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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (14 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—¿Les importa que me una a la partida? —preguntó, después de obtener fichas en una máquina que se quedaba con el ocho por ciento de comisión.

—¿Cómo no? —le sonrió la mujer—. Tire un dado para ver dónde le toca sentarse.

Todos repetían, de modo que con Éremos eran seis. Le tocó frente a la mujer, a la derecha del vestigator y a la izquierda de un joven leptosomático de ojos saltones. Se presentó a todos. Ella se llamaba Urania, como la estación de la Honyc. Éremos no creía en los presagios, de modo que se abstuvo de interpretar aquella coincidencia. Mientras transcurrían las primeras manos, en las que se limitó a pasar dados sin tener que mentir demasiado, observó los gestos de Urania y los relacionó con las jugadas en curso. Mientras que el leptosomático de su derecha era un libro abierto, ella disimulaba a la perfección. Además, lograba distraer a todos con sonrisas y halagos repartidos al (aparente) azar. Su rostro era bonito, de rasgos finos, con grandes ojos negros, barbilla afilada y media melena alisada. El vestido era un efímero modelo de aerosol, que se ajustaba como una segunda piel a sus frágiles formas y a sus pechos casi de adolescente. Tan sólo sus manos contrastaban con la delicadeza general: la piel estaba seca, la punta de los dedos era roma y las uñas se veían gastadas.

—Dobles de mesa —le pasó el hombre del anillo.

Éremos, que aún no había perdido ninguna mano, dejó por fuera los dos rojos y tiró el cubilete. Observó la tirada, enarcó las cejas en un gesto de sorpresa contenida, miró fugazmente a Urania para enviarle la jugada, subvocalizó «
al rey, al as, rojos
» para que pudieran leer sus labios y arrastró el cubilete hacia el jugador de su izquierda.

—Póquer de rojos al rey.

Sonrió beatíficamente a Urania, quien le contestó con una inclinación de cabeza. El leptosomático, un hombre indeciso, empezó a sufrir. Parecía obvio que Éremos trataba de enviar un repóquer de rojos a Urania, la rival más peligrosa. Pero era fácil que fuese una trampa. ¿O no? Éremos podía seguir perfectamente sus procesos mentales por la forma en que sus cejas y su nuez subían y bajaban.

Por fin, el joven leptosomático pasó póquer al as. El siguiente jugador, un corpulento mulato, aceptó la tirada sin mirar, en contra de lo que se esperaba Éremos, y pasó repóquer. Urania levantó directamente el cubilete y mostró la verdad: una jota, un negro y un as. Absolutamente nada. La sonrisa que dedicó a Éremos quería decir: «
Lo sabía desde el principio
.» No era extraño: él había actuado para engañar al leptosomñatico de tal manera que Urania se diese cuenta. Ya mentiría mejor más adelante. Lógicamente, sus rivales ignoraban que Éremos podía fingir con la sutileza que le daba el control del ritmo exacto de sus latidos, del color de su piel, de la producción de feromonas, de la dilatación de sus iris, de la horripilación de su vello y de prácticamente cualquier otro síntoma observable de reacciones y estados interiores.

Ayudado por sus dotes de hypokrités y de observador, por los errores de los demás y por un azar más o menos repartido, Éremos se encontró al final de la partida mano a mano con Urania y con dos puntos de ventaja. El problema era que ya no tenía fichas y no podía permitirse el lujo de perder ni una sola vez más. Ella estaba a tres puntos de perder, luego debía clavarle las tres jugadas seguidas para quedarse con el bote. De lo contrario, tendría que abandonar por falta de fondos y volvería a encontrarse sin un crédito. Un desafío interesante, se dijo con una imperceptible sonrisa. Si perdía con Urania, no tendría más remedio que intentar seducirla, robarla o, si las cosas se ponían muy mal, estrangularla en un callejón. Evidentemente, era mejor ganar y evitarse problemas con Lisístrata, aquella sociedad semisecreta que protegía a las mujeres.

—Ful de reyes rojos —le envió ella de salida. Éremos sacudió la cabeza, censurando la jugada, y levantó el cubo. Eran unas dobles parejas. Urania se disculpó encogiendo sus hombros casi huesudos y sin embargo deseables—. Tengo que arriesgar: voy perdiendo.

—El riesgo es la sal de la vida y del juego. —«
Los ojos te brillan un poco más cuando mientes, amiga
», añadió Éremos para sí.

Siguió observando a Urania con la atención y frialdad con que el médico puede estudiar un radioholograma. Mentía bien, pero siempre había alguna señal sutil que la delataba, y además su escrutinio la estaba poniendo nerviosa. Éremos ganó las dos jugadas siguientes levantando el cubilete y poniendo en evidencia los faroles de la mujer. Ahora, ella se hallaba al borde de perder, pero él no podía poner una ficha más, de modo que estaban igualados.

Éremos recibió dos rojos por fuera y aceptó un trío. No lo había. Tiró los tres dados de dentro y miró: dos negros y una jota. Tenía que mentir forzosamente para superar la jugada. ¿Un trío superior? Decidió jugar fuerte: una gran mentira se parece más a la verdad. Sacó los dos negros por fuera, sonrió con aplomo y le pasó el cubilete a Urania.

—Ful de rojos-negros.

Ella enarcó una ceja, dibujando una curva tan grácil como el ala de un ave en vuelo.

—¿Rojos-negros? ¿Y no negros-rojos?

Éremos sacudió la cabeza y aprovechó que Urania tenía los ojos puestos en él para componer una mirada de depredador, la misma que solía ocultar para que sus víctimas no se alarmaran. Retuvo sus flujos de adrenalina, enlenteció sus latidos, enfrió su piel y parpadeó muy despacio, con la indolencia de una bestia adormilada que amenaza saltar sobre quien perturbe su descanso.

No podía saber si funcionaría. Pero funcionó, y Urania aceptó el cubilete. Al comprobar que había sido engañada, hizo un mohín de disgusto y luego sonrió. Era una jugadora nata. Dejó los dos rojos fuera y tiró los otros tres.

—Póquer de rojos al rey —le pasó, con una sonrisa victoriosa. La lástima era que le brillaban los ojos, que había elevado las comisuras de la boca un poco más de la cuenta y que el dedo meñique de su mano izquierda, apoyada sobre el tapete, la había traicionado con un levísimo movimiento. Éremos la animó con un gesto a que ella misma levantara el cubilete. Urania descubrió un ful de rojos y negros: la suerte se había burlado de ella en la última mano.

Éremos recogió sus ganancias, cuatro mil doscientos créditos. No estaba mal para empezar, pero seguir con aquel juego sólo acrecentaría su capital en progresión aritmética y necesitaba todo el dinero posible.

Se despidió de los demás, que protestaron tímidamente; en realidad, parecían aliviados de librarse de él.

Con aquel dinero ya podía sentarse en una mesa de póquer. La ruleta era para los verdaderos jugadores: él sólo pretendía ganar dinero. Antes, se pidió una copa. Sí, le informó el camarero, tenían bebidas de importación. Éremos eligió un bourbon: en realidad, era sintético, pero el sabor y el aroma estaban tan logrados que lo perdonó. Mientras se acercaba con el vaso en la mano a una de las mesas de póquer casi tropezó con Gaster, que venía furioso de perder su dinero en algún otro lugar del casino.

—Discúlpeme, pero al salir del servicio me liaron en una partida y… Espero que no haya pagado las copas.

—Sí, pero no tiene importancia. Con lo que acabo de perder, me da igual. Mi mujer me va a matar. ¡Hasta otro día!

Libre de la pérdida de tiempo que habría supuesto corresponder a la invitación, Éremos siguió hacia la sala de póquer.

Casi sin que reparara en ello, el casino se había ido llenando de gente y ahora estaba atestado. Mientras se abría paso, reparó en una presencia a su espalda y se dio la vuelta. Era Urania, con una mano en alto, sorprendida a medio ademán de tocar su hombro para llamarle la atención.

—Vaya, ¿tiene usted ojos en la nuca?

—Cuando se trata con mujeres tan atractivas, dos ojos son pocos.

—Es usted muy cumplido. ¿Siempre despluma a sus víctimas con tanta amabilidad?

Éremos sintió un déjá vu. Una mujer le había dicho algo así en el pasado. Una consejera de la Honyc que filtraba datos a la Tyrsenus. De haber tenido tratos con cualquier otra compañía, el castigo habría sido el ostracismo en alguno de los asteroides externos, como Héctor o Camila. Pero cometer traición con el enemigo más odiado era un crimen imperdonable.
«¿Siempre tratas a tus víctimas con tanta amabilidad?»
Cuando dijo victima, ella había supuesto que lo sería de su seducción, no de sus manos. A la vez que estrangulaba a la consejera, Éremos explicó por qué lo hacía. Aquella crueldad no se compaginaba con su forma habitual de actuar, pero las órdenes habían sido muy precisas.

La evocación había durado tal vez dos segundos. Urania le observaba con los labios entreabiertos, aguardando a que dijera algo. Tenía los dientes muy blancos, levemente desiguales. Veinte años antes se los habría hecho arreglar, pero éstos eran tiempos más interesantes.

—No creo que sea usted un ave tan fácil de desplumar, señorita. ¿Me permite que la invite a una copa con su dinero?

—¿Y cómo sabrá que es con mi dinero y no con el de alguno de los otros pardillos?

Éremos sacó de su bolsillo una ficha verde y fingió olerla.

—Porque aún conserva su perfume. Por cierto, no lo conozco —añadió, curioso.

—¿Le gusta?

Éremos se acercó al cuello de Urania y olfateó desde una distancia que guardaba el equilibrio entre la osadía y la compostura.

—Intenso… y seductor.

—Entonces no le diré cuál es.

—¿Por qué?

—No me fío de los hombres. Sería capaz de regalárselo a otra mujer.

—Jamás haría algo así.

—Seguro. Bueno, gástese esa ficha tan perfumada.

Fueron a una barra más recogida y Éremos pidió para Urania un licor extraído de una mezcla de plantas locales. Mientras ella cogía el vaso le observó las manos. En sí no eran feas, pero estaban estropeadas, como si trabajara con motores o en algo similar. No se la acababa de imaginar con un mono de mecánico, pero a buen seguro lo llevaría con elegancia.

—¿Qué mira con tanta atención? ¿No le gustan mis manos?

—No, de ninguna manera, no es eso…

—No disimule. Tengo unas manos horribles. ¿Para qué negarlo?

—En realidad, había observado que no lleva usted anillos. Ni siquiera ése que parece tan de moda en este local…

—¿Acaso me ha visto cara de ser lacaya del Turco?

—No tiene usted cara de ser lacaya de nadie. Pero ¿qué tiene eso que ver?

—Toda su gente lo lleva.

—Una especie de marca de posesión…

—Algo más. Es un escudo protector. Crea una onda sólida de corta duración que puede desviar cualquier proyectil… Bueno, me imagino que no servirá contra un misil nuclear o una descarga de plasma, claro.

Éremos se fijó en el anillo del camarero que los había atendido. Un juguete que en su época era desconocido. Podía buscarse uno, pero tal vez era demasiado ostensible.

—De modo que no trabaja para el Turco. ¿Puedo preguntarle a qué se dedica, si no es indiscreción?

—Puede usted preguntármelo —respondió Urania con una deliciosa sonrisa de picardía—. Pero no pienso contestarle.

—Ajá. Una dama misteriosa…

—Una mujer siempre debe guardar algún secreto. Si no, está perdida.

—Realmente, tiene usted aspecto de joven indefensa.

—Siempre me lo han dicho. Por eso me encanta que me protejan.

Urania hablaba en tono insinuante, pero guardaba la distancia con el antebrazo extendido en la barra.

—Me temo que no podría protegerla demasiado. Soy nuevo aquí.

—Pues se maneja con mucho aplomo. ¿Nuevo en esta ciudad, o…?

—En este planeta —confesó—. Aún no estoy muy enterado de nada. Creo que me pierdo el sentido de la mitad de las conversaciones. Por ejemplo, antes de llegar he oído por la calle algo que me ha llamado la atención, como de… —Compuso un gesto de perplejidad—. No sé, se referían a algo que cayó del cielo.

El brillo en los ojos de Urania reveló que su disparo al azar se había acercado a algún blanco.

—En este sistema hay muchos cometas y fragmentos en órbitas bastante peligrosas —explicó—. Pero existe un sistema de intercepción. Es imposible que llegue a la superficie nada mayor que un puño.

—Y sin embargo… —aventuró Éremos.

—Sí, ya sé que la explosión de ayer se escuchó en todo el Tártaro.
—«¡Bingo!»
, se felicitó Éremos. Urania daba por sentado que él también había oído esa explosión. Al parecer, no sospechaba que fuese tan recién llegado—. Sin embargo, no creo que haya sido un meteorito. Podría tratarse de un accidente en una de las térmicas.

Éremos entrecerró los ojos. Aquél era un dato nuevo y desconcertante. La explosión de la que hablaba Urania no podía estar relacionada con llegada de la nave Tritónide, puesto que ésta debía haber caído en el planeta al menos una semana atrás. Y sin embargo, acaso fuese una pista.

—He estado hablando con un periodista y no me ha comentado nada.

—¿Con un periodista? No se referirá a Gaster, que andaba merodeando por aquí…

—Sí, creo que se llamaba así.

—No me extraña que no le comentase nada. Su periódico es muy malo, pero hasta resulta bueno para él. No es que llegue tarde a la noticia, es que ni siquiera se acerca.

Éremos siguió tanteando:

—Pues yo no creo que haya sido en las térmicas. Eso se habría sabido.

—¿Por qué? La número 5 está muy apartada. Aunque hubiese volado entera no se vería desde aquí, ni desde Euríalo… Como mucho, se habrían enterado en Cerbero o Dánae, y están lo bastante lejos para que aún no haya llegado el rumor.

—El rumor no, pero la noticia…

Urania negó con la cabeza y chasqueó la lengua.

—Es difícil que llegue, aunque no todos los periodistas sean tan ineptos como Gaster. —Se acercó un poco más y le miró con aire confidencial—. Sé que se ha prohibido hablar de ese asunto en cualquiera de los medios. Ni mencionarlo, aunque todo aquel que no estuviera sordo pudo enterarse perfectamente.

—¿Quién lo ha prohibido?

Ella se encogió de hombros.

—Los de arriba, ya se sabe. La Comisión, los burgraves… o todos al alimón.

Éremos se dio cuenta de que ella sabía más de lo que decía. Como casi todos los humanos, Urania tenía tendencia a presumir de informada y, por tanto, a hablar un poco más de la cuenta, pero era evidente que callaba algunas cosas.

—Todo el mundo tiene su teoría sobre la explosión, supongo. Usted parece bastante más despierta que ese Gaster. Algo me dice que no está muy convencida de que haya sido en una térmica.

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