchados con objeto de que aquél pudiera acomodarse entre la muchedumbre, veíase a un obeso caballero de alguna edad, de levita azul y botones brillantes, calzón de terciopelo y botas altas; dos señoritas envueltas en chales y plumas; un joven que parecía enamorar a una de las señoritas envueltas en chales y plumas; una señora de incierta edad, tía probablemente de las antedichas, y a Mr. Tupman, que se mostraba tan confiado y a sus anchas como si hubiera pertenecido a aquella familia desde su más tierna infancia. Atada a la trasera de la carretela había una cesta de grandes dimensiones: una de esas cestas que despiertan en todo espíritu observador ideas relacionadas con fiambres de ave, lenguas y botellas de vino; y sobre ella sentábase un gordo y rubicundo mozalbete, en estado de somnolencia, y al que ningún observador podría mirar un solo instante sin considerarle como el encargado de distribuir el contenido de la mencionada cesta, llegado que fuera el momento de consumir las vituallas.

Sólo había echado Mr. Pickwick una fugaz ojeada sobre estos interesantes objetos, cuando fue de nuevo requerido por su fiel discípulo.

—Pickwick, Pickwick —dijo Mr. Tupman—: suba. Dese prisa.

—Vamos, sir. Tenga la bondad de subir —dijo el señor gordo—. ¡José! Maldito chico, ya se ha dormido otra vez... José, baja el estribo.

El rollizo muchacho descendió pausadamente de la caja, bajó el estribo y abrió la portezuela del coche con ademán de invitación. En aquel momento llegaron Mr. Snodgrass y Mr. Winkle.

—Hay sitio para todos —dijo el señor gordo—. Dos dentro y uno fuera. José, haz sitio para uno de estos caballeros en la trasera. Ahora, sir, venga usted.

Y el gordo caballero tendió su brazo y alzó a Mr. Pickwick primero, y luego a Mr. Snodgrass, a viva fuerza, hasta colocarlos en el coche. Montó Mr. Winkle en la trasera, se encaramó el muchachote a la misma percha, y se quedó dormido instantáneamente.

—Bien, señores —dijo el señor gordo—. Mucho me alegro de ver a ustedes. Yo conozco a ustedes perfectamente, aunque ustedes no pueden acordarse de mí. He pasado en su Club algunas noches el último invierno...; descubrí aquí esta mañana a mi amigo Mr. Tupman, y me puse muy contento de verle. Bien, sir, ¿cómo está usted? A lo que parece está usted admirablemente.

Mr. Pickwick agradeció el cumplimiento y estrechó cordialmente la mano del señor gordo de las botas altas.

—Bueno; y usted, ¿cómo va, sir? —dijo el señor gordo dirigiéndose paternalmente a Mr. Snodgrass—. Magníficamente, ¿verdad? Bien, muy bien; perfectamente..., perfectamente. Y usted, ¿cómo está? —a Mr. Winkle—. Bueno; encantado de saber que se hallan bien. Mis hijas, caballeros..., son mis joyas; ésta es mi hermana, Miss Wardle. Es soltera, y, sin embargo, no parece una señorita, ¿eh?

Y el obeso caballero metió jocosamente el codo en las costillas de Mr. Pickwick y se echó a reír con toda su alma.

—Lord... ¡hermano! —dijo Miss Wardle con sonrisa suplicante.

—Cierto, cierto —dijo el obeso señor—; no hay quien pueda negarlo. Con permiso, señores; éste es mi amigo Mr. Trundle. De modo que ya se conocen todos; cómodos y contentos veamos lo que va a pasar. Ésta es la cosa.

Diciendo esto, el gordo caballero se caló los anteojos, sacó los suyos Mr. Pickwick, y ya todos de pie en el coche, apoyándose cada uno en el hombro del otro, contemplaron los movimientos de las tropas.

Lleváronse a cabo sorprendentes evoluciones; cada fila de soldados disparaba por encima de las cabezas de la precedente, desapareciendo en seguida; una nueva línea disparaba a su vez en la misma forma, dejando el campo también; se formaron cuadros con los oficiales en el centro; veíase a los soldados bajar por las trincheras con escaleras de mano y subir por otras valiéndose de igual medio; demolíanse las barricadas de mimbre y efectuábanse todos estos movimientos con la mayor elegancia y limpieza. Luego se atacaban los cañones con materiales que parecían estropajos colosales, y se hacían tan aparatosos preparativos para cargarlos y era tan espantoso el ruido de las descargas, que el aire se llenaba con el griterío de las señoras. Las de Wardle se asustaron de tal manera, que Mr. Trundle se vio obligado a sostener a una de ellas, mientras que Mr. Snodgrass soportaba a la otra; y la hermana de Mr. Wardle sufrió tal acceso de nervios por aquella alarma, que Mr. Tupman consideró absolutamente necesario rodearle el talle con su brazo para mantenerla de pie. Todos se hallaban excitados, salvo el chico gordo, que dormía tan dulcemente como si el estampido del cañón fuera su arrullo habitual.

—¡José, José! —dijo el gordo caballero cuando, ya tomada la ciudadela, se sentaban a comer sitiados y sitiadores—. Dichosa criatura, ya se ha dormido otra vez. Tenga la bondad de pellizcarle, sir.... en la pierna, se lo ruego; si no es así, no se despierta...; gracias. Desata la cesta, José.

El chico gordo, que había despertado, en efecto, gracias a la presión que cierta porción de su pierna sufriera entre el índice y el pulgar de Mr. Winkle, deslizóse nuevamente de la trasera del coche y empezó a desocupar la cesta con más presteza de la que hubiera sido de esperar, dada su inercia anterior.

—Tenemos que sentarnos muy apretados —dijo el señor gordo.

Después de unas cuantas bromas por haberse chafado las mangas de las señoras y entre fuertes sonrojos de las mismas ante ciertas maliciosas proposiciones para que se sentaran en las rodillas de los caballeros, todos los de la partida tomaron asiento en el coche... Entonces el señor gordo fue pasando las cosas que le entregaba el muchacho, que había subido al coche con este objeto.

—Ahora, José, los cuchillos y los tenedores.

Distribuyéronse cuchillos y tenedores, y sentados en el interior las señoras y los caballeros, y en la trasera Mr. Winkle, todos se hallaron provistos de tan necesarios utensilios.

—Los platos, José, los platos.

El mismo proceso en la distribución de la loza.

—Ahora los pollos, José. Maldito chico, ya se ha dormido otra vez. ¡José, José! —Varios golpes administrados en la cabeza del joven con un bastón le despertaron con alguna dificultad de su letargo—. Trae los comestibles.

Algo hubo en el eco de esta última palabra que despertó al untuoso muchacho. Saltó el mozo, y sus pesados ojos, que brillaban tras de sus montuosas mejillas, claváronse horriblemente sobre las viandas al tiempo que las sacaba de la cesta.

—Vamos, date prisa —dijo Mr. Wardle, pues el muchacho se cernía muy cariñosamente sobre un capón, del cual parecía no poder separarse.

Suspiró profundamente, y lanzando una ardiente mirada sobre el apetitoso volátil, se lo entregó a su amo, bastante mal de su grado.

—Perfectamente... pon cuidado. Ahora, la lengua... el pastel de pichón. Ten cuenta de la ternera y del jamón... ocúpate de las langostas... saca el escabeche... dame las especias.

Tales fueron las órdenes que salieron de labios de Mr. Wardle, mientras iba sacando los comestibles descritos, y al mismo tiempo repartía los platos, colocándolos en las manos y en las rodillas de todos, en número incalculable.

—¿No es esto admirable? —dijo el alegre personaje al comenzar la labor destructora.

—¡Admirable! —asintió Mr. Winkle, que a la sazón trinchaba un pollo sobre el asiento.

—¿Un vaso de vino?

—Con muchísimo gusto.

—Mejor será que se quede con una botella ahí, ¿no es verdad?

—Es usted muy amable.

—¡José!

—Mande, sir —esta vez no estaba dormido, porque acababa de apoderarse de una empanada de ternera.

—Una botella de vino para el señor de la trasera. Encantado de verle, sir.

—Gracias, chico.

Mr. Winkle apuró su vaso y puso la botella en el asiento junto a sí.

—¿Quiere usted hacerme el honor, sir? —dijo Mr. Trundle a Mr. Winkle.

—Con mucho gusto —respondió Mr. Winkle a Mr. Trundle. Y ambos señores bebieron, después de lo cual hubo una ronda general, incluyendo a las señoras.

—Cómo coquetea mi Emilia con ese señor (el intruso) —dijo la solterona a su hermano Mr. Wardle, con verdadera envidia de solterona.

—¡Oh, no sé! —dijo el jovial anciano—; me parece eso muy natural... nada me extraña. ¿Quiere usted vino, Mr. Pickwick?

Mr. Pickwick, que había practicado hondas investigaciones en el interior del pastel de pichón, aceptó sin vacilar.

—Emilia querida —dijo la solterona con aire protector—, no hables tan alto, rica.

—¡Por Dios, tía!

—La tía y el viejo gordito me parece que no necesitan a nadie —murmuró Isabela Wardle a su hermana Emilia.

Ambas muchachas rieron de muy buena gana, y la vieja trató de aparecer risueña, pero no pudo conseguirlo. —¡Tienen un humor estas chicas! —dijo Miss Wardle a Mr. Tupman, como si el buen humor de las criaturas fuese contrabando y licencia excesiva o crimen poseerlo sin autorización.

—Sí que lo tienen —replicó Mr. Tupman, sin saber a punto fijo el género de respuesta que de él se esperaba—. Es encantador.

—¡Hum! —dijo Miss Wardle en tono de duda.

—¿Me permite usted? —dijo Mr. Tupman con la mayor dulzura, acariciando la encantadora muñeca de Raquel y exhibiendo alegremente la botella—. ¿Me permite usted?

—¡Oh, sir!

Mr. Tupman la miró conmovido y Raquel insinuó el temor de que hubiera más cañonazos, en cuyo caso, como era consiguiente, habría de necesitar nuevamente apoyo.

—¿Le parecen a usted guapas mis sobrinas? —murmuró a Mr. Tupman la entrañable tía.

—Tal vez, si no estuviera aquí su tía —replicó el decidido pickwickiano con mirada de pasión.

—¡Oh!, embustero...; pero, en realidad, si tuvieran el cutis un poco mejor, ¿no es verdad que serían unas chicas muy bonitas... con luz artificial?

—Sí; me parece que sí —dijo Mr. Tupman con aire de indiferencia.

—Burlón... Ya sé lo que iba usted a decir.

—¿Qué? —preguntó Mr. Tupman, al que precisamente nada se le había ocurrido.

—Iba usted a decir que Isabela está algo encogida... ¡Yo sé que ustedes..., los hombres, son tan observadores! Pues sí que lo es; no se puede negar; y realmente, si hay algo que afea a las mujeres es el encogimiento. Yo suelo decirle que cuando tenga unos años más va a resultar tremenda. Es usted un burlón.

Mr. Tupman no tenía nada que objetar a una reputación ganada con tan poco esfuerzo, por lo cual no hizo más que mirar con gesto de inteligencia y sonreír misteriosamente.

—¡Qué risa tan sarcástica! —dijo la admirada Raquel—. Confieso que me asusta usted.

—¡Asustarse de mí!

—¡Oh!, no puede usted disimularme nada...; sé muy bien lo que esa sonrisa significa.

—¿Cómo? —dijo Mr. Tupman, que no tenía la menor noción de nada.

—Usted quiere decir —dijo la amable tía, apagando aún más la voz—, usted quiere decir que no encuentra tan mal el encogimiento de Isabela como el descoco de Emilia. ¡Porque es descarada! No puede usted figurarse lo que me apena algunas veces. Crea usted que me paso llorando horas enteras...; mi querido hermano es tan bueno y tan confiado, que nada ve; si lo viera, estoy segura de que se le traspasaría el alma. Yo quisiera creer que es sólo en los modales...; confío en que así sea —aquí la entrañable tía lanzó un hondo suspiro y movió su cabeza con desaliento.

—No tengo duda de que la tía está hablando de nosotras —murmuró Emilia Wardle a su hermana—. Estoy segura... ¡Tiene un aire tan malicioso!

—¿Ah, sí? —replicó Isabela—. ¡Hum, querida tía!

—¿Qué, rica?

—Tengo miedo de que cojas un catarro, tía. Toma un pañuelo de seda para taparte la cabeza...; debías ocuparte de ti un poco más... ¡No olvides la edad que tienes!

Si el castigo del Talión había sido merecido, no puede negarse que hubiera sido difícil hallar mejor venganza. Fácil sería de adivinar la réplica en que hubiera prorrumpido la indignada tía de no haber cambiado inconscientemente la conversación Mr. Wardle, llamando enérgicamente a José.

—Maldito chico —dijo el viejo—; ya se ha dormido otra vez.

—Caso curioso el de ese muchacho —dijo Mr. Pickwick—. ¿Siempre duerme así?

—¿Que si duerme? —respondió el viejo—. No cesa de dormir. Va a los recados dormido, y ronca mientras sirve la mesa.

—¡Qué cosa más particular! —dijo Mr. Pickwick.

—Sí que es raro —replicó el viejo—. Estoy orgulloso de este chico...; por nada del mundo me desprendería de él ...; es un fenómeno de la naturaleza. Vamos, José, José: llévate todo esto y abre otra botella..., ¿oyes?

Despertó el obeso mancebo, abrió sus ojos, tragó el bocado de torta que había empezado a masticar al dormirse y obedeció sin demora las órdenes de su amo..., dirigiendo lánguidas miradas glotonas hacia los restos del festín, mientras recogía los platos y los depositaba en la cesta. Salió la nueva botella y fue rápidamente consumida; se ató la cesta en su lugar primitivo...; montó nuevamente el muchacho en la trasera...; requiriéronse otra vez anteojos y gemelos, y reanudaron las tropas sus evoluciones. Hubo truenos de cañones y aspavientos de señoras..., y por fin reventó una mina, con general regocijo...; no bien dispersáronse los humos, militares y curiosos se dispersaron también.

—Que no se le olvide —dijo el viejo al estrechar la mano de Mr. Pickwick al terminar un coloquio celebrado a intervalos durante los ejercicios— que mañana les esperamos a todos. —Sin duda —replicó Mr. Pickwick.

—¿Tiene usted ya las señas?

—Manor Farm, Dingley Dell —dijo Mr. Pickwick consultando su cuaderno.

—Eso es —dijo el viejo—, y no les he de dejar en una semana; ya pueden ustedes estar seguros de que han de ver todo cuanto hay digno de visitarse. Si han venido ustedes a observar la vida del campo, vengan a mí y yo les enseñaré toda la que quieran. José...; dichoso chico, ya se durmió. Ayuda a Tom a enganchar.

Engancháronse los caballos...; subió el cochero al pescante...; montó el chico a su lado...; cambiáronse despedidas, y partió el coche. Al volverse los pickwickianos para echarle una última ojeada, vertía el sol poniente sus arreboles sobre las caras de sus amigos y bañaba la faz del gordo mancebo. Caída la cabeza sobre el pecho, dormitaba de nuevo.

5. Capítulo breve, en el que se cuenta, entre otras cosas, el viaje en coche de Mr. Pickwick, el paseo a caballo de Mr. Winkle y el modo que tuvieron de realizarlos

Esplendoroso y admirable estaba el cielo, embalsamado el aire, y era encantadora la apariencia de cuantos objetos poblaban el panorama que descubría Mr. Pickwick, apoyado en el pretil del puente de Rochester, mientras se acercaba la hora del almuerzo. El espectáculo era, en efecto, capaz de maravillar a un temperamento mucho menos impresionable que el de aquel que ahora lo presenciaba.

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