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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (15 page)

BOOK: La mirada de las furias
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Urania soltó una carcajada cristalina y se puso una mano sobre el pecho.

—¿Yo? ¿Quién soy yo para estar convencida o dejar de estarlo? —Apuró su licor de un trago y miró el vaso de Éremos—. Ahora me toca a mí invitarle.

—No es necesario.

—Evidentemente no lo es. Pero aun así quiero invitarle.

Éremos reflexionó unos segundos. De Urania podría obtener más datos, pero no en aquel momento ni en aquel lugar, y menos si le veía ávido de información. Parecía interesada en él: eso podía aprovecharse.

—Podríamos tomar una copa en otro lado, pero antes… Pensaba jugar unas manos al póquer.

Urania enarcó una ceja y tamborileó con los dedos en la barra. Habían cambiado la música y ahora sonaba una canción que Éremos conocía y que estaba de moda. Que había estado de moda veinte años atrás, se corrigió.

—¿Es usted un jugador empedernido y necesita su dosis diaria, o algo así?

—No, pero me temo que sí que necesito una inyección de créditos. Debería desplumar aves más suculentas… Me refiero a lo económico, por supuesto. ¿Le parece bien dentro de una hora, en la salida?

—Cuánto lo siento, pero creo que ya me habré retirado. En fin, otro día será, señor…

—Crimson.

—Eso es, Crimson. Nos veremos. —Urania sonreía, pero le era difícil esconder que se sentía ofendida.

—Así lo espero.

Éremos volvió a tomar el camino hacia la sala de póquer, pensando si se habría equivocado. Pero necesitaba muchos más créditos para comprar armas e información, incluso para responder de su deuda con Schmelz si era necesario. La experiencia le había enseñado que sus implantes y sus mejoras genéticas no eran una herramienta tan efectiva como unos fondos bien surtidos. «
Poderoso caballero es don Dinero…
», tarareó para sí.

Al menos Urania le había señalado un sendero por el que empezar a indagar. El hecho de que los de arriba, fuesen quienes fuesen (¿los tecnos?), hubieran dictado secreto sobre aquella explosión era muy revelador. Ahora estaba casi seguro de que tenía que ver con la nave Tritónide. Esperaba que no la hubiesen hecho estallar intentando manipularla; aunque eso significara un final mucho más sencillo para su misión, tenía tanta curiosidad por averiguar el misterio de su propulsión como sus propios patrones de la Honyc.

En la partida de póquer no anduvo con miramientos. Las cartas las repartía un empleado del casino, lo cual le privaba de la posibilidad de hacer trampas; con todo, tras diez minutos de tanteo empezó a ganar sistemáticamente. Pasada una hora tenía ya fichas por valor de sesenta mil créditos y estaba pensando en retirarse cuando se desató un tumulto en la sala contigua, donde apostaban al gumno. Uno de los participantes, un joven rubio, había sacado un cuchillo y amenazaba al crupier de su mesa, mientras el resto de los jugadores se apartaban y las dos animadoras se retiraban despavoridas, tapando sus desnudeces con las ropas que se habían quitado. Éremos recogió sus fichas por lo que pudiera suceder y se levantó para ver mejor. Los matones del local no tardaron en acudir con bastones neurónicos y le obligaron a soltar el cuchillo. El gorila que vigilaba la puerta apareció medio minuto después, empequeñeciendo a todos. Con una zarpa capaz de desmenuzar el granito cogió al joven rubio por el codo y lo sacó de allí.

Éremos se despidió de sus compañeros de partida, que ya reanudaban el juego, y se dirigió a la caja central a cambiar sus fichas. La mujer que atendía tras el cristal estaba comentando algo con un compañero ocioso. Éremos aguzó el oído y descubrió que hablaban de la pelea que acababa de presenciar. Al parecer, el alborotador era un hombre de Maldini y había tenido la desfachatez de plantarse en el casino y además organizar camorra. Por la conversación que había tenido con Clara Villar, Éremos recordaba que Maldini era un lugarteniente del Turco que en los últimos tiempos intentaba emanciparse de él.

—Aquí tiene. Felicidades, señor: no ha sido mala noche, ¿verdad?

—Gracias. He de reconocer que no me puedo quejar.

Se dio la vuelta y fingió contar el dinero para seguir escuchando. La cajera sofocó una exclamación de horror. El hombre había mencionado a un bodak y al hombre de Maldini. Sospechando lo que iba a ocurrir, Éremos decidió curiosear por la sala en que había visto luchar a las dos bestias. El rumor debía de haber corrido rápido, porque la encontró ya abarrotada. Se podía olfatear la excitación; imaginó que en los anfiteatros romanos la plebe sedienta de sangre habría exudado feromonas similares.

Los focos del techo iluminaron el gran cubo de cristal que hacía las veces de arena. En una esquina se encontraba un bodak, sin yugo de control, inmóvil por el momento, una horrible gárgola de piedra. En la otra, pegado a la pared para apartarse lo más posible de la bestia, estaba el joven rubio que había organizado la reyerta. Éremos pensó que la guerra entre el Turco y Maldini debía estar llegando muy lejos para que tomaran una medida que, como poco, cabría calificar de drástica. No era muy lógico suponer que todas las riñas del casino se solventaran de aquella manera.

La música cesó, sustituida por una voz masculina con acento americano y empastada como la de un locutor de radio.

—El señor Brotan se encuentra en un apuro, vaya que sí. ¡Les puedo jurar que no me gustaría estar ahí encerrado ni siquiera con un cachorro de bodak! —Hubo risas, aclamaciones, y también algunas protestas y voces de conmiseración. Pero nadie dejaba de mirar, y hasta en los más compasivos había una morbosa expectación—. Por suerte para él, nuestro amigo Deuces se ha acordado de rociarle con ese repelente que tan poco… les gusta a los bodakes. El problema es que de lo que no se acuerda es de qué proporción ha echado en la mezcla. Puede que surta efecto dos minutos, cinco minutos, diez, el resto de la noche… ¿Quién lo sabe? Tranquilo, señor Brotan: a lo mejor está usted a salvo más tiempo del que cree. —Una voz ronca hizo algún comentario sobre la suciedad en los pantalones de Brotan, al que siguió un estallido de risas—. Pueden ustedes hacer apuestas sobre el tiempo que tardará Edu, nuestra mascota, en sentir curiosidad por el señor Brotan. ¡Para que vean que jugamos limpio, si el repelente hace efecto más de quince minutos, dejaremos a nuestro casi voluntario colaborador que se despida de Edu sin tener que invitarle a comer! —Nuevas carcajadas—. Si quieren apostar, Freddy les tomará nota. ¡Hagan juego!

Mientras sonaba una fanfarria metálica, destinada a animar a los apostantes, el tal Freddy, un hombrecillo canoso que iba de un lado a otro con andar anadeante, se paseó entre los clientes para anotar las apuestas. Éremos no tenía un gusto especial por los espectáculos sangrientos, pero decidió aguardar, curioso por ver cómo actuaba el bodak ante un ser humano. No era absolutamente imposible que él mismo llegase a tener problemas con alguna de aquellas criaturas y prefería estar prevenido.

Era difícil decidir quién estaba más petrificado, si el bodak o Brotan. Pero los tres ojos de la criatura apuntaban en direcciones diversas, sin fijarse en ningún punto en particular, mientras que los del humano no se apartaban de su inminente verdugo. Los minutos goteaban como resina, y había espectadores que se impacientaban y otros que, más sensibles, alentaban al prisionero.

—¡Al señor Brotan le queda un minuto! Los que hayan apostado a su favor pueden estar contentos. Creemos que lo conseguirá, lo conseguirá…

Cuando las tres antenas del bodak se orientaron hacia delante, se hizo un silencio sepulcral. Pero sólo duró unos segundos, pues el prisionero, cubriéndose el rostro con las manos, empezó a aullar y a estremecerse. La bestia se incorporó, entreabrió la boca y profirió aquel chirrido infernal que Éremos había escuchado por la mañana. Con un solo impulso de sus poderosas patas, el bodak saltó los diez metros que le separaban del humano. Sus espolones cayeron en vertical sobre Brotan; uno le taladró el pecho y el otro, traspasando el brazo que intentaba en vano proteger el cuerpo, se clavó en su abdomen. El chillido de dolor de la víctima se confundió con el grito entreverado de pavor y excitación que brotaba de las gargantas del público. El bodak cerró sus fauces sobre la cabeza de Brotan y se la arrancó de cuajo. Mientras la sangre brotaba a chorros del cuello cercenado y la bestia trituraba entre las mandíbulas los huesos del cráneo, las luces del cubo se fundieron poco a poco.

—¡Lástima, señoras y señores! Parecía que el señor Brotan lo iba a conseguir, pero le faltó un poco de tiempo. O mejor habría que decir que le sobró. ¡Los ganadores pueden recoger sus apuestas!

Pese a lo que pudiera parecer, aquel espectáculo no debía de ser tan frecuente, ya que los comentarios y la excitación siguieron durante al menos quince minutos antes de que los jugadores se reinstalaran en sus mesas. Éremos curioseó un rato más entre las mesas y por las barras para ver si encontraba de nuevo a la joven Urania, pero su oportunidad había pasado, al menos por aquella noche. Con los bolsillos bien cargados, emprendió el camino de vuelta a su hotel.

—El intruso ya ha llegado.

Los dedos de campesina de Anne Harris tabalearon sobre la mesa de su despacho. A nadie le permitía fumar en él, pero Jaume era una excepción. Después de todo, un anciano de más de ochenta años tenía derecho a que se le consintieran sus manías. Ella esperaba que, si algún día llegaba a esa edad, los demás la trataran con esa misma deferencia.

—Ya te lo dije, Anne. Resultaba increíble que la Honyc lo hubiera eliminado.

Jaume hablaba con la misma vivacidad con la que miraban sus ojillos socarrones y descreídos. Sólo las manchas hepáticas de su piel delataban su verdadera edad.

—Ya, demasiada inversión para tirarla al vertedero. Tú sabes bien de esas cosas. Pero no pensé que acertarías cuando previste que lo enviarían a Radam. Y ahora, ¿qué hacemos? Por mí, haría que lo eliminasen ahora mismo.

—¿Qué prisa tienes? No le será tan fácil llegar hasta nosotros. De momento no corremos más peligro. Al fin y al cabo, ya estamos sobre el filo de la navaja. El plazo es muy breve.

—Por eso mismo no me parece conveniente añadir complicaciones a las que ya tenemos. Entiendo que sientas admiración por esa abominación, pero…

—Abominación o maravilla, según lo quieras entender. Pero insisto en que no debes tener prisa. Tal vez Éremos podría sernos útil. Es muy inteligente.

—Si hay algo que no falta aquí es inteligencia.

—Puede que no, pero un toque de humildad tampoco nos vendría mal. Hasta ahora lo único que se ha conseguido es enviar una ciudad con todos sus pobladores a la nada, o a algo peor. Toda ayuda podría ser buena, Anne. Incluso la de lo que tú consideras una abominación.

—Suelo confiar en tu sentido común, Jaume, pero me pone los pelos de punta lo que sé de ese hombre… por llamarlo de alguna manera. Si se nos escapa de control…

—No te preocupes tanto. Jugamos con ventaja: lo sabemos todo sobre él, mientras que él lo ignora todo de nosotros. Si lo que quieres es mi consejo, limítate a vigilarlo y a no hacer nada por el momento.

Anne resopló para apartarse un mechón canoso que le caía sobre los ojos. Frustrada, acabó por recogerlo con la mano.

—Por el momento te haré caso, y no diré nada a los tyrsenios. Pero no creo que tarden en enterarse, si es que no lo saben ya, y a ellos no voy a poder convencerles de que no eliminen a Éremos. Tu… maravilla… estará sola contra ellos.

—Siempre lo ha estado. Por eso le dimos ese nombre.

24 de Noviembre

Estaba en un inmenso pozo cuyas paredes broncíneas quedaban tan lejanas que a ellas apenas llegaba la vista enceguecida por las tinieblas. Nueve días y nueve noches de caída lo separaban de su fondo. Sobre su cabeza lucían con tristeza mortecinas constelaciones, y por la boca del abismo surgían las formidables raíces de la anchurosa tierra y del mar estéril. Su alma, un pajarraco gris cubierto de ralo plumón, se emperchaba en un tronco nudoso que cruzaba las sombras tendiendo un puente entre las nadas. Había estado solo, pero ya no era así. Hacia él venían en cadencioso desfile tres figuras envueltas en túnicas negras. Sus cabellos eran hirvientes marañas de víboras, y en las manos descarnadas portaban antorchas de resina. Exhalaban un aliento emponzoñado de azufre y su roja mirada abría úlceras en la carne. Le dijeron sus nombres: Alecto, Tisífone y Megera. Supo que aquellas criaturas espantosas eran sus hijas, nacidas de la sangre derramada por sus manos, y que serían sus compañeras por el resto de la eternidad y le recordarían sus crímenes hasta después de que se hubiese extinguido la última estrella en el confín más apartado del universo.

Despertó empapado en sudor. Alguien llamaba a la puerta de madera con toques descarnados. Se sintió confuso unos segundos, hasta recordar que se encontraba en otro tiempo y en otro planeta.

Consultó su reloj interno: eran las once y veinte locales, en aquellas horas que duraban setenta minutos.

—Abajo preguntan por usted —le informó la voz apática del portero que le había recibido por la noche.

—¿Quién me busca?

—Eso no es asunto mío.

Problemas, interpretó. ¿Tan pronto? Barajó la idea de saltar por la ventana, pero huir del posible peligro era también perder posible información.

—Cinco minutos, por favor.

Mientras se aseaba en el servicio anejo a la habitación hizo memoria del nuevo sueño. Alecto, Tisifone y Megera, recitó: las tres Erinias, las criaturas monstruosas nacidas de la sangre que derramara el miembro castrado de Urano cuando su propio hijo Cronos atentó contra él con una hoz de pedernal, en el principio de todos los tiempos. Conocidas por los romanos como las Furias, encargadas de castigar con la locura a quienes manchaban sus manos con crímenes de sangre.

¿Qué dios le enviaba aquellos sueños? ¿Lo hacía por la engañosa puerta de marfil o por la de oro veraz? Los ojos que le observaban al otro lado del espejo se veían tan grises y fríos como siempre, sin ningún paño de culpa, ajenos incluso para su propio dueño. Pero mientras estaba en aquella sima, el Tártaro literario del poeta Hesíodo, había sentido opresión en el abdomen y estrechez en la garganta, síntomas de la sensación conocida como angustia. ¿Estaba ante los pródromos de una enfermedad moral? ¿Intentaban poseerlo las emociones humanas durante sus sueños, cuando más inerme estaba?

«Yo no soy un hombre»
, se repitió. Era un poco más y mucho menos. A menudo se había visto a sí mismo como animal de presa al que sus creadores habían dotado de inteligencia; como máquina de matar; como Átropos, la Parca que corta el hilo de la vida por donde su hermana Láquesis le ordena. En suma, un esclavo del poder. Ni las bestias, ni las mquinas, ni las Parcas, ni los siervos tienen moral, porque no pueden elegir entre el bien y el mal ni por tanto responder de ellos. Sólo hay una ética, la del más fuerte. El se limitaba a reconocer el poder donde estaba y a doblarse como una caña en el vendaval.

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