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Authors: Javier Negrete

Tags: #Colección NOVA, nº 93

La mirada de las furias (43 page)

BOOK: La mirada de las furias
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—En cierto modo… sí.

—Eso es una abominación… Perdone, no quería decir…

—Tranquila, la palabra «abominación» es la preferida de Anne cada vez que se refiere a nuestro hombre. Supongo que tienes razón: en un momento dado me di cuenta de que estaba jugando a ser Dios, y este universo es ya bastante caótico con uno solo. Por eso destruí mi laboratorio y me aparté de la circulación, y ahora sólo me adentro en parajes menos siniestros de la medicina. —Intentó suspirar, pero más bien le salió un silbido asmático—. Sin embargo, no puedo dejar de ver a Éremos como una maravillosa creación. No me hace ninguna gracia que lo maten.

Clara se estremeció.

—¿Por qué lo van a matar?

—Procuro hacer todo lo que está en mi mano para evitarlo, pero no soy quien decide. Anne no es muy proclive a mantenerlo con vida, y para qué hablar de Puelles. Para él no deja de ser un agente de la Honyc, un enemigo.

—¿Van a aprovecharse de él y luego tirarlo a la basura?

—Así funcionan estas cosas. En cierto modo es justo: Éremos ha tomado muchas vidas y ahora le toca el turno.

Clara miró al geneto, enredado con Miralles en la maraña de cables, y cerró los ojos. Cuando lo hacía sólo veía al hombre fascinante con el que había compartido aquel postre, con el que había bailado en la oscuridad de la sala. ¿Por qué había huido de ella cuando se le declaró en Adagio? Su reacción había sido de miedo, impropia de un superhombre genético.

—¿De verdad cree que es incapaz de sentir?

—Desde luego que no. ¿A qué llamamos sentir? Recibimos estímulos del exterior, producimos en nuestro interior unas sustancias y reaccionamos en consonancia. El hace lo mismo, a su manera. Pero es capaz de controlar sus reacciones para que sirvan tan sólo a sus fines, mientras que los humanos normales experimentamos a menudo sensaciones contradictorias y casi siempre hacemos lo que nuestra razón no quiere o lo que nos resulta menos conveniente.

—El problema es cuáles son los fines de Éremos.

—Su fin primario es sobrevivir, y para eso tiene que obedecer las órdenes de la compañía. Lo educamos para que se viera a sí mismo como un ser distinto entre los humanos. Es como un lobo entre ovejas, más poderoso, pero también solo. —«
Éremos el solitario
», musitó Clara—. Al encontrarse diferente y único, le es imposible sentir compasión por sus semejantes… por los que él no considera sus semejantes. En realidad, él no tiene la culpa de ser como es. Fue diseñado desde su concepción hasta su educación.

«
Pero hay algo más
», objetó Clara en su interior. Éremos era un hombre capaz de apreciar la belleza. ¿Y acaso no se consideraba semejante de sus admirados griegos? Sintió compasión por el asesino de la Honyc, enterrado en antiguos textos para buscar, entre crimen y crimen, los vestigios de su humanidad. Y entonces recordó aquella primera y última clase, tantos años atrás. ¿Es el poder el único fundamento de la moral? Aquel genio que ahora trabajaba fundido con el ordenador aún no había encontrado la respuesta.

«Ojalá pudiera yo ayudarte a encontrarla»
, deseó en silencio, y luego se repitió:
«Ojalá pueda, ojalá pueda.»

Cuando cayó la noche sobre Tifeo, Cassius Rye había recobrado el control de la situación, a costa de inundar de sangre las calles de la ciudad. El parque Stockwell había sido el campo de batalla principal. En lo que había sido el rincón más hermoso de Tifeo sólo quedaban árboles derribados, restos de hierba ennegrecidos por el fuego, enormes boquetes en el suelo y un montón de cadáveres para abonar un dudoso resurgir de la vegetación. Pero de los hombres de Maldini, aquella descolorida y clónica imitación de la raza aria, no había quedado ni uno de muestra; los refuerzos enviados por Sharige se habían retirado diezmados hacia su ciudad; y el propio Maldini había sido el plato principal en la cena de Maika y Turo, los progenitores del bodak que había perdido en el Lusitania.

Sentado en su despacho, el Turco se sirvió una copa de coñac mientras examinaba el último informe. Le quedaban siete deslizadores en buen estado, cinco vehículos acorazados de tierra que de poco le servirían en caso de un ataque aéreo general, y treinta y ocho hombres en un estado más o menos aceptable para empuñar las armas. Con esos efectivos podía mantener el control sobre su ciudad, pero si el resto de los burgraves se unían contra él no podría hacer demasiado. Sharige —bastante contento debería estar el bastardo de haber salido con vida del Lusitania— acababa de pactar con él una tregua para que ambos bandos pudieran rendir los honores debidos a sus difuntos. De los demás burgraves con los que había hablado, la mayoría se habían lavado las manos aduciendo que era una reyerta privada entre Sharige y él, tres le habían injuriado y amenazado y otros cuatro le habían jurado su apoyo incondicional. Eran éstos de los que menos se fiaba.

—La cuestión —se repitió, mientras se acariciaba pensativo la frente— es si esperarán a que salga el sol antes de venir.

En la puerta sonaron tres suaves toques. Rye asintió y las hojas de roble importado se abrieron obedientes a su gesto. Mashita, que tras la muerte de Bantam era su hombre de confianza, avanzó cinco pasos, se detuvo respetuoso ante la mesa verde del burgrave e hizo una reverencia con la cabeza.

—¿Sí?

—Su mujer y su hijo ya están a salvo en el domo de un vestigator. Tan sólo Fahl y yo conocemos su paradero.

—Muy bien. Con el flanco más débil cubierto, podemos pisar firmes. —Tuvo una súbita inspiración hospitalaria—. Siéntate, Mashita. Debes estar cansado. ¿Quieres una copa?

Mashita vaciló unos segundos, mientras acariciaba el mango de su katana y trataba de escrutar en la expresión de su jefe si convenía aceptar o no la invitación. El Turco sonrió, sabedor del desconcierto que provocaba y cultivaba entre sus propios hombres.

—Insisto, siéntate.

Mientras Mashita obedecía, Rye se levantó para sacar del mueble bar la botella y otra copa, que sirvió con una dosis generosa. Se la ofreció a su subordinado y preguntó:

—¿Qué crees que deberíamos hacer ahora?

—¿Hacer? Señor Rye, yo no me atrevería a sugerir…

—¿Cómo no? Las sugerencias siempre son aceptadas; otra cosa es la decisión que yo tome.

Mashita dio un trago demasiado largo para apreciar la calidad de la bebida y contestó:

—No me tome por cobarde, señor Rye, pero en mi opinión corremos peligro mientras permanezcamos aquí. El vestigator Luwt me ha sugerido una plataforma escondida, al sur de Eaco, donde podríamos escondernos unos días, hasta ver en qué queda la situación. Después volveríamos y…

—¿Estás sugiriendo que el burgrave de Tifeo abandone su propia ciudad con el rabo entre las piernas y deje a toda esta pobre gente a merced de ese buitre carroñero de Sharige?

El Turco había hecho la pregunta con la más educada de las voces y una sonrisa que anticipaba la picadura. Mashita volvió a beber.

—Por supuesto, señor Rye, decida usted lo que decida yo estaré a su lado…

—Como tú dices, por supuesto. Confío en que…

Hubo un zumbido en la mesa del despacho. Rye conectó el intercom y preguntó qué pasaba.

—Alguien ha traspasado el perimetro, señor Rye —le informó el guardia de la garita sur—. He disparado contra él, pero me temo que se ha escapado entre los setos.

—¡Maldición! Hemos resistido los ataques de un batallón entero y ahora dejáis que se os cuele un solo intruso. Soltad a los bodakes.

—A la orden, señor Rye.

El Turco se levantó de su asiento y abrió el armario en el que guardaba la Coronet, su arma favorita. Más satisfecho al sentir en su mano el peso de la pistola, salió del despacho mientras daba órdenes precisas a Mashita. Un minuto después estaba en el patio interior, el corazón de su casa, acompañado por tres de sus hombres y consultando una proyección de las cámaras infrarrojas. En la imagen tratada no se veía más movimiento que el de los bodakes recorriendo el jardín con sus prodigiosos saltos.

—¿No habrá soñado ese idiota que ha visto algo? ¿Quién está en la garita sur?

—Es mi hermano, señor Rye —respondió Álvarez, un hombrecillo moreno y delgado, mucho más peligroso de lo que su aspecto hacía pensar—. Carlos es de confianza: si dice que ha visto algo, es que lo ha visto.

—Pues casi preferiría que no fuese tan de confianza. No estaría mal que pudiéramos irnos a dormir después de un día como el de hoy.

Los hombres esbozaron sonrisas cautelosas, inseguros del talante de su jefe. A Rye le daba igual; lo cierto era que tenía un humor de perros, y cuando estaba así le gustaba hacer la vida imposible a los demás.

La imagen de las cámaras se desvaneció, y después se apagaron todas las luces de la casa. Entre maldiciones ahogadas, Alvarez sacó un mechero y lo encendió, pero su luz no duró más que unos segundos. El cristal de tornasol que techaba el patio cortaba el paso a la luz del firmamento nocturno, que en otras circunstancias habría bastado para distinguir al menos dónde se encontraban. Pero sin corriente no era posible cambiar la polarización del cristal.

—Que alguien vaya a buscar una linterna —susurró el Turco—. Tú mismo, Mocking. Y los demás, quietos y en silencio. Que nadie dispare si yo no lo ordeno.

Rye fingía una calma que estaba lejos de sentir. Había pasado las últimas cuarenta y ocho horas entre disparos y explosiones y el cirujano había tenido que coserle dos heridas, pero en el fragor del combate la adrenalina fluía generosa por las venas y alejaba el miedo. Ahora se encontraba en su propia mansión, a oscuras y en silencio, y de pronto se sentía encerrado en un campo de batalla ajeno.

«¿Quién puede entrar así en mi casa?»
, se preguntó. Éremos, pensó, y sólo se le ocurría el nombre del geneto, pero no podía creer que viniera por él.

—Mocking, maldición, ven ya con la linterna… —masculló. Podía oler el miedo en la transpiración de sus hombres.

Sonaron pasos en el corredor que venía de la biblioteca y un haz de luz recorrió el suelo del patio. Rye respiró aliviado, pero su ira estalló cuando aquel estúpido de Mocking les alumbró directamente a los ojos.

—¡Aparta eso, cretino! ¡Nos estas deslumbrando!

—Perdón, señor…

En una larguísima décima de segundo, Rye entrevió tras el foco de luz un movimiento que no era el de Mocking. Las disculpas de éste murieron en un estertor borboteante y la linterna salió volando al otro extremo del patio, donde su luz se extinguió entre ruido de cristales rotos.

—¡Disparad!

Rye obedeció su propia orden y vació el cargador apuntando hacia el corredor. A la luz intermitente de las ráfagas, pudieron ver el cuerpo de Mocking sacudiéndose como un títere bajo un foco estroboscópico, sostenido en pie por el impacto de las balas.

—¡Alto el fuego!

El cuerpo de Mocking se desplomó en el suelo y el silencio volvió a reinar, tan repentino como los estampidos que un segundo antes lo habían taladrado. Los cuatro hombres que quedaban en el patio apuntaban a las sombras, espalda contra espalda, pero no había nada que ver u oír. Rye pensó que el patio era una ratonera y dio orden de salir. EI mismo había diseñado los planos de su laberíntica mansión, y aun a oscuras encontró el pasillo que llevaba hacia la puerta del jardín. Pero pronto se dio cuenta de que había dejado rezagados a sus hombres. Se dio la vuelta y llamó en susurros. No hubo respuesta. Volvió a llamar.

—Voy a por ti, Turco —contestó una voz de mujer, que bien podría haber sido la de un áspid—. Voy a llevarle tu cabeza a tu amigo Crimson como regalo antes de matarlo.

Rye vació su segundo cargador disparando hacia el frente, y después huyó por el pasillo presa de un pánico que no había sentido en los peores momentos de la refriega del Lusitania. Calculó mal las distancias en un recodo y se empotró en un mueble esquinero, maldijo a su mujer por haberlo puesto allí, estuvo a punto de resbalar con los restos del jarrón chino que había destrozado y siguió corriendo por el pasillo. La puerta que daba al jardín estaba candada y la cerradura, sin fluido eléctrico, no obedeció a su voz. Introdujo el tercer cargador y disparó, destrozando el cerrojo. Acabó la tarea con el hombro y cayó rodando por los escalones que llevaban al jardín. Los ligamentos de su rodilla izquierda ardieron de dolor, pero se levantó y corrió hacia el plátano que había hecho plantar cerca de la salida oriental.

—¡¡A mí la guardia!!

Su propio grito le pareció indigno del burgrave de Tifeo, pero no tenía otro medio para que las órdenes llegaran a sus hombres. Al difuso resplandor del cinturón zodiacal, vio cómo por la misma puerta que él había derribado salía una sombra ligera y silenciosa. Abrió fuego de nuevo, pero la silueta había desaparecido detrás de una fuente. Junto a ella había un macizo de flores locales, otro posible escondrijo. Rye volvió a maldecir por no haber dejado el jardín completamente pelado y disparó contra las flores. Así vació su tercer y último cargador, y cuando la figura flexible de la mujer salió de detrás de la fuente ya no tenía más posibilidad que tirarle la Coronet.

Ella se detuvo a unos pasos y levantó una espada sobre su cabeza. Iba vestida con un mono negro y sólo se veía su sonrisa, blanca incluso en la noche. Rye era incapaz de moverse: cada pierna parecía que quisiera huir hacia un lado, y juntas anulaban toda decisión.

—Me han pedido tu cabeza, Turco, y será tu cabeza lo que me lleve. Dale gracias a ese japonés por haberme regalado su katana: el corte va a ser más…

Un chirrido interrumpió las palabras de la mujer. Rye jamás habría pensado que iba a encontrar resonancias tan dulces en la llamada de ataque de un bodak. Miró a su derecha y allí distinguió la silueta de Maika, la hembra, agazapada para saltar a unos diez metros de ellos. La distancia favorita de un bodak para caer sobre su presa. El Turco sonrió y sus dientes de corsario berberisco relucieron en la oscuridad.

—El corte de los espolones de un bodak sí que es limpio, señorita. Ahora, como me temo que Maika no está acostumbrada a su olor…

Rye captó de reojo el movimiento de Maika. Por sí solos, sus ojos se desplazaron a la derecha y acompañaron en un veloz barrido el salto del bodak. Pero cuando ojos y bestia volvieron a posarse en el suelo, la mujer ya no estaba donde debía estar. Rápida como el mismo bodak, se había desplazado un paso atrás para recibirlo con un restallante giro de cintura. La mente de Rye, más lenta que su vista, tardó unos segundos en darse cuenta de que el cadáver partido en dos era el de la bestia y de que la figura que había quedado en pie era la de la mujer.

BOOK: La mirada de las furias
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