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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (33 page)

BOOK: La mirada de las furias
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Salieron de aquel salón para dirigirse al lugar de la partida. Al hacerlo, cruzaron otro pasillo transparente que ofrecía una magnífica vista de la grieta del Tártaro. Éremos se detuvo un instante para mirar bajo sus pies: del lecho de nubes brotaban las inmensas paredes en quebradas y terrazas, algunas de las cuales desde las alturas parecían facetas talladas en la superficie de un diamante. La corriente ígnea del Piriflegetón asomaba con su rojizo resplandor doquiera se abrían claros entre las nubes, como un recordatorio de los poderes del infierno.

La partida iba a tener lugar en la Sala de Exposiciones, donde habían dispuesto un círculo de sillas e instalado dos grandes proyectores de virtual para que el público pudiera asistir al desarrollo del juego. Éremos dudaba de que la mayoría supieran apreciar siquiera los movimientos más simples, pero o existía gran expectación por aquel duelo o la disimulaban muy bien para adular a los burgraves. Habría entre treinta y cuarenta personas allí reunidas, la mayoría hombres y todos trajeados para la ocasión. La propia Alba Tychov ofició de maestra de ceremonias con un pequeño discurso en el que alababa las excelencias del kraul, pese a que era evidente que no sabía ni mover una pieza. Éremos hizo un ademán a Sharige para que se sentara primero y a continuación lo hizo él.

Cuando se puso las or-gafas tuvo un levísimo escalofrío. Estaba en el mundo virtual del kraul y a merced de cualquier amenaza de la realidad exterior. Despacio, plantó las manos en los brazos del sillón y extendió los dedos para engarzarlos en los sensores de control.

Tenía la sospecha de que algo podía pasar, pero no se esperaba que fuese tan rápido. Cuatro argollas metálicas se cerraron sobre sus muñecas y tobillos, entre murmullos de incredulidad del público y órdenes restallantes en japonés. Intentó librarse con todas sus fuerzas, pero fue inútil. Algo duro, tal vez la culata de un arma, le golpeó en la sien y le abrió una herida por la que empezó a manar sangre. Las or-gafas emitieron un par de chasquidos, que le llegaron directos al cerebro, y se apagaron, dejándolo a ciegas. Luego sintió cómo el sillón se movía hacia atrás sobre sus ruedas mientras oía la voz del Turco protestando airadamente.

—No te metas en esto, Rye —contestó la voz del hombre de la Tyrsenus, y sonaba apoyada por cargadores que se montaban y seguros desactivados—. Es un infiltrado que te ha engañado como a un idiota.

—¡Soltad a ese hombre, os he dicho! ¡Es mi huésped!

Aquel interés de anfitrión quedaba muy homérico, pero Éremos no tuvo tiempo para sentirse conmovido. La respuesta del propio Sharige fue demasiado inquietante.

—Llevadlo a las cocinas y sacadle esa bomba de dentro con el cuchillo más afilado que encontréis.

—¿De qué estás hablando? —insistió el Turco.

—Traía una bomba dentro del cuerpo para hacernos volar a todos por los aires.

—Pero ¿quién…?

—Lisístrata, Rye, Lisístrata. Has tenido al enemigo en tu casa y ni te has enterado. Ahora, mientras se encargan de él, tú y yo vamos a tener…

«Una conversación»
, completó Éremos mentalmente. Las voces se perdieron mientras sus anónimos captores tiraban del sillón fuera de la sala. No se molestó en abrir la boca, ya que sería inútil explicarles lo que ya sabían, que no llevaba explosivo alguno en las entrañas. Era una excusa demasiado buena para practicar con él el harakiri.

—Te vamos a soltar las argollas para ponerte en una mesa, pero no se te ocurra moverte porque te estamos apuntando —le amenazó alguien que fumaba demasiado para la salud de sus cuerdas vocales.

—Déjalo, Giafar, ¿para qué soltarlo? —repuso la voz del tyrsenio—. Ahí está bien. Quítale las gafas para que nos veamos las caras.

Éremos agradeció recobrar la visión, aunque tal merced le viniera en forma de un empellón que le arrancó las gafas. Aunque por el momento era incapaz de actuar, estaba acostumbrado a evaluar los lugares, y una rápida mirada le bastó para reconocer la cocina. Era rectangular, de unos ocho metros por cinco, y estaba ocupada por armarios metálicos, una encimera que corría por dos de las paredes, tres hornos de gran tamaño, una mesa central con fogones de inducción, una enorme nevera y, en un rincón, el evacuador de desperdicios. Allí no había cristales que ofrecieran vista del exterior. Alguien respiraba detrás de él, mientras que delante había dos hombres: el japonés de la Tyrsenus, con una sonrisa que ya no parecía tan amable, y un corpulento negro con el cráneo afeitado al cero. Ambos le apuntaban con sendas pistolas. Éremos tenía consigo sus armas, pero le era imposible realizar ningún movimiento para llegar a ellas.

—Parece que te hemos hecho una herida muy fea, hermano —comentó el negro, a quien pertenecía la voz ronca y que por tanto debía de ser Giafar. Con un trapo lleno de manchas indescriptibles que no parecía muy apropiado para tal fin, le enjugó la sien—. Mira, es como nos habían dicho: ya no sangra.

El tyrsenio agachó la cabeza para comprobarlo de cerca.

—Es cierto. La sangre le coagula enseguida.

—¡Eh, hermano! Eres como un vampiro, entonces. ¿Qué te parece si te clavamos una estaca en el corazón?

—Yo creo que es mejor que empecemos por cortarle los huevos. —Era la voz del hombre que respiraba a sus espaldas. Éremos le hubiera agradecido que se ahorrase la intervención.

—Poco a poco —dijo el tyrsenio—. Tengo una curiosidad y voy a satisfacerla ahora mismo.

El japonés se guardó la pistola en un bolsillo y se puso a elegir en un cuchillero de ominoso aspecto. Finalmente cogió una pieza de carnicero y volvió a acercarse con una sonrisa muy ilustrativa de sus intenciones.

—Vamos a empezar por poca cosa. Sepárale los dedos.

Giafar le apartó el dedo meñique de la mano izquierda, que seguía aprisionada sobre los sensores. Éremos observó casi con curiosidad cómo el tyrsenio apoyaba el cuchillo sobre la articulación de la segunda falange y apretaba con el peso de todo su cuerpo. A la vez que oía un sonido de hueso astillado, el dolor restalló por sus nervios para informar de la agresión exterior, pero fue bloqueado al momento por sus mecanismos internos y transformado en una sorda sensación de pérdida. El grotesco muñón que antes había sido su meñique sangró en abundancia durante unos segundos, pero la hemorragia no tardó en perder caudal hasta que se detuvo por completo.

—¡Sorprendente! —aplaudió el tyrsenio—. Así podremos irle cortando a pedacitos sin que se desangre.

—Si lo que pretenden es torturarme para que les informe de algo, les agradecería que primero me hicieran las preguntas y luego me fueran descuartizando. Creo que sería más operativo.

Su intervención fue saludada con entusiasmo por sus captores.

—¡Eh, eres un tío duro! —exclamó Giafar—. ¿Vas a gritar cuando te cortemos las pelotas?

—Sólo vamos a destriparte, no queremos que nos informes de nada —le explicó el tyrsenio—. Ya sabemos bastante sobre ti gracias a una preciosa muñequita morena que nos ha dicho que eres un infiltrado de la Honyc. ¿Sabes? Aborrezco a la gente de la Honyc.

—Si se te vuelve a ocurrir llamarme «muñequita» seré yo quien te destripe, chinito.

Éremos se quedó mirando a la mujer que acababa de entrar en la cocina y que ahora los contemplaba a todos con los brazos en jarras, resaltando aún más las curvas de sus caderas con aquel gesto. La figura y el rostro le eran tan familiares como la voz, pero algo había cambiado.

—No merece la pena que lo torturéis. Es un geneto y puede desconectar a voluntad sus terminales nerviosas para no sentir dolor. Pero basta con que sepa que va a morir en unos minutos para que tenga más sufrimiento del que pueda aguantar. Éremos, el asesino de la Honyc, siempre ha sido un cobarde que juega sobre seguro. ¿Cómo se ha dejado atrapar así alguien tan prudente como tú?

Éremos entrecerró los ojos para recordar mejor. No podía ser la misma mujer, desde luego, porque recordaba haberle rebanado la garganta a conciencia, pero el parecido tampoco podía ser casual.

—Así que tenías un clon… Es decir, eres un clon.

—Me considero una persona por mí misma, aunque más o menos tienes razón. Me alegro de que te acuerdes, porque así no tendré que refrescarte la memoria. ¿Te acuerdas de lo que le hiciste a Amara, sir Éremos? Pues considera que ahora ha vuelto de la tumba para vengarse de ti.

Ante el estupor de los hombres que la observaban, Amara se abrió la cremallera del ajustado vestido azul que había traído y lo dejó caer a sus pies. Pero no era su intención obsequiarles con un strip-tease, sino librar sus movimientos. Ataviada con un pantaloncito corto y una camiseta gris, apartó al tyrsenio y a Giafar, que no pusieron objeciones, tan embelesados estaban con el espectáculo, y se acercó a Éremos hasta que éste pudo sentir su aliento en la cara.

—Pensaba en tener una lucha limpia contigo, pero visto lo visto no creo que lo merezcas. Destazarte como a un cerdo ser lo más conveniente.

—Es inútil —repuso Éremos—. Hoy no será el día en que muera.

—¿Ah, no? ¿Y por qué estás tan seguro?

—Porque voy a morir el uno de diciembre, y aún quedan tres días.

En aquel momento estalló en el exterior un estrépito ensordecedor de gritos, disparos y explosiones, acompañados por un chirrido escalofriante. Tras cruzar las miradas en unos instantes de vacilación, los dos matones empuñaron sus armas y corrieron a la entrada de la cocina, seguidos por Amara, mientras que su tercer captor, al que Éremos aún no había logrado ver la cara, se quedaba detrás de él. Los batientes de la puerta se abrieron de golpe, derribando al japonés y al negro, y los gigantescos gemelos Cástor y Pólux irrumpieron en la cocina como dos búfalos en estampida. Uno de ellos propinó un tremendo puñetazo a Amara y la envió rodando por el suelo, mientras el otro corría hacia Éremos al tiempo que sacaba una pistola de la chaqueta y disparaba contra el tercer hombre, que se desplomó tan silencioso como al parecer había sido en vida. Todo aquello había sucedido en cuatro segundos.

—Muchas gracias, Cástor. ¿Qué tal si me suelta?

—Soy Pólux. No tengo ni idea de cómo soltarle. Vámonos de aquí.

El lacónico gigante se puso detrás del sillón y le empujó para salir de la cocina. Su hermano, que estaba terminando de despachar a los otros dos hombres repartiéndoles patadas en la cabeza con gran generosidad, se hizo a un lado para dejarles pasar. Éremos le advirtió:

—Dispare contra la mujer. Ella es una…

Pero ya era demasiado tarde. Cástor apenas tuvo tiempo de volverse antes de que Amara cayera sobre él con un salto digno de una pantera. La asesina de la Tyrsenus cogió aquella cerviz de toro entre sus delicadas manos y la retorció con un seco tirón hasta romperle las vértebras. Pólux dio una patada al sillón de Éremos para sacarlo de la cocina y se volvió, dispuesto a enfrentarse con Amara.

Mientras rodaba por un pasillo de unos diez metros hasta la siguiente puerta, sin poder ver nada, Éremos oyó un disparo, un golpe metálico y un grito ahogado que, como se temía, fue masculino. Después escuchó el roce de unas pisadas sigilosas y la voz de la asesina siseando en su nuca:

—Estamos solos, encanto. Déjame un momento para que piense cómo hacerlo. Por cierto, ¿qué tal se portaba en la cama la putilla ésa que te tirabas? No tenía demasiada carne para mi gusto…

—Así que fuiste…

Se callaron al ver cómo empezaba a abrirse la puerta del pasillo. Ninguno de los dos podía esperarse lo que apareció ante ellos. El bodak, observándolos con sus tres ojos azules y blandiendo en alto los espolones como guadañas de la muerte, se acercó lentamente. Pese a que tenía un yugo de control, se movía con voluntad propia, dotado de una cautela casi humana.

—¿Qué demonios es eso?

—¿No has visto nunca un bodak? Mi querida colega, me temo que esa criatura es capaz de despacharnos a los dos juntos.

—He cambiado de opinión. Ya no tengo interés en acabar contigo personalmente.

Éremos giró la cabeza a tiempo de ver cómo Amara volvía a desaparecer en la cocina. Por lo que había observado, ésta no tenía otra salida. No era un gran consuelo pensar que el bodak acabaría con ella después de despedazarlo a él, pero le hacía ver que existía cierta justicia en el universo.

El bodak se acercó a él y estiró el cuello para olfatearlo, a la vez que suspendía sus espolones a unos centímetros de su cabeza. Éremos había estado cerca de la muerte en varias ocasiones, pero nunca la había visto materializada a tan pocas pulgadas de su rostro. «
Después de todo, parece que se va a adelantar la fecha
», pensó. La criatura olisqueó con un sonido agudo y acelerado como el de un aspirador, retrocedió articulando dos pasos a la extraña manera propia de su especie, rodeó el sillón de Éremos cuidando de no tocarlo y se dirigió a la cocina.

—Primero te comes a la chica y luego vuelves a por mí. Claro, yo no me puedo mover… —comentó Éremos como si la bestia pudiera oírle.

La puerta del pasillo volvió a abrirse, esta vez de una patada, y tras ella apareció el Turco, salpicado de sangre propia y ajena, con la chaqueta hecha jirones y apuntándole con un subfusil láser que debía haber quitado a algún hombre de Sharige. Al ver a Éremos sonrió con filibustera fiereza.

—Señor Crimson, ¿cómo puede seguir ahí sentado tan tranquilo con todo el jaleo que se ha armado?

—Le agradecería que hiciese algo por soltarme antes de que el bodak que ha entrado en la cocina decida que no le gusta lo que hay en las cazuelas.

—Tranquilo, Edu no le dará ni un lametón hasta que se le pase el olor.

—¡Aah! —exclamó Éremos, súbitamente iluminado—. Esa colonia barata con que nos roció…

—…Llevaba mezclado repelente para bodakes, evidentemente —explicó Rye mientras graduaba el láser para reventar los cerrojos de los grilletes—. Pero de barata nada. Por lo menos eso me dijo mi mujer el día de mi cumpleaños. ¡Ya está! ¡Libre! ¿Y Cástor y Pólux?

—Tendrá que buscarse otro par de gemelos. ¿Y su piloto?

—Espero que durante la cacería haya sabido llegar vivo al deslizador. Si no, peor para él.

Éremos se levantó, contento como jamás se había sentido de recobrar el control de sus movimientos. Miró hacia los batientes de puerta de la cocina, que estaban cerrados. De dentro no venía ningún ruido, mientras que por la parte de la que había venido el Turco sólo llegaban algunos lamentos aislados.

—Creo que convendría salir de este lugar, señor Rye.

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