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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (16 page)

BOOK: La mirada de las furias
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Sólo tienen moral los hombres en la sociedad. Y él no pertenecía a ningún tiempo ni lugar. Ni siquiera pertenecía al rostro recién afeitado que le miraba desde el otro lado. Cerró la puerta a aquellos pensamientos, se vistió y bajó las escaleras con su paso silencioso e ingrávido.

En la recepción le aguardaban cuatro hombres ataviados con ropas que revelaban cierta pretensión de uniformidad. Bajo la chaqueta del primero asomaba la culata plateada de una pistola, mientras que otro blandía un bastón neurónico al que, por el aspecto desgastado de su empuñadura, debía de haber dado mucho uso. También estaba el gorila que guardaba la puerta del casino la noche anterior, ya bastante armado con su hercúlea musculatura. Por último, el cuarto, un japonés de edad indefinible, llevaba ceñida una katana que acariciaba a ratos con un aire tan ceremonial como si de un momento a otro se dispusiera a hacerse el seppuku. Como los antiguos Argonautas, cada uno parecía especialista en un tipo de lucha diferente; pero todos llevaban el anillo escudo que distinguía a los hombres del Turco.

—Buenos días —saludó sin comprometerse.

El japonés le miró con severidad y silabeó:

—El señor Rye quiere verte.

—En ese caso, les acompañaré.

—Eso no lo dudes —recalcó el gigante. Éremos evaluó con gesto apreciativo el diámetro de su cuello bovino y asintió.

Salieron a la calle, donde los aguardaba un coche plateado y recargado de adornos, que proclamaban para todo el que quisiera darse cuenta que el Turco era la autoridad suprema en la ciudad de Tifeo. Le hicieron sentarse detrás, entre el gigante y el matón del bastón neurónico. La conductora, una atractiva mulata que era toda ojos y dientes blancos, le examinó un instante por la retropantalla y después se lanzó a las calles, maniobrando a velocidades desaforadas y apartando con indignados toques de claxon a los vehículos que se cruzaban en su camino. A pesar de los salvajes bandazos que daban en cada cruce y esquina, Éremos logró memorizar el camino y lo situó en el mapa de la ciudad que estaba empezando a dibujar en su mente.

Llegaron ante una casa de tres pisos, enjalbegada y rematada con dos discretos minaretes. Estaba rodeada por una tapia de ladrillo de unos tres metros, defendida en la parte superior con cristales que asomaban con la anarquía de los dientes de un anciano. El coche pasó por una verja que vigilaban dos matones acorazados y un bodak provisto de yugo de control, y aparcó en un patio de tierra junto a la puerta principal. Mientras lo cruzaban, Éremos examinó el jardín y los cuidados arriates que corrían junto a las paredes. Disimuladas entre las hojas contó dos cámaras de vídeo, aunque supuso que habría más.

Le condujeron a un despacho con ventanas de tornasol, que en aquellos momentos filtraban un suave baño de ámbar, y le hicieron sentarse ante una mesa tallada en madera verdosa de gruesos nudos. Un sillón de cuero presidía la estancia, vacío como una boca interrumpida a mitad de la frase. Sus escoltas se quedaron detrás de él.

Pasó casi una hora, en la que Éremos apenas movió una pestaña. Por los movimientos y respiraciones que captaba a su espalda, se dio cuenta de que eran los matones quienes empezaban a ponerse nerviosos. Por fin se abrió la puerta y entró alguien que pisaba con la ambigüedad de un felino. El recién llegado entró en el campo visual de Éremos y ocupó su sillón.

Cassius Rye, el Turco, era un hombre de mediana estatura, con una calva atezada y bruñida y un bigote tan fieramente negro como los ojos que examinaban a Éremos. Tenía cierto aspecto de corsario berberisco, lo cual explicaba su apodo. Estaba masticando granos de una planta aromática, cuyo olor similar al del café recordó a Éremos que no había desayunado. Con una mano cuidada y de dedos aguzados, el Turco se acarició el mentón y esbozó una sonrisa, que no tardó en borrársele al darse cuenta de que era incapaz de aguantar la mirada de su prisionero.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó con el tono neutral del juez que había sido.

—Jonás Crimson.

—¿Qué hace en Radamantis?

—Se me acusa del asesinato de mi esposa.

—¿Se le acusa? ¿Quiere decir que no lo cometió?

—Nuestra relación no era perfecta, pero jamás hubiera tomado una medida tan drástica.

El Turco soltó una seca carcajada.

—Si alguien matara a mi mujer, lo enviaría a Síbaris a pensión completa por cinco cones. ¡Que no se entere ella! —Cambió súbitamente de tono y añadió—: ¿Cuándo llegó a Radam?

—Ayer.

Rye entrelazó sus dedos sobre la mesa y estrechó los párpados, gesto que hacía aún más opaca su mirada.

—Hasta ahí dice la verdad. Espero, por su bien, que siga así. Creo que se las arregló para convencer a Schmelz de que era más conveniente soltarlo en Tifeo que llevarlo a las térmicas, como se hace con todos los recién llegados.

—Más o menos fue así.

—Luego le sacó dinero a una maestra. No sé cómo se las apañó, pero se ve que es usted una persona muy convincente.

Éremos hizo un movimiento casi imperceptible con las cejas, el nanoequivalente de un encogimiento de hombros.

—Desde la antigua Grecia se ha considerado el de la persuasión como un arte noble.

—¿Y cuando estuvo anoche en mi casino también persuadió a todos para que le dejaran ganar?

—Eso ya no me hubiera parecido ético. Pero la fortuna estuvo de mi parte.

—Ya, la fortuna… —El Turco cruzó los dedos sobre la mesa y se retrepó en el sillón antes de proseguir—. Le voy a explicar algo, señor Crimson: Aunque fuera de este planeta haya gente que crea que vivimos en una especie de jaula de lobos o de perros de presa, en Radam existe una sociedad con sus reglas y convenciones. Incluso podríamos decir que, aunque sean recientes, tenemos hasta nuestras tradiciones. —El Turco adelantó la cabeza y miró a Éremos con expresión didáctica—. Una sociedad sin raíces a las que aferrarse se desintegra enseguida, ¿me sigue?

—De cerca.

—En Radam recibimos un flujo continuo de nuevos inmigrantes, que representan un porcentaje muy alto para nuestra población. La única manera en que podemos resistir el choque de… humm… digamos novedad, es hacernos aún más rígidos en nuestras normas.

Éremos asintió con aire grave.

—Me parece del todo razonable.

—¿Sí? Me alegro de que lo comprenda. Pero no puedo sentirme satisfecho con su actitud. Usted empezó a saltarse normas en cuanto los policías del GNU lo dejaron de la mano. Todos los recién llegados, todos, y eso me afectó a mí en su día, sirven tres meses en las térmicas para ganarse el respeto del resto de la sociedad. No es algo que se considere ofensivo ni servil: el que sale de las térmicas es recibido con los brazos abiertos entre nosotros, porque ha cumplido una tarea penosa pero necesaria para los demás.

Éremos estuvo a punto de decir que se sentía conmovido, pero, aunque el Turco parecía aficionado a usar la ironía, ignoraba qué tal apreciaría la ajena.

—Lamento haber incumplido un precepto. Creí entender que se trataba simplemente de un contrato, así que propuse al señor Schmelz otro más ventajoso para ambas partes.

—Schmelz tiene el cerebro en el culo. —Rye, cuya dicción revelaba por otra parte una esmerada educación, se regodeó recalcando la obscenidad de la última palabra—. Hay quien pierde el seso en cuanto ve un puñado de créditos delante de los ojos. Aunque usted fuera capaz de cumplir ese convenio con él, imagínese lo que pasaría si cundiera el ejemplo entre todos los recién llegados. El amigo Schmelz ya tendrá tiempo de compensar su error. En cuanto a usted, le diré cuál es el primer precepto que ha infringido: cuando alguien llega nuevo a un sitio, no intenta pasarse de listo. Hay que ser más humilde, señor Crimson.

—Trataré de tenerlo en cuenta. Pero, si me permite, debo decirle que mi error es disculpable precisamente por ser un recién llegado que aún ignoraba sus… tradiciones.

El Turco sacudió la cabeza, con la sonrisa satisfecha del maestro que ha pillado en un renuncio al empollón de la clase.

—No sé si lo sabrá, pero fui juez antes de venir a Radam y condené a más de un pícaro que alegaba lo mismo que usted. Dice un viejo precepto legal que la ignorancia de la ley no exime de su cumplimiento. O, por usar otro tipo de expresión, si no quieres que te ataquen desde el Nahb, mantén tus cuatro ojos abiertos. Usted ha llegado ayer y se las ha arreglado para librarse de las térmicas, conseguir dinero y ropas y enterarse de quién soy yo. Supongo que, si le hubiéramos dejado solo, no habría tardado en llegar aquí por sus propios medios.

—Tal vez —reconoció Éremos.

—Comprenderá que alguien tan rápido es un peligro.

—¿No les gusta la gente con iniciativa?

—Nada en exceso, señor Crimson. —Un precepto muy apolíneo para un hombre muy dionisíaco, se dijo Éremos—. Hasta una sobredosis de iniciativa puede ser perjudicial. En Radam la situación se mantiene en un precario equilibrio, y debemos velar para que siga así. Usted es tal vez sólo una piedrecilla, pero demasiado pesada para la balanza.

De pronto pareció perder interés en él. Volvió a repantigarse en el sillón, se pasó la mano por la calva con el mimo de quien lustra la plata y con un gesto de la otra mano indicó a los matones que lo sacaran de allí. Éremos, obligado a ponerse en pie por la rocosa zarpa del gigante, estudió la situación. Aunque aquellos cuatro parecían tipos peligrosos, probablemente criminales de la peor ralea antes de llegar a Radamantis, tal vez si aguardaba el momento propicio conseguiría escabullirse de ellos. Sin embargo, le repugnaba de alguna manera. En su interior se restaba un punto de habilidad cada vez que recurría a la violencia física existiendo otras opciones. Eso sin contar con que un error de cálculo le hiciera apartarse demasiado tarde de la trayectoria de una bala.

Cuando iba a salir, recordó una expresión del Turco.
«Si no quieres que te ataquen desde el Nahb…»
Aquél era un dicho del kraul, un juego para el que pocos cerebros estaban capacitados, y cuyos aficionados se reconocían y apreciaban entre sí como iniciados de una secta.

—¿Es usted jugador, señor Rye? —preguntó, volviéndose pese a la oposición del gigante que lo sujetaba por el codo. El Turco indicó a sus hombres que esperaran y preguntó con la expresión del gato que tiene atrapado al ratón entre sus garras:

—No me diga que quiere jugarse su vida a las cartas. Ya me he enterado de que anoche ganó unos cuantos créditos al póquer.

—El póquer es un juego divertido y tiene su interés, pero en él el azar interviene demasiado para mi gusto. Siempre he preferido los juegos intelectuales, como el ajedrez, el kraul…

El Turco pareció súbitamente interesado. Con la mano derecha —sus manos eran augures de sus palabras y nunca reposaban— le indicó que volviera a acercase a la mesa.

—¿Sabe usted jugar al kraul?

—Digamos que me defiendo bien en el Tard, la Gashe y el Sindo, y que de vez en cuando hago incursiones por el Nahb.

Aquél era un nivel de juego apreciable, que sin duda despertaría la curiosidad del Turco. Había pocas personas que supieran manejarse en el Sindo, la tercera dimensión, y muchas menos que se movieran con un mínimo de garantías por la cuarta, el Nahb. Un jugador de este grupo selecto no podía renunciar a enfrentarse con otro.

—Es una lástima que ya no tenga tiempo para dedicarle, señor Crimson. Hubiera sido un placer jugar a esa delicia de la razón.

Éremos interpretó que la sonrisa del Turco era de complicidad; aunque ya se había dado cuenta de que estaba ante una personalidad mercurial y veleidosa y de que debía tantear cada pisada.

—Coincido en que es una verdadera lástima, porque mi último deseo sería jugar una partida de kraul.

—¿Su último deseo? ¡Qué dramático, señor Crimson! ¿Alguien le ha dicho que iba usted a morir?

—Mi condición humana. Todos estamos destinados a morir, tarde o temprano.

El Turco soltó una carcajada y se levantó.

—Me empieza a gustar usted, señor Crimson. Me da la impresión de que, en el fondo, también es un amante de las tradiciones. Venga conmigo. Si es capaz de ganarme una partida, puede que me piense si posponer su cita con la eternidad. Ahora, que si me hace perder el tiempo…

Pasaron a una sala contigua, una biblioteca en cuyos anaqueles se amontonaban al menos dos mil libros auténticos, todo un tesoro para aquellos tiempos. Acompañados por el sempiterno cortejo de matones, se sentaron enfrentados en una mesa-ordenador. El Turco tendió a Éremos las or-gafas y le explicó cómo manejar aquel modelo de sillón. Después dio orden verbal de arrancar el sistema y empezar el juego.

Con las or-gafas, Éremos se sumergió en el mundo del kraul, en sus geometrías abstractas y sus fantasmales colores de neón: el arcoiris de las piezas, las líneas verdes del Tard, las rojas de la Gashe, las ocasionales columnas azules que conectaban con el Sindo. El Nahb era invisible a menos que iniciara la proyección en 4—D. Éremos pasó revista a sus tropas y gastó algunos puntos modificando su disposición. ¿Dónde se encontraba su enemigo? Era lo primero que debía averiguar. El ordenador que dirigía el juego utilizaba un programa en parte aleatorio: el ejército de su contrincante podía encontrarse en cualquier cuadrante… siempre que no hubiese trucado el programa. Pero sólo personas con un código 1 podían entrar hasta tal punto en él. Éremos había comprobado con alivio que en sus veinte años de siesta criónica no se había derogado la norma universal 2064 de niveles de protección informática; por fortuna para él, que, conocedor de un código Cero, disponía de una gran ventaja sobre casi todos los demás usuarios informáticos.

—Puede empezar. —Era la voz del Turco, que le llegaba distorsionada a través de los auriculares de las or-gafas.

Éremos envió un explorador por la Gashe, un movimiento más bien convencional. Prefería desarrollar un juego conservador hasta descubrir cómo se desenvolvía el Turco. Era de suponer que lograría derrotarlo, a no ser que fuera un genio del kraul, pero no quería hacerlo por demasiado margen; no parecía conveniente humillar a alguien tan abiertamente orgulloso de su inteligencia.

Al cabo de diez movimientos, aún andaban lejos de saber dónde se encontraba cada uno. Éremos recordaba sin dificultad las maniobras de su rival, y, aunque no supiera de dónde partían, eso le hacía conjeturar con ciertas garantías cuál era su ubicación relativa en la retícula 4—D. También suponía que Rye, como buen jugador, sería capaz de retener en la memoria sus movimientos, al menos hasta quince.

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