Los papeles póstumos del club Pickwick (65 page)

BOOK: Los papeles póstumos del club Pickwick
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—¿Está el doctor en su despacho, Mr. Mallard? —preguntó Perker, ofreciendo su tabaquera con irreprochable cortesía.

—Sí, está —se le respondió—; pero está muy ocupado. Mire usted aquí: ni un solo informe evacuado aún de todos estos asuntos, y todos están pagados por adelantado.

Sonrió el pasante al decir esto y absorbió el tabaco, haciendo un gesto en el que parecían combinarse el gusto por el tabaco y el apego a los honorarios.

—Parece que hay clientela —dijo Perker.

—Sí —dijo el pasante del abogado, sacando su tabaquera y ofreciéndola con la mayor cordialidad—, y lo gracioso es que, como no hay ninguna mortal, si no soy yo, que pueda leer lo que escribe el doctor, no tienen más remedio que esperar los informes, una vez evacuados, a que yo los copie. ¡Ja, ja, ja!

—Lo cual resulta muy conveniente para quien yo me sé, además del doctor, y sirve para sacarles algo más a los clientes —dijo Perker.

—¡Ja, ja, ja! —rió de nuevo el pasante, al oír esto.

Mas no fue una sonrisa franca, sino un callado regodeo íntimo, que disgustó a Mr. Pickwick considerablemente. Que un hombre sufra un derrame interno de sangre es muy peligroso para él; pero cuando se ríe para sus adentros, mala cosa para los demás.

—¿No me ha hecho usted aún esa cuentecilla de honorarios que le debo? —dijo Perker.

—No, no la he hecho —respondió el pasante.

—Pues desearía que la hiciera —dijo Perker—. En cuanto la tenga, le enviaré un cheque. Pero ya comprendo que tiene usted bastante con embolsar el dinero para ocuparse de los deudores, ¿eh? ¡Ja, ja, ja!

Esta salida pareció halagar extraordinariamente al pasante, y otra vez se obsequió con una risilla interior.

—Pero, Mr. Mallard, mi querido amigo —dijo Perker, recobrando de pronto su gravedad y atrayendo hacia un rincón al gran hombre, por la solapa de la casaca—, tiene usted que convencer al doctor para que nos reciba a mi cliente y a mí.

—Vamos, vamos —dijo el pasante—; qué cosas tiene usted. ¡Ver al doctor! Vamos, eso es absurdo.

No obstante lo absurdo de la propuesta, consintió el pasante en ser arrastrado hasta donde Mr. Pickwick no pudiera oírles, y, después de una breve conversación mantenida en quedo murmullo, dirigióse sin hacer ruido hacia un oscuro pasillo y desapareció, entrando en el sagrado del luminar jurídico, de donde volvió a poco de puntillas diciendo a Mr. Perker y a Mr. Pickwick haber logrado que, violando todas las costumbres y leyes establecidas, les admitiera el doctor al punto.

El doctor Snubbin era un hombre con cara de linterna y enjuto semblante, de unos cuarenta y cinco años o «que podría tener cincuenta», como dicen las novelas. Tenía esa mirada incierta y apagada que suele verse en aquellas personas que se han dedicado años enteros a la cansada y laboriosa tarea del estudio y que hubiera bastado, sin el aditamento de los lentes que pendían de una cinta negra que rodeaba su cuello, para advertir a los extraños de que era sumamente miope. Su cabello era fino y débil, lo que podría atribuirse en parte a no haber empleado mucho tiempo en su cuidado y, en parte también, al uso de la peluca forense, que colgaba junto al sillón. Los restos del empolvado del cabello que se advertían en el cuello de su casaca y la mal lavada y peor hecha corbata blanca que envolvía su garganta denotaban que no había encontrado ocasión desde la última vista para cambiar su tocado, aunque, en realidad, el desaliño del resto de su indumento autorizaba a inferir que su apariencia personal no hubiera ganado gran cosa en el caso de haber tenido para ello vagar bastante. Libros profesionales, montones de papeles y cartas abiertas yacían revueltos sobre la mesa sin acusar el menor intento de orden o arreglo. El menaje de la estancia era antiguo y mezquino; las puertas de las librerías se pudrían en sus goznes; de la alfombra desprendíase el polvo en pequeñas nubes a cada pisada; los visillos estaban amarillentos por el tiempo y la falta de limpieza; todo en la estancia mostraba de un modo claro e inequívoco que el doctor Snubbin estaba demasiado ocupado en sus asuntos profesionales para cuidarse o parar mientes en los detalles de su personal acomodo.

Cuando sus clientes entraron, estaba el doctor escribiendo; saludó distraídamente a Mr. Pickwick, al serle presentado por su procurador, y, haciéndole sentar, dejó la pluma cuidadosamente en el tintero, cruzó sus piernas y esperó a que se le dirigiera la palabra.

—Mr. Pickwick es el demandado en el asunto Bardell-Pickwick, doctor Snubbin —dijo Perker.

—¿Estoy encargado de eso? —dijo el doctor.

—Está usted, sir —repuso Perker.

Movió el doctor la cabeza y aguardó que se le dijera algo más.

—Mr. Pickwick tenía empeño en verle, doctor Snubbin —dijo Perker—, para asegurarle, antes de que usted entre en el asunto, que niega rotundamente que exista el menor motivo o fundamento para la querella que se le sigue y que no entraría en la Audiencia si no abrigara la convicción plena de que obraba en derecho oponiéndose a la pretensión de la demandante. Creo que expreso fielmente sus ideas. ¿No es así, mi querido señor? —dijo el hombrecito, volviéndose a Mr. Pickwick.

—Perfectamente —replicó éste.

Desmontó sus lentes el doctor Snubbin, púsolos a la altura de sus ojos y, después de mirar a Mr. Pickwick unos segundos con gran curiosidad, dirigióse a Mr. Perker y dijo, sonriendo ligeramente:

—¿Es claro el caso de Mr. Pickwick?

El procurador se encogió de hombros.

—¿Van ustedes a llamar testigos?

—No.

Pronuncióse algo más la sonrisa en el rostro del doctor, balanceó su pierna con mayor violencia y, retrepándose en su sillón, tosió con aire dubitativo.

Estos signos con que se manifestaban los presentimientos del doctor en relación con el asunto, no obstante haber sido muy someros, no se le escaparon a Mr. Pickwick; calóse los lentes, a través de los cuales había observado atentamente todas aquellas señales de las impresiones que el abogado había permitido salir al exterior, y dijo con gran energía y a despecho de todos los guiños y gestos de advertencia que le dirigiera Mr. Perker:

—Mi deseo de verle con este propósito debe parecer, no lo dudo, a una persona que tanto sabe de estos asuntos, como usted, una cosa muy extraordinaria.

Intentó el doctor mirar al fuego con aire de gravedad, pero volvió a su rostro la sonrisa.

—Las personalidades de su profesión, sir —continuó Mr. Pickwick—, ven el aspecto peor de la naturaleza humana. Todas sus contiendas, todos sus rencores y perversas inclinaciones se descubren ante ustedes. Usted sabe, por la experiencia que tiene del jurado (y conste que no va esto en desdoro de usted ni de ellos), cuánto hay que conceder al latiguillo; y usted podría atribuir a otros el deseo de emplear, con fines inconfesables de lucro o de fraude, los mismos resortes que ustedes, con perfecta honradez y nobleza de propósito y con el laudable empeño de favorecer lo más posible a su cliente, manejan con tan perfecto conocimiento de su alcance y eficacia. Yo creo realmente que a esta circunstancia debe atribuirse el prejuicio vulgar, pero general al mismo tiempo, de que ustedes, como colectividad, son suspicaces, desconfiados y cautos en demasía. Consciente como estoy, sir, de la desventaja que para mí entraña el hecho de formular esta declaración ante usted y en estas circunstancias, no me arredra llevarlo a cabo, porque deseo que usted se penetre bien, como ha dicho mi amigo Mr. Perker, de que soy inocente de la falsedad que se me imputa, y aunque reconozco el inestimable valor de su actuación, sir, he de añadir que, a menos de que usted abrigue esa creencia sincera, me privaré de la asistencia de sus talentos, mejor que aprovecharme de la ventaja de ellos.

Mucho antes de concluirse esta pieza oratoria, harto prolija para Mr. Pickwick, habíase entregado el doctor a la abstracción más profunda. Al cabo de algunos minutos, sin embargo, durante los cuales requirió nuevamente su pluma, pareció darse cuenta otra vez de la presencia de sus clientes y, levantando su mirada del papel, dijo con aire un tanto soñoliento:

—¿Quién está conmigo en este asunto?

—Mr. Phunky, doctor Snubbin —respondió el procurador.

—Phunky, Phunky —dijo el doctor—. Nunca he oído ese nombre. Debe de ser muy joven.

—Sí, es un muchacho —repuso el procurador—. Precisamente informó el otro día. Espere usted... No hace ocho años que ejerce.

—¡Ah!, no sabía —dijo el doctor, en ese tono de conmiseración que emplean las gentes para hablar a un niño desvalido—. Mr. Mallard, mande buscar a Mr....

—Phunky... Holborn Court, Gray's Inn —informó Perker(Holborn Court está ahora en South Square). Mr. Phunky, y dígale que le agradecería que se pasase por aquí un momento.

Partió Mallard para ejecutar la orden, y el doctor Snubbin permaneció abstraído hasta que entró el propio Phunky.

No obstante ser abogado incipiente, era un hombre hecho y derecho. Manifestaba un temperamento nervioso y una penosa vacilación en la emisión de la palabra; mas no parecía ser un defecto congénito, sino que debía provenir de la idea que tenía de su inferioridad, ya como resultado de la falta de medios, de protección o de audacia. Se mostraba sumiso al doctor y profundamente cortés hacia el procurador.

—No he tenido el gusto de ver a usted nunca —dijo el doctor Snubbin, con altiva deferencia.

Inclinóse Mr. Phunky. Él había tenido el placer de ver al doctor y de envidiarle también, con toda la envidia de un pobre hombre, por espacio de cuatro años.

—Creo que vamos juntos en este caso —dijo el doctor.

De haber sido Mr. Phunky un hombre rico, hubiera enviado al instante por su procurador para que se lo recordase; de haber sido hombre avisado, hubiérase llevado el índice a la frente y esforzádose por rememorar si entre la multitud de sus asuntos se hallaba o no aquél; pero como no era rico ni avisado, al menos en este sentido, se ruborizó y se inclinó afirmativamente.

—¿Ha leído usted los papeles, Mr. Phunky? —preguntó el doctor.

Aquí Mr. Phunky debiera otra vez haber patentizado su olvido de los antecedentes del caso; pero como había leído todos los documentos que se habían cruzado en todo el procedimiento y no había pensado otra cosa, así en vigilia como en sueño, durante los dos meses que llevaba en calidad de adjunto del doctor Snubbin, se puso aún más encarnado y se inclinó de nuevo.

—Éste es Mr. Pickwick —dijo el doctor, señalando con la pluma en la dirección del aludido.

Saludó Mr. Phunky a Mr. Pickwick con una reverencia, inspirada en la consideración que siempre merece el primer cliente, y otra vez se inclinó hacia su maestro.

—Tal vez desee usted llamar aparte a Mr. Pickwick —dijo el doctor— y... y oír lo que Mr. Pickwick desee comunicarle. Celebraremos una consulta, por supuesto.

Con esta indicación de que ya se le había entretenido bastante, el doctor Snubbin, que había paulatinamente ido cayendo en nueva abstracción, calóse los lentes por un instante, hizo una inclinación general y se zambulló profundamente en el caso que tenía delante, que se derivaba de un interminable proceso incoado sobre el hecho de que un individuo, fallecido cosa de un siglo antes, había interceptado un paso que conducía de un lugar del que nadie había venido a otro al que nadie había necesitado ir.

Mr. Phunky no consintió en pasar por una puerta hasta después de que lo hubieran hecho Mr. Pickwick y su procurador, por lo cual hubo de emplearse algún tiempo en salir a la plaza, y, ya en ella, empezaron a pasear arriba y abajo y celebraron una larga conferencia, de la que resultó que era muy difícil predecir el sentido del veredicto; que nadie podía anticipar el rumbo que pudiera tomar la acción; que era gran suerte el haber birlado a la otra parte al doctor Snubbin, con otras reflexiones dubitativas y consoladoras que son de cajón en tales negocios.

Mr. Weller fue despertado por su amo del dulce sueño que disfrutara durante una hora y, despidiéndose de Lowten, volvieron a la City.

32. En el que se describe, mejor que en un periódico de sociedad, una reunión de solteros, ofrecida por Mr. Bob Sawyer en su casa del Borough

Reina una tranquilidad en las inmediaciones de Lant Street, del Borough, que derrama por el alma una dulce melancolía. En la calle hay siempre muchas casas desalquiladas; es, además, una calle transversal de enervante monotonía. Una casa en Lant Street no podrá considerarse residencia de primera categoría, en sentido estricto, pero es, sin embargo, un lugar deseable. Si un hombre quiere aislarse del mundo, huir del alcance de toda tentación, para situarse fuera de todo aliciente que le induzca a asomarse a la ventana, no tiene más que irse a Lant Street.

En este feliz retiro forman colonia unas cuantas planchadoras, una gavilla de encuadernadores, uno o dos agentes del tribunal de Deudas, varios hosteleros, empleados en los Docks, un puñado de modistas y una pléyade de oficiales de sastrería. La mayoría de los moradores encaminan sus energías ora al alquiler de cuartos amueblados, ora a la afanosa y confortante labor de calandrias. Los rasgos principales de la vida tranquila de la calle son: vidrieras verdes, cédulas de alquiler, placas de latón y tiradores de campanilla; los más corrientes ejemplares de la fauna son: el chico de taberna, el pastelero ambulante y el vendedor de patatas cocidas. La población, en general, es nómada; desaparece a media tarde y por la noche. Los tributos de Su Majestad rara vez se recaudan en este valle de bienaventuranza; los inquilinatos son precarios, y el agua se corta con gran frecuencia.

Mr. Bob Sawyer embellecía uno de los flancos de la chimenea, en su habitación del primer piso, a primera hora de la tarde en que había sido invitado Mr. Pickwick, y Mr. Ben Allen adornaba el otro. Los preparativos de recepción parecían haberse rematado. Los paraguas del pasillo yacían en montón en el rincón exterior, junto a la puerta del gabinete; el gorro y el chal de la criada habían desaparecido de la barandilla de la escalera; sólo había un par de zuecos en la esterilla de la puerta y una capuchina de cocina con largo pabilo ardía alegremente sobre el alféizar de la ventana de la escalera. Mr. Bob Sawyer había comprado por sí mismo los licores en una bodega de High Street y regresado a casa delante del portador, para alejar la posibilidad de que fueran entregados en otra parte. El ponche estaba preparado en una vasija de cobre, en el dormitorio; una mesita, cubierta de verde tapete, había sido traída de la sala para jugar a las cartas, y los vasos de la casa, en unión de aquellos que se habían pedido prestados en la taberna para aquella ocasión, descansaban sobre una bandeja que se hallaba depositada en el suelo, al otro lado de la puerta.

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