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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (40 page)

BOOK: La krakatita
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«¡A Grottup!».

LII

Los caminos del mundo se retuercen de un modo curioso. Si sumaras todos tus pasos y tus viajes, ¡qué intrincado dibujo resultaría! Porque con nuestros pasos dibujamos nuestro propio mapa de la tierra.

Era ya de noche cuando Prokop se plantó ante la valla enrejada de la fábrica grottupiana. Era un extenso campo lleno de edificios, iluminado por las nebulosas esferas de farolas arqueadas. Todavía había luz en una o dos ventanas. Prokop introdujo la cabeza entre los barrotes de la verja y gritó: «¡Hola!». Se acercó un portero, o un vigilante.

—¿Qué es lo que quiere? No se puede pasar al interior.

—Disculpe, ¿está todavía ahí el ingeniero Tomeš?

—¿Qué quiere de él?

—Debo hablar con él.

—… El señor Tomeš está aún en el laboratorio. No puede hablar con él.

—Dígale… dígale que le está esperando su amigo Prokop…, que tiene que darle algo.

—Aléjese de la verja —refunfuñó el hombre, y llamó a alguien.

Después de un cuarto de hora llegó corriendo a la verja alguien con una larga bata blanca.

—¿Eres tú, Tomeš? —lo llamó Prokop a media voz.

—No, soy el técnico de laboratorio. El señor ingeniero no puede acudir. El señor ingeniero tiene entre manos un trabajo importante. ¿Qué es lo que desea?

—Debo hablar con él sin falta.

El técnico, un hombrecillo corpulento y vivaz, se encogió de hombros.

—Disculpe, es imposible. El señor Tomeš hoy no puede ni por un segundo…

—¿Están fabricando la krakatita?

El técnico resopló con desconfianza.

—¿A usted qué le importa?

—Tengo que… prevenirle de algo. Debo entregarle algo.

—Puede dármelo a mí. Yo se lo llevaré.

—No, yo… se lo daré únicamente a él. Dígale…

—Entonces se lo puede quedar. —El hombre con la bata blanca dio media vuelta y se marchó.

—¡Espere! —lo llamó Prokop—. Dele esto. Comuníquele… comuníquele… —Sacó del bolsillo el famoso sobre abultado y se lo dio a través de la verja. El técnico lo cogió entre sus dedos con suspicacia, y Prokop se sintió como si acabara de romper algo—. Dígale que… que lo estoy esperando aquí, que le ruego que… ¡que venga!

—Se lo daré —dijo cortante el técnico, y se marchó.

Prokop se sentó en un guardarruedas. Al otro lado de la verja se erguía una sombra silenciosa que lo vigilaba. Era una noche húmeda: las ramas desnudas se extendían entre la niebla, pegajosa y fría. Después de un cuarto de hora alguien se acercó a la valla; era un chico pálido y trasnochado con la cara como un requesón.

—El señor ingeniero le manda el recado de que se lo agradece en el alma, que no puede venir, y que no hace falta que se quede esperando —lo despachó mecánicamente.

—Espere —dijo entre dientes Prokop con impaciencia—. Dígale que tengo que hablar con él. Que… que está en juego su vida. Y que le daré todo lo que quiera si… si me manda el nombre y la dirección de la dama de parte de la cual era el sobre que le he traído. ¿Me ha entendido?

—El señor ingeniero sólo ha dado el recado de que se lo agradece muchísimo —repitió somnoliento el chico—, y que no hace falta que se quede esperando…

—¡Al diablo! —Prokop hizo rechinar los dientes—. Dígale que venga, en caso contrario no me moveré de aquí. Y que detenga el trabajo, o… o esto saltará por los aires, ¿me entiende?

—Disculpe —dijo el chico, obtuso.

—¡Que… que venga! Que me dé esa dirección, sólo la dirección, y… que después le dejaré todo, ¿lo ha entendido?

—Sí, disculpe.

—Entonces váyase, váyase rápido, por todos…

Esperó acuciado por una impaciencia escalofriante. «¿No es eso… no es eso el sonido de unos pasos en el interior?». Se le vino a la mente la imagen de Daimon, ceñudo, con sus labios violáceos torcidos, contemplando las chispas azules de su estación de radio. ¡Y ese imbécil de Tomeš que no venía! «Está tramando algo allí, allí, donde brilla esa ventana iluminada, y no sabe que está siendo bombardeado, que con manos presurosas está activando una mina bajo sus propios pies… ¿No es eso el sonido de unos pasos? No viene nadie».

Una fuerte tos sacudió a Prokop. «¡Te daré todo, demente, tan sólo con venir a decirme su nombre! Ya no quiero nada; no quiero más que encontrarla. ¡Renunciaré a todo, déjame sólo una única cosa!». Contemplaba fijamente el vacío: ahí estaba, embozada en su velo, junto a sus pies hojas secas, pálida y extrañamente seria en esta adormecida oscuridad. Las manos juntas sobre el pecho (ya no tenía el sobre) y clavaba en él sus profundos ojos. La fría llovizna le perlaba el velo y el abrigo de piel. «Fue usted inolvidablemente amable conmigo», dijo en voz baja y ahogada. Prokop levantó los brazos hacia ella; lo quebró una tos furibunda. «¡Ooh!, ¿cómo es que no viene nadie?». Se abalanzó sobre la verja para saltarla.

—Quédese ahí quieto, o disparo —gritó la sombra tras la valla—. ¿Qué es lo que quiere?

Prokop soltó la verja.

—Por favor —ronqueó desesperado—, … dígale al señor Tomeš… dígale…

—Dígaselo usted mismo —lo interrumpió la voz sin demasiada lógica—; pero váyase ya.

Prokop se sentó en el guardarruedas. «Puede que Tomeš venga cuando fracase de nuevo. Seguro, seguro que es incapaz de descubrir cómo fabricar la krakatita. Después vendrá él mismo y me hará llamar…». Estaba sentado, encorvado como un suplicante.

—Escuche —dijo—, le daré… diez mil si… si me deja entrar.

—Haré que lo arresten —gruñó la voz, abrupta y sin posibilidad de réplica.

—Yo… yo… —tartamudeó Prokop—, yo sólo quiero saber la dirección, ¿sabe? Yo sólo quiero… saber… ¡Le daré todo si me la facilita! Usted… usted está casado y tiene hijos, pero yo… yo estoy solo… y sólo quiero encontrar…

—¡Cállese! —increpó la voz—. Está usted borracho.

Prokop se calló y meció su cuerpo sentado en el guardarruedas. «Debo esperar», pensó ofuscado. «¿Por qué no viene nadie? Le daré todo, incluso la krakatita, incluso todo lo demás, sólo con que… "Fue usted inolvidablemente amable conmigo". No, dios me libre: yo soy un hombre malvado. Pero usted, usted ha despertado en mi alma el sentimiento de la amabilidad. Habría hecho cualquier cosa cuando me miró; lo ve, por eso estoy aquí. Lo más hermoso de usted es que tiene sobre mí el poder de hacer que la sirva. Por eso, me oye, ¡por eso debo amarla!».

—¿Qué es lo que le ocurre ahora? —echaba pestes la voz al otro lado de la valla—. ¿Se va a callar de una vez?

Prokop se levantó.

—Por favor, por favor, dígale…

—¡Le voy a echar los perros!

Una figura blanca se acercó morosa a la valla con el ascua encendida de un cigarrillo.

—¿Eres tú, Tomeš? —llamó Prokop.

—No. ¿Aún está usted aquí? —Era el técnico—. Pero hombre, está usted loco.

—Disculpe, ¿va a venir Tomeš?

—No tiene la más mínima intención —dijo el técnico despectivamente—. No le necesita. En un cuarto de hora tendremos lista la krakatita, y después,
¡gloria victoria!
[60]
, después me emborracharé.

—Por favor, dígale que… ¡que me dé esa dirección!

—Eso ya se lo ha comunicado el chaval —dijo despreciativo el técnico—. El señor ingeniero ha dicho que le zurzan. No va a dejar a medias el trabajo, ¿no? Ahora, cuando está en lo mejor. En realidad ya lo tenemos, y ahora sólo…, y listo.

Prokop emitió un grito de terror.

—¡Corra a decirle… rápido… que no conecte las ondas de alta frecuencia! ¡Que se detenga! ¡O… o sucederá algo…! ¡Corra, aprisa! Él no sabe… él… él no sabe que Daimon… ¡Por dios, deténgalo!

—Ja —el técnico soltó una risa corta—. El señor Tomeš sabe bien lo que tiene que hacer. Y usted… —En ese momento voló a través de la verja la colilla encendida—. ¡Buenas noches!

Prokop saltó hacia la valla.

—¡Manos arriba! —bramó en el interior la voz; y a continuación sonó el penetrante pitido del silbato del vigilante. Prokop se dio a la fuga.

Corrió por la carretera, saltó la cuneta y corrió por un prado mullido; iba dando trompicones por los sembrados, cayó, se levantó, y siguió corriendo. Se detuvo con el corazón latiéndole como loco. A su alrededor sólo niebla y campos desiertos. «Ahora ya no me atraparán». Aguzó el oído: reinaba el silencio, sólo se escuchaba su respiración jadeante. «Pero, ¿y si… y si salta Grottup por los aires?». Se agarró la cabeza y siguió corriendo; se resbaló en una profunda hondonada, salió de ella arrastrándose a duras penas, y saltó, renqueante, a través de los campos arados. Se reavivó el dolor de la antigua fractura y unas agudas punzadas asediaban su pecho. Era incapaz de continuar; se sentó en un frío lindero y contempló Grottup, brillando brumosa con sus farolas arqueadas. Parecía una isla de luz en medio de unas tinieblas sin fin.

Reinaba un silencio estremecedor, asfixiante; y sin embargo en un radio de miles y miles de kilómetros se estaba desarrollando un ataque terrible y sin descanso: Daimon, en su Montaña Magnética, dirigía un bombardeo ininterrumpido sobre el mundo entero, sigiloso como un espectro. Con oscilaciones de varias millas, las ondas se abrían camino volando por el espacio para interceptar y aniquilar cualquier resto de krakatita sobre la superficie de la tierra. Y allí, en la profundidad de la noche, en medio de aquella pálida inundación de luz, estaba trabajando un hombre contumaz, desequilibrado, inclinado sobre un misterioso proceso de transformación…

—¡Tomeš, cuidado! —gritó Prokop; pero su voz se perdió en la oscuridad como cuando una mano infantil arroja una piedra a un pozo.

Se levantó de un salto, temblando de miedo y de frío, y huyó lejos, simplemente lejos de Grottup. Se empantanó en un cenagal y se detuvo: ¿eso no había sido una explosión? No, silencio. En un nuevo ramalazo de pánico, Prokop corrió cuesta arriba, tropezó, se dejó caer de rodillas, volvió a ponerse en pie de un salto y siguió corriendo. Desapareció en la maleza: iba a tientas, se abría paso a ciegas, se escurrió y cayó al suelo; se levantó, se enjugó el sudor con las manos ensangrentadas y siguió huyendo.

En medio de un campo encontró un objeto claro. Lo palpó: era una cruz derribada. Respirando con dificultad, se sentó en la peana vacía. La nebulosa riada sobre Grottup estaba ya lejos, muy lejos en el horizonte: era sólo un débil resplandor sobre la tierra. Prokop dejó escapar un profundo suspiro de alivio: nada, silencio; así que el experimento de Tomeš quizás hubiera fracasado y no tendría lugar aquella hecatombe. Escuchó acongojado en la distancia: nada, sólo el frío goteo del agua en un arroyo subterráneo; nada, sólo los latidos de tu corazón…

En aquel momento se alzó sobre Grottup una enorme masa negra. Todo se sumió en la oscuridad; un segundo después, como si se hubiera desgarrado aquella oscuridad, se elevó una columna de fuego que llameó de un modo espantoso y expulsó una muralla ciclópea de humo. Sopló una ensordecedora ráfaga de viento, algo chasqueó, los árboles susurraron con un crujido, y ¡zas!, un latigazo atroz, un fragor, un golpe atronador y un estruendo. La tierra temblaba y en el aire se arremolinaban de un modo demencial las hojas arrancadas. Jadeante, agarrándose con ambas manos a la peana de la cruz para no salir volando, Prokop miró aquella chisporroteante fragua con los ojos fuera de las órbitas. Y se abrirá la tierra con la fuerza del fuego, y en medio del estruendo del trueno hablará el Señor.

Un impacto tras otro; salieron un segundo y un tercer macizo de humo, que se abrieron con un relámpago rojo. Después resplandeció una tercera explosión, aún más terrible: parecía que había alcanzado los almacenes. Una masa llameante voló hacia el cielo, estalló y cayó como una lluvia de chispas en ignición. Como en un golpe de viento, llegó un estruendo demoledor que se transformó en un tiroteo ininterrumpido; eran los misiles incendiarios, que explotaban en los almacenes y crepitaban como las chispas que surgen al golpear un martillo. Se desparramó el fuego color escarlata del incendio, que crujía «tata rrratata», con golpes secos como un nido de ametralladoras. Se oyeron la cuarta y quinta explosión, con el rugido estruendoso de un obús. El incendio sobrevoló ambas partes: estaba ardiendo casi la mitad del horizonte. Fue entonces cuando llegó volando hasta allí el desesperado crujido del bosque grottupiano, que había sido talado, que, sin embargo, fue acallado por las ráfagas de cañonazos de los almacenes en llamas. Una sexta explosión se abrió con un fuerte y bronco estallido; parecía trinitrocresol. A continuación bramó más profundamente, con el tono de un bajo, el estallido de unos barriles de nitrato de amonio. Un inmenso proyectil llameante salió volando como un rayo en mitad del firmamento; una gran llama se elevó, se extinguió y saltó un trecho más allá. Después de unos segundos tronó un golpe y retumbó una sacudida atronadora. Durante un instante, un silencio en medio del cual se podía oír el crepitar de las llamas, como cuando se parte la leña. Un nuevo estrépito, y sobre la fábrica grottupiana de repente se alzó una llama, dejando sólo un resplandor raso: la ciudad de Grottup ardía en una súbita llamarada flotante.

Paralizado por el terror, Prokop se levantó y se marchó de allí dando traspiés.

LIII

Corrió por la carretera respirando con dificultad; pasó la cima de una colina y huyó hacia un valle. La riada de fuego se iba perdiendo tras él. Desaparecían los objetos y las sombras cubiertos por una niebla que iba fluyendo; era como si todo se alejara flotando de un modo lánguido e inmaterial y fuera arrastrado por un río sin límites en el que ni salpicaban las olas ni gritaba la gaviota. Lo aterró el sonido de sus propios pasos en aquel silencioso e infinito fluir de todo. En aquel momento aminoró la marcha, ahogó sus pasos y caminó insonoro hacia la lechosa oscuridad.

En la carretera, ante él, refulgía una lucecita; intentó esquivarla, se detuvo y vaciló. Una lámpara sobre la mesa, el fueguecillo de una estufa, un farol que vigila el camino; una mariposa nocturna, atormentada, agitaba las alas en su interior, delante de aquella lucecilla titilante. Prokop se acercó con morosidad, como si no se atreviera. Se quedó parado, se calentó en la distancia con aquel trémulo fueguecillo, se acercó un poco más, temiendo que lo echaran de nuevo. Se detuvo algo más allá. Era un carro con una cubierta de lona; en la lanza colgaba un farol encendido que proyectaba temblorosos haces de luz sobre un caballo blanco, sobre las piedras blancas, y sobre los blancos troncos de los abedules junto al camino. El caballito tenía en el morro un saquito de tela basta y, con la cabeza inclinada, ronzaba la avena; tenía la crin plateada y nunca le habían cortado la cola. Y junto a su cabeza estaba un anciano menudo; tenía la barba blanca y el cabello plateado, y era tan crudamente claro como la lona del carro; movía los pies en el sitio, pensativo, decía algunas palabras y extendía entre sus dedos la blanca crin del caballo.

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