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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (29 page)

BOOK: La krakatita
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Prokop se dio media vuelta y fue a palacio. Dos ayudas de cámara que se encontraban en el pasillo se desperdigaron al verlo y se pegaron a la pared horrorizados, dejando pasar sin decir palabra al chirriante invasor armado. En el gran salón estaba reunido el consejo;
oncle
Rohn se paseaba cariacontecido, los familiares de mayor edad estaban terriblemente indignados ante la perversidad de los anarquistas, el obeso
cousin
callaba y otro caballero proponía acalorado que se mandara directamente al ejército contra aquel desequilibrado: o se rendía, o lo acribillarían a tiros. En ese momento se abrió la puerta y Prokop, tintineando, entró en tromba en el salón. Buscó con la mirada a la princesa: no estaba allí. Y mientras todos quedaban petrificados por el miedo y se levantaban esperando lo peor, dijo a Rohn con voz ronca:

—Vengo a decirles que al sucesor no le ocurrirá nada. Ahora ya lo sabes. —Hizo una inclinación de cabeza y se alejó con vigor, como la estatua de un comendador.

XXXVIII

El pasillo estaba vacío. Caminó todo lo sigilosamente que pudo hasta los aposentos de la princesa y esperó delante de la puerta, inmóvil como uno de los caballeros con armadura del vestíbulo de abajo. Salió la doncella, que emitió un grito horripilante, como si hubiera visto un fantasma, y desapareció tras la puerta. Después de un rato la abrió, bastante descompuesta, y retrocediendo le hizo indicaciones, sin decir una palabra, para que entrara, tras lo cual desapareció lo más rápidamente posible. La princesa salió a su encuentro a duras penas: iba cubierta con una larga capa; era obvio que había saltado tal cual de la cama, tenía el pelo mojado y pegado sobre la frente, como si acabara de quitarse una compresa fría, y tenía una palidez cenicienta y de bastante mal aspecto. Se le colgó del cuello y elevó hacia él sus labios, agrietados por la fiebre.

—Eres un encanto —susurró adormecida—. Tengo la cabeza a punto de explotar por la migraña, ¡oh, dios! Dicen que llevas los bolsillos llenos de bombas. Yo no te tengo miedo. Ahora vete, estoy horrible. Iré a verte al mediodía; no iré a comer, diré que no me encuentro bien. Vete. —Rozó la boca de Prokop con los labios, doloridos, pelados, y se cubrió la cara, para que no pudiera verla.

Escoltado por el señor Holz, regresó al laboratorio. Todo aquél con el que se cruzaba se detenía, escurría el bulto, prefería apartarse de un salto a la cuneta. Se puso a trabajar de nuevo como un poseso: mezclaba sustancias que a nadie se le ocurriría mezclar en la convicción, ciega y sin fisuras, de que aquello era un explosivo. Llenaba con ellas botellas, cajas de cerillas, latas de conservas, todo lo que tenía a mano. Tenía llena la mesa, el alféizar de la ventana y el suelo; lo sobrepasó, ya no tenía dónde colocarse. Poco después del mediodía la princesa entró a hurtadillas en el laboratorio, cubierta con un velo y enfundada en una capa hasta la nariz. Prokop corrió hacia ella para abrazarla, pero ella lo apartó.

—No, no, hoy estoy horrible. Por favor, trabaja; yo te miraré.

Se sentó en el borde de una silla, justo en medio del terrible arsenal de explosivos oxizónicos. Prokop, apretando los labios, pesó y mezcló algo con rapidez; aquella mezcla emitió un siseo y un olor ácido. Después la filtró con infinita atención. La princesa lo contemplada con las manos inmóviles y la mirada ardiente. Ambos tenían en mente que ese día llegaba el heredero al trono.

Prokop buscó con la mirada algo en el estante de compuestos químicos. La princesa se levantó, alzó ligeramente el velo, se abrazó a su cuello y apretó firmemente sus secos labios contra la boca de Prokop. Se tambalearon entre aquel mar de botellas que contenían inestable benceno oxizónico y aterradores fulminatos, como una pareja muda y convulsa; pero ella lo apartó de nuevo y tomó asiento mientras se embozaba. Aún más rápido, ante la mirada vigilante de la princesa, Prokop reanudó el trabajo, como un panadero que amasa el pan: aquello sería la sustancia más diabólica que jamás hubiera fabricado el hombre; un material irritable, un aceite furibundo y horriblemente sensible, todo irascibilidad y exaltación. Y eso otro, transparente como el agua, volátil como el éter, eso sería definitivo: algo atroz, explosivo y veleidoso, la más fulminante brutalidad. Echó un vistazo para comprobar dónde podía colocar una botella llena de aquella sustancia innominada. La princesa sonrió, se la arrebató de las manos y se la guardó en el regazo, sujetándola entre sus manos.

Fuera, el señor Holz gritó a alguien: «¡Alto!». Prokop corrió al exterior. Era
oncle
Rohn, que se encontraba considerablemente cerca de una trampa explosiva. Prokop se aproximó a él.

—¿Qué es lo que anda buscando?

—A Minka —dijo
oncle
Charles con mansedumbre—, no se encuentra bien, y por eso…

Prokop torció la boca.

—Vaya a por ella —dijo, y lo acompañó al interior del laboratorio.

—Ah,
oncle
Charles —le dio la bienvenida la princesa con amabilidad—. Ven a mirar, es tremendamente interesante.

Oncle
Rohn echó una mirada escudriñadora a la princesa y a la habitación, y se sintió aliviado.

—No debiste hacerlo, Minka —dijo a modo de reprimenda.

—¿Por qué no? —objetó ingenuamente.

Oncle
Charles miró desconcertado a Prokop.

—Porque… porque tienes fiebre.

—Aquí me siento mejor —dijo ella tranquilamente.

—No debiste hacerlo en absoluto… —dijo
le bon prince
cariacontecido con un hilo de voz.


Mon oncle,
sabes que siempre hago lo que quiero —finalizó ella de forma irrevocable la escena familiar, mientras Prokop retiraba de una silla cajas rellenas de un compuesto diazónico fulminante.

—Tome asiento —invitó a Rohn educadamente.

Oncle
Charles no parecía entusiasmado con toda aquella situación.

—¿No te estamos estorbando… estorbándote en tu trabajo? —preguntó a Prokop vagamente.

—De ningún modo —dijo Prokop aplastando entre los dedos arena filtrante.

—¿Qué estás haciendo?

—Explosivos. Perdona, la botella —se dirigió a la princesa.

Ella se la entregó con un «toma» provocativo y sin rodeos.
Oncle
Rohn dio un respingo, como si lo hubieran pinchado; pero entonces lo fascinó el apresurado pero infinitamente cauteloso esmero con que Prokop destilaba un líquido transparente sobre un montoncito de arena. Carraspeó y preguntó:

—¿Qué es lo que provoca la ignición?

— Una sacudida —respondió Prokop, que continuó contando gotas.

Oncle
Charles se giró hacia la princesa.

—Si tienes miedo,
oncle
—dijo ella con sequedad—, no tienes por qué esperarme.

El príncipe se sentó resignado y dio un golpecito con el bastón a una lata de melocotones de California.

—¿Qué es esto?

—Es una granada de mano —explicó Prokop—. Hexani-trofenilmetil-nitramina y tuercas. Sopéselo.

Oncle
Rohn quedó perplejo.

—¿No sería quizás… adecuado… tener un poco más de cautela? —preguntó mientras hacía girar entre los dedos una caja de cerillas que había cogido de la mesa.

—Sin duda —estuvo de acuerdo Prokop, y le arrebató la caja de la mano—. Esto es cloruro de argón. No juegue con ello.

Oncle
Charles frunció el ceño.

—Todo esto me da la impresión ligeramente desagradable… de que me está intentando intimidar —observó con aspereza.

Prokop tiró la caja sobre la mesa.

—Ah, ¿sí? Yo, por mi parte, me sentí intimidado cuando me amenazasteis con trasladarme a una fortaleza.

—… Puedo decir —dijo Rohn tras tragarse esa réplica—, que este comportamiento… no me impresiona lo más mínimo.

—Pero a mí me impresiona de un modo tremendo —sentenció la princesa.

—¿Temes que pergeñe algo? —se dirigió a ella
le bon prince.

—Espero que pergeñe algo —dijo esperanzada—. ¿Crees que no lo conseguiría?

—No tengo la menor duda —le espetó Rohn—. ¿Nos vamos ya?

—No. Me gustaría ayudarle.

Entretanto Prokop doblaba con los dedos una cucharilla metálica.

—¿Para qué es eso? —preguntó ella con curiosidad.

—Se me han acabado los clavos —rezongó—. No tengo con qué llenar las bombas. —Echó un vistazo a su alrededor buscando algún objeto de metal. Entonces la princesa se puso de pie, se sonrojó, se quitó apresuradamente un guante y se sacó de un dedo un anillo de oro.

—Coge esto —dijo en voz baja, totalmente ruborizada y bajando la mirada. Prokop lo aceptó estremecido; aquello era casi una ceremonia… como unos esponsales. Vaciló mientras sopesaba el anillo en la palma de su mano. La princesa alzó los ojos hacia él con una pregunta insistente y fervorosa; Prokop, muy serio, asintió y colocó el anillo en el fondo de una caja de latón.

Oncle
Rohn guiñó con preocupación y profunda tristeza sus ojos aviares de poeta.

—Ahora podemos irnos —murmuró la princesa.

Al atardecer llegó el heredero al trono en cuestión. Junto a la entrada, la compañía de honor, el anuncio, la servidumbre en fila, y ese tipo de protocolos; tanto el parque como el palacio con iluminación de gala. Prokop estaba sentado en un montículo delante del laboratorio y contemplaba con ojos adustos el palacio. No pasaba nadie por allí; reinaba el silencio y la oscuridad, tan sólo brillaba el palacio con intensos haces de luz. Prokop suspiró profundamente y se levantó.

—¿A palacio? —preguntó el señor Holz, y pasó un revólver de uno de sus bolsillos del pantalón a un bolsillo de su perenne gabardina.

Atravesaron el parque, ya a oscuras. En dos o tres ocasiones retrocedió ante ellos una silueta que se adentró en la espesura; unos cincuenta pasos tras ellos se oían continuamente unas pisadas sobre el follaje caído, pero por lo demás estaba desierto, crudamente desierto. Tan sólo un ala de palacio llameaba a través de los grandes ventanales dorados.

Era otoño, ya era otoño. ¿Acaso en Týnice el pozo aún goteaba con un sonido argénteo? ¿Ni siquiera soplaba el viento, y sin embargo se oía un frío murmullo sobre el suelo o entre los árboles? En el cielo, con una estela rojiza, cayó una estrella.

Unos cuantos caballeros con frac: mira qué estupendos y felices; apenas habían salido a la superficie de la escalinata de palacio, parloteando, fumando, riéndose, y ya estaban regresando al interior. Prokop estaba sentado, inmóvil, en un banco, dando vueltas con los dedos a una caja de latón. De vez en cuando lo hacía sonar, como un niño su sonajero. En el interior, una cucharilla rota, un anillo y la sustancia innominada.

El señor Holz se acercó con timidez.

—Ella no puede venir hoy —dijo con parquedad.

—Ya lo sé.

En el ala de invitados se iluminaron las ventanas. Aquella fila eran «los aposentos del príncipe». Luego brilló todo el palacio, etéreo y calado como un sueño. Allí se podía encontrar todo: riquezas inauditas, belleza, ambición, y gloria, y dignidad, condecoraciones sobre el pecho, placeres, el arte de vivir, sutileza, ingenio, aplomo. Como si fueran personas diferentes… personas diferentes a nosotros…

Como un niño obstinado, Prokop hacía sonar su sonajero. Poco a poco se iban apagando las luces; aún estaba iluminada aquélla, la de Rohn, y ésa roja, en la que está el dormitorio de la princesa.
Oncle
Rohn abrió las contraventanas y aspiró el frescor nocturno; después se paseó de la puerta a la ventana, de la puerta a la ventana, una y otra vez. Tras la ventana de la princesa, con las cortinas corridas, no se movía ni una sombra.

Incluso
oncle
Rohn había apagado ya la luz; únicamente resplandecía aquella ventana rojiza. «¿Encontrará el pensamiento humano un camino? ¿Cruzará y se abrirá paso a la fuerza a través de esos cien metros de espacio silente para alcanzar el cerebro vigilante de otra persona? ¿Qué recado debo enviarte, princesa tártara? Duerme, ya es otoño; y si existe algún dios, que acaricie tu ardorosa frente».

La ventana roja se apagó.

XXXIX

Por la mañana decidió no ir al parque; sospechaba, con razón, que sería una molestia. Se situó en un paraje relativamente angosto y semidesértico en el que se encontraba un camino directo de palacio a los laboratorios, perforado a través de una antigua muralla cubierta de vegetación. Se encaramó a la muralla, desde donde, medio escondido, podía ver un ángulo del palacio y un pequeño segmento del parque. Le gustó el sitio; enterró allí unas cuantas de sus granadas de mano y observó por turnos el parque, un cárabo apresurado y unos gorriones sobre unas ramitas que se balanceaban. En determinado momento se posó allí incluso un petirrojo, y Prokop observó sin aliento su rubicundo cuello; pió, sacudió la cola y frrr, desapareció.

Abajo, en el parque, la princesa caminaba acompañada de un hombre alto, joven; tras ellos, a una respetuosa distancia, un grupo de caballeros. La princesa miró hacia un lado y agitó la mano, como si sujetara con ella una vara y azotara con ella la arena. No se veía más.

Bastante tiempo después apareció
oncle
Rohn con el obeso
cousin
. Después, de nuevo, nada. ¿Merecía entonces la pena estar allí sentado?

Era casi mediodía. De repente, tras la esquina del palacio, emergió la princesa, que se dirigió directamente hacia el lugar en el que estaba Prokop.

—¿Estás aquí? —llamó a media voz—. Ven, abajo a la izquierda.

Prokop descendió por la ladera y se abrió paso a través de la espesura por la izquierda. Había allí, junto al muro, un vertedero con todo tipo de trastos: aros oxidados, recipientes de hojalata agujereados, cilindros destrozados, roñosos y nauseabundos despojos; dios sabe de dónde habían salido semejantes cosas en un palacio principesco. Y ante aquel miserable montón estaba la princesa, lozana y hermosa, mordiéndose un dedo de un modo infantil.

—Aquí venía cuando me enfadaba, cuando era pequeña —dijo—. Nadie conoce este sitio. ¿Te gusta?

Se dio cuenta de que la apenaría si no lo elogiaba.

—Sí, me gusta —dijo con rapidez.

A la princesa se le iluminó el rostro; abrazó el cuello de Prokop.

—¡Amor mío! Me ponía en la cabeza un recipiente de hojalata, sabes, como si fuera una corona, y jugaba conmigo misma a ser una princesa soberana. «¿Su Alteza Real la princesa ordena algo?». «Engancha el tiro de seis caballos, me marcho a Zahur». Sabes, Zahur era mi reino imaginario. ¡Zahur, Zahur! Amor mío, ¿existe algo así en el mundo? ¡Venga, huyamos a Zahur! Descúbrelo para mí, tú sabes tanto… —Nunca había estado tan lozana y animada como aquel día; Prokop llegó incluso a tener celos, a albergar en él una sospecha abrasadora. La agarró y quiso estrecharla entre sus brazos—. No —se resistió la princesa—, déjame, sé sensato. Eres Próspero, príncipe de Zahur, y te has disfrazado de hechicero para raptarme o ponerme a prueba, no sé. Pero vendrá por mí el príncipe Rhizopod, del reino Alitsuri-Filitsuri-Tintili-Rhododendron, un hombre tan repugnante, tan repugnante, que tiene un cirio en lugar de nariz y las manos frías, ¡uh! Y ya está a punto de tomarme por esposa cuando entras tú y dices: «Soy el hechicero Próspero, príncipe heredero de Zahur». Y
mon oncle
Metastasio se abalanzará sobre tu cuello, y comenzarán a sonar las campanas y las alarmas, empezarán a disparar… —Prokop comprendió perfectamente que el encantador parloteo de la princesa relataba algo muy, muy serio; se guardó de interrumpirla. Ella lo tenía asido por el cuello y frotaba sus fragantes mejillas y sus labios contra la cara rugosa de Prokop—. O espera, yo soy la princesa de Zahur y tú eres el Prokopokopak
el Grande,
rey de los espíritus. Pero yo estoy encantada, me echaron una maldición,
«ore ore belene, magot malista manigolene»,
y por eso tendré por esposo a un pez, un pez con ojos de pez y manos de pez y todo el cuerpo de pez, que me llevará a su castillo de pez. Pero entonces llegará volando Prokopokopak
el Grande
con su capa de viento y me raptará… Adiós —terminó de improviso, y besó a Prokop en los labios. Todavía sonreía, resplandeciente y sonrosada como nunca, cuando lo dejó, ceñudo, sobre las ruinas herrumbrosas de Zahur. «Por todos los diablos, ¿qué significaba aquello? Está pidiéndome que la ayude, eso está claro; está sucumbiendo a la presión y espera que yo… ¡que la salve! Dios, ¿qué puedo hacer?».

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