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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (34 page)

BOOK: La krakatita
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—Así que, ¡eso —susurró—, eso es lo que piensas!

Un dolor encarnizado ahogaba a Prokop.

—¿Sabes acaso —gritó—, lo que es una guerra? ¿Sabes lo que es la krakatita? ¿Nunca se te ha ocurrido que soy una persona? ¡Y… y… te detesto! ¡Por eso fui amable contigo! Si entregara la krakatita, se acabaría todo de una vez; la princesa huiría y yo, yo… —Se levantó de un salto golpeándose la cabeza con los puños—. ¡Yo ya he deseado hacerlo! Un millón de vidas a cambio de… de… de… ¿Qué? ¿Le parece poco? ¡Dos millones de muertos! ¡Diez millones de muertos! Eso… eso… eso ya es un buen lote incluso para una princesa, ¿no? ¡Por eso ya merece la pena rebajarse un poco! ¡Seré imbécil! ¡Aaah —aulló—, puaj! ¡Me horroriza usted!

Tenía un aspecto terrible y monstruoso, con espumarajos alrededor de la boca, el rostro abotargado y los ojos de un desequilibrado, que vagaban en el nistagmo de la demencia. La princesa se arrimó a la pared, lívida, con los ojos desencajados y los labios torcidos por el terror.

—¡Vete —chilló—, vete de aquí!

—No temas —dijo Prokop ronqueando—, no voy a matarte. Siempre me has aterrado; incluso cuando…, incluso cuando eras mía, me horrorizabas y no podía confiar en ti… ni por un segundo. Y sin embargo, sin embargo te… No voy a matarte. Sé… sé bien lo que hago. Yo… yo… —Buscó algo, agarró un frasco de agua de colonia, derramó un buen chorro sobre sus manos y se lavó la frente—. ¡Ah, ah —suspiró—, ah, ahá! ¡No temas! No… no…

Se calmó un poco, se desplomó sobre una silla y se agarró la cabeza con las manos.

—Entonces —comenzó a decir de nuevo—, entonces… entonces podemos charlar, ¿verdad? Ya ve, estoy tranquilo. Ni siquiera… ni siquiera me tiemblan los dedos… —Alzó una mano para demostrarlo; temblaba que daba miedo mirarla—. Podemos… sin interrupciones, ¿verdad? Ya estoy completamente tranquilo. Puede adecentarse. Entonces… su tío me ha dicho que… que estoy obligado… que es una cuestión de honor facilitarle… subsanar… subsanar este desliz, y que por tanto debo… sencillamente debo… merecer un título… venderme para pagar… el sacrificio que usted… —La princesa hizo un esfuerzo, pálida como la muerte, para decir algo—. Espere —la detuvo—. Aún no he… Todos ustedes pensaban… y tienen su propio concepto del honor. Pues están muy equivocados. Yo no soy un caballero. Yo soy… hijo de un zapatero. Eso no importa, pero… soy un paria, ¿entiende? Un hombre bajo y ruin. No tengo honra. Podéis expulsarme como a un maleante, o trasladarme a la fortaleza. No lo haré. No os daré la krakatita. Podéis pensar…, quizás, que soy vil. Podría contarles… lo que pienso acerca de la guerra. Yo estuve en la guerra… vi los gases asfixiantes… y sé de lo que es capaz la gente. No os daré la krakatita. ¿Para qué voy a perder el tiempo explicándoselo? No lo entendería; es usted, simplemente, una princesa tártara, y demasiado en lo alto… Sólo quiero decirle que no lo haré, y que le agradezco humildemente el honor… Por otra parte, ya estoy prometido; aún no la conozco, pero nos hemos prometido… Ésta es otra de mis canalladas. Lamento no haber… sido en absoluto digno de su sacrificio.

La princesa se quedó de pie, como petrificada, clavando las uñas en la pared. Reinaba un silencio cruel, tan sólo se oía el rechinar de sus arañazos en medio de aquel insoportable mutismo. Prokop se incorporó a duras penas y con lentitud.

—¿Quiere decir algo?

—No —suspiró la princesa con los ojos obstinadamente fijos en el vacío. Estaba delgada como un muchacho en su
peignoir
entreabierto; Prokop se habría arrastrado por el suelo para besar sus trémulas rodillas. Se acercó a ella con las manos entrelazadas.

—Princesa —dijo con un nudo en la garganta—, ahora me deportarán… acusado de espionaje o algo por el estilo. Ya no intentaré defenderme. Ocurra lo que ocurra; estoy preparado. Sé que ya no la volveré a ver. ¿No va a decirme nada antes de que me marche?

Los labios de la princesa temblaban, pero no llegó a pronunciar palabra. ¡Oh, dios! ¿Por qué miraba así al vacío? Se acercó a ella.

—La he amado —salió de su boca—, la he amado más de lo que sería capaz de expresar con palabras. Soy un hombre bajo y tosco; pero ahora puedo decirle que… que la he amado de un modo diferente… y más. La tomé… me aferré a usted con la angustia de que no era mía, de que se me escaparía. Quise asegurarme… Nunca fui capaz de creerlo, y por eso… —Sin saber qué hacer, puso su mano en el hombro de la princesa; ella se estremeció bajo la fina tela del
peignoir
—. La he amado… hasta la desesperación…

Ella dirigió la mirada hacia Prokop.

—Amor mío —susurró la princesa, y una mortecina oleada de sangre recorrió su pálido rostro. Prokop se inclinó inmediatamente y besó sus labios temblorosos; ella no se resistió.

—¡Cómo puede ser, cómo puede ser —crujió Prokop los dientes—, que incluso ahora te amo! —Con sus extrañas zarpas la arrancó de la pared y la estrechó en sus brazos. Ella se sacudió con tanta violencia que, si él se lo hubiera permitido, se habría arrojado al suelo. Pero Prokop la agarró aún más firmemente, tambaleándose por la salvaje resistencia de la princesa. Se retorcía con los dientes apretados y las manos, crispadas, pegadas al pecho; el cabello, que ella mordía para acallar un grito, caía sobre su rostro; apartaba a Prokop, doblada por la cintura y revolviéndose como si sufriera un ataque de epilepsia. Aquello era absurdo y monstruoso. El único hecho del que era consciente Prokop era que no podía dejarla caer al suelo ni tumbar una silla, y que… que… ¿Qué haría si se le escabullera? … Seguramente se le caería la cara de vergüenza. La arrastró hacia sí y hundió los labios en su melena suelta: encontró una frente afiebrada. La princesa apartó la cara con repugnancia e intentó desesperadamente aflojar las tenazas de los brazos de Prokop.

—La entregaré, entregaré la krakatita —escuchó Prokop su propia voz con estremecimiento—. La entregaré, ¿me oyes? ¡Entregaré todo! Una guerra, una nueva guerra, más millones de muertos. A mí… a mí… a mí me da todo igual. ¿Es lo que quieres? Pronuncia una sola palabra… ¡Te estoy diciendo que entregaré la krakatita! Te lo juro, yo… yo te jjju… Te amo, ¿me oyes? Que… que… ¡que sea lo que dios quiera! Y… y si tuviera que perecer el mundo entero… ¡Te amo!

—Suéltame —gimió la princesa mientras se revolvía.

—No puedo —sollozó Prokop con el rostro hundido en su cabello—. Soy el más miserable de los hombres. He traicionado al mundo entero, a toda la humanidad. ¡Escúpeme a la cara, pero no me eches! ¿Por qué no puedo abandonarte? Entregaré la krakatita, ¿me oyes? He dado mi palabra. Pero ahora, ¡ahora déjame olvidar! ¿Dónde… dónde está tu boca? ¡Soy un canalla, pero bésame! Estoy per-perdi…

Comenzó a tambalearse como si fuera a caer. En ese momento la princesa pudo zafarse de él, braceando en el vacío; entonces giró la cabeza, se echó el pelo hacia atrás y le ofreció sus labios. Él la tomó en sus brazos, rígida y pasiva; besó su boca cerrada, sus ardientes mejillas, su cuello, sus ojos. Prokop sollozaba roncamente, y ella no se resistía, se dejaba llevar. Aterrado por la inerte pasividad de la princesa, la soltó mientras retrocedía. Ella se bamboleó, se pasó la mano por la frente, sonrió de un modo lastimero… y se abrazó a su cuello.

XLV

Permanecieron despiertos, acurrucados el uno junto al otro, con los ojos abiertos de par en par, contemplando la penumbra. Prokop podía sentir el corazón de la princesa latiendo febril. Ella no pronunció ni una palabra durante esas horas; lo besaba insaciable para desasirse de nuevo, colocaba un pañuelo entre sus labios y los de Prokop, como si temiera respirar sobre ellos. Ahora había vuelto la cabeza y miraba afiebrada la oscuridad…

Prokop se sentó y se abrazó las rodillas. «Sí, perdido, capturado en una trampa, esposado; he caído en manos de los filisteos. Y ahora que ocurra lo que tenga que ocurrir. Dejarás un arma en manos de individuos que harán uso de ella. Miles y miles de personas morirán. Así que mira, ¿no es eso que se extiende ante ti un campo infinito sembrado de ruinas? Esto solía ser una iglesia, y esto una casa; esto era una persona. Horrible es la fuerza y malvado todo lo que surge de ella. Maldita sea la fuerza, alma malvada y sin redención. Como la krakatita, como yo, como yo mismo».

»Creativa, laboriosa debilidad humana, todas las obras buenas y honradas vienen de ti; tu trabajo es ligar y unir, combinar las partes y mantener lo que está unido. ¡Maldita sea la mano que libera la fuerza! ¡Maldito sea aquél que altera el vínculo que ata a los elementos! La humanidad no es más que una barquichuela en medio de un océano de fuerzas; y tú, tú desencadenas tempestades nunca antes vistas…».

»Sí, yo desencadeno tempestades nunca antes vistas; entregaré la krakatita, elemento desatado, y se hará pedazos la barquichuela de la humanidad. Miles y miles de personas morirán. Naciones enteras serán exterminadas y ciudades borradas de la superficie de la tierra; no habrá límites para aquél que tenga en sus manos esta arma y depravación en su corazón. Tú lo has hecho posible. Qué espantosa es la pasión, krakatita del corazón humano; y malvado es todo lo que surge de ella».

Miró a la princesa… sin odio, desgarrado por un amor intranquilo y por la compasión. ¿En qué estaría pensando ella ahora, tan rígida y absorta? Se inclinó y la besó en un hombro. «Por esto es por lo que entrego la krakatita; la entregaré y me marcharé de aquí para no ser testigo del horror y la vergüenza de mi derrota. Pagaré un precio espantoso a cambio de mi amor, y me marcharé…».

Se estremeció de impotencia: «¿Es que me dejarán marchar? ¿Para qué les serviría la krakatita si puedo revelarle sus secretos a otros? ¡Aah, por eso me quieren atar de pies y manos para toda la vida! ¡Aah, por eso he de entregarles mi alma y mi cuerpo! Aquí, aquí permanecerás, encadenado con los grilletes de la pasión, y te estremecerás de horror ante esta mujer por toda la eternidad; te revolverás en un amor execrable e inventarás armas infernales… y serás su siervo…».

La princesa se giró hacia él con una mirada sin vida. Prokop estaba sentado sin mover un músculo; por su rostro rudo, tosco, se deslizaban las lágrimas. La princesa se incorporó apoyándose sobre los codos y observó los ojos de Prokop, obsesivos, dolorosamente inquisitivos; él no se dio cuenta, entornó los ojos y agonizó en la indolencia de la derrota. La princesa, entonces, se levantó sin hacer ruido, encendió una luz junto a su tocador y comenzó a vestirse.

Sobresaltado, volvió en sí con el chasquido que se produjo al dejar caer un peine. Observó con asombro cómo la princesa levantaba con ambas manos su melena suelta y la retorcía.

—Mañana… mañana la entregaré —susurró Prokop.

Ella no respondió; tenía las horquillas entre los labios y enrollaba con habilidad el cabello en un espeso casquete. Él no perdía detalle de cada uno de sus movimientos: la princesa se apresuraba febril, después se detenía de nuevo y miraba al suelo, luego asentía otra vez con la cabeza y se arreglaba aún más deprisa. Entonces se incorporó, se miró de cerca en el espejo, con atención, cubrió su rostro con maquillaje: como si allí no hubiera nadie más. Marchó a la habitación de al lado y regresó a medio vestir, metiéndose la falda por la cabeza. Volvió a tomar asiento y empezó a reflexionar, meciendo el cuerpo; después hizo un gesto afirmativo con la cabeza y pasó al guardarropa contiguo.

Prokop se levantó y se acercó en silencio al tocador de la princesa. ¡Dios, qué de cosas extrañas y delicadas! Frascos de esencias, bastoncitos, polvos, cremas, un sinnúmero de fruslerías… Así que he aquí el oficio artesano de las mujeres: ojos, sonrisa, aroma, un aroma intenso e insinuante… Los muñones de sus dedos temblaban excitados sobre aquellos objetos frágiles y misteriosos, como si tocaran algo prohibido.

La princesa entró por la puerta con un abrigo de cuero y un casco, también de cuero, en la cabeza, enfundándose unos enormes guantes.

—Prepárate —dijo la princesa en un tono inexpresivo—, nos vamos.

—¿A dónde?

—A donde quieras. Prepara lo que necesites, pero aprisa, ¡aprisa!

—¿Qué significa esto?

—Deja de preguntar. Ya no puedes quedarte aquí, ¿sabes? Ellos no te dejarán marchar tan fácilmente. ¿Vienes?

—¿Durante… durante cuánto tiempo?

—Para siempre.

A Prokop se le desbocó el corazón.

—No… no… ¡no me marcharé!

La princesa se aproximó a él y lo besó en la cara.

—Debes hacerlo —dijo en voz baja—. Te lo explicaré cuando estemos ya fuera. Ven a la entrada principal de palacio, pero rápido, mientras aún sea de noche. Ahora vete, ¡vete!

Prokop regresó a su cuarto como en un sueño; arrambló con todos sus papeles, sus valiosísimos apuntes incompletos, y echó un rápido vistazo: «¿Eso es todo? No, no me marcharé», se le pasó como un relámpago por la cabeza; dejó los papeles y corrió al exterior. Allí lo esperaba un enorme coche con las luces apagadas, que emitía un runruneo amortiguado; la princesa ya estaba sentada frente al volante.

—Rápido, rápido —murmuró—. ¿Está abierta la puerta principal?

—Sí —gruñó el chófer, medio dormido, mientras cerraba el capó.

Una sombra rodeó en la distancia el coche y se detuvo en medio de la oscuridad. Prokop se acercó a las puertas abiertas.

—Princesa —musitó—, he… decidido que… voy a entregar todo… y… voy a quedarme.

Ella no lo estaba escuchando; inclinada hacia delante, contemplaba fijamente el lugar en el que aquella sombra se había fundido con la oscuridad.

—Rápido —dijo de repente en voz baja; agarró a Prokop del brazo y lo arrastró al interior del coche, a su lado.

Y con un único golpe de palanca, el coche se puso en marcha. En aquel mismo instante se iluminó en palacio una ventana, y la sombra salió como una flecha de la oscuridad.

—¡Alto! —gritó, y se interpuso delante del coche: era Holz.

—¡Apártate! —chilló la princesa, que cerró los ojos y pisó el acelerador a fondo. Prokop levantó los brazos espantado: se oyó un bramido inhumano, la rueda pasó botando por encima de algo blando. Prokop estuvo a punto de saltar del coche, pero en ese momento el coche derrapó hacia un lado en el recodo de la entrada, haciendo que la puerta se cerrara por sí misma con gran estruendo, y aceleró de forma salvaje hacia la oscuridad. Se giró aterrado hacia la princesa; apenas la reconocía con aquel casco de cuero, la cara inclinada por encima del volante.

—¿Qué es lo que ha hecho? —exclamó.

—Cállate —siseó con brusquedad, todavía inclinada hacia delante.

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