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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (39 page)

BOOK: La krakatita
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—¿Qué explosión?

—La krakatita. Esos idiotas la metieron en cajas de cerillas. Creo que ya nos dejarán tranquilos. Convocaremos una nueva junta… habrá un nuevo comité…

—Usted… los ha…

Daimon asintió.

—No se podía trabajar con ellos. Seguro que estuvieron discutiendo hasta el último momento sobre la táctica. Parece que se ha declarado un incendio. —En el horizonte sólo se veía un débil resplandor rojizo—. También se quedó allí el inventor de nuestra estación. Se quedaron todos. Así que ahora se hará cargo del asunto usted solo… Mire, escuche, qué silencio. Y, sin embargo, desde aquí, desde estos hilos, azota el espacio un cañonazo mudo y preciso. Acabamos de detener todas las comunicaciones sin hilos, los telegrafistas van a empezar a escuchar una crepitación en los oídos, ¡crac!, ¡crac! Que rabien. Mientras tanto el señor Tomeš, en algún lugar de Grottup, se afana por completar la fórmula de la krakatita… Nunca lo conseguirá. ¡Y aunque lo hiciera! En el momento en que completara la síntesis bajo sus manos, sería el fin… Así que trabaja, querida estación, chisporrotea en silencio y bombardea el universo entero. Nadie, nadie aparte de usted será el dueño de la krakatita. Ahora es usted, usted solo, el único… —Le puso la mano sobre el hombro y señaló en silencio a su alrededor: todo el mundo. Había una oscuridad desértica y vacía de estrellas; únicamente, muy bajo en el horizonte, resplandecía una riada de fuego.

—¡Ah!, estoy cansado —bostezó Daimon—. Ha sido un día de aúpa. Vayamos abajo.

LI

Daimon se apresuró a llegar a casa.

—¿Dónde está exactamente Grottup? —inquirió Prokop de buenas a primeras cuando hubieron llegado abajo.

—Venga —dijo Daimon—, se lo enseñaré.— Lo condujo a uno de los despachos de la fábrica, junto a un mapa colgado en la pared—. Ahí —señaló con una enorme uña sobre el mapa, subrayando un pequeño redondel—. ¿No quiere beber algo? Le ayudará a entrar en calor. —Sirvió en dos vasos, uno para él y otro para Prokop, un líquido oscuro como la pez—. Salud.

Prokop se echó la copichuela al coleto y se atragantó: aquello era como hierro incandescente y amargo como la quinina. La cabeza le daba vueltas con un vértigo desmesurado.

—¿No quiere más? —Daimon enseñó sus dientes amarillentos—. Es una pena. No quiere tener abandonada a su preciosidad, ¿eh? —Bebía un vaso tras otro. Sus ojos resplandecían con un brillo verdoso; quería charlar, pero la lengua se le había entumecido—. Escuche, es usted un valiente —proclamó—. Mañana se pondrá manos a la obra. El viejo Daimon hará todo lo que se le pase a usted por la cabeza. —Se incorporó agarrotado y le hizo una reverencia inclinándose hasta la cintura—. Así que todo en orden. Y ahora… es-espere… —Empezó a mezclar todos los idiomas del mundo; hasta donde entendió Prokop, eran las más soeces obscenidades. Finalmente canturreó una cancioncilla absurda, se sacudió como si le hubiera dado un ataque de epilepsia y perdió el conocimiento; de la boca le emergió una espuma amarilla.

—¡Eh! ¿Qué le ocurre? —gritó Prokop mientras lo zarandeaba.

Daimon abrió con dificultad e idiotizado sus ojos vidriosos.

—¿Qué… qué ocurre? —balbuceó; se incorporó un poco y se estremeció—. Ahá, me… me he… No es nada. —Se frotó la frente y bostezó de modo convulso—. Sssí, le acompañaré a su habitación, ¿eh? —Tenía un feo color amarillo y todo su rostro tártaro se había deshinchado como un globo. Se tambaleó inseguro, como si sus extremidades se hubieran agarrotado—. Así que venga.

Fue directamente a la habitación en la que habían dejado durmiendo a la muchacha.

—¡Aah! —gritó junto a la puerta—, nuestra belleza se ha despertado. Adelante.

Estaba agachada junto a la estufa; por lo visto, acababa de encender el fuego, y contemplaba la llama crepitante.

—Mira cómo lo ha ordenado todo —murmuró Daimon a modo de reconocimiento. Ciertamente, la habitación estaba ventilada y el vergonzoso desorden que había en ella, para su sorpresa, había desaparecido; reinaba una atmósfera agradable y sin pretensiones, como en un hogar tranquilo.

—Veamos lo que consigues —se sorprendió Daimon—. Chica, deberías sentar ya la cabeza. —La muchacha se levantó, increíblemente ruborizada y turbada—. Bueno, pero no te alarmes —se rió burlón Daimon—. Entonces, te gusta el camarada, ¿verdad?

—Sí —dijo ella con sencillez, y fue a cerrar la ventana y la persiana. La estufa exhalaba un cálido vaho en la luminosa habitación.

—Chicos, tenéis esto precioso —se deleitó Daimon mientras se calentaba las manos junto a la estufa—. Me quedaría aquí encantado.

—Vete de una vez —le espetó rápidamente la muchacha.


Sejčas
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, palomita —se rió a mandíbula batiente Daimon—. Me… me angustia estar sin compañía. Mira, tu amigo no dice ni pío. Espera, que yo lo animo.

Ella se encolerizó súbitamente.

—¡No vas a animarlo a nada! ¡Que se quede como quiera!

Daimon levantó sus espesas cejas exagerando la sorpresa.

—¿Cómo? ¿Cómo? No te habrás ena-enamo…

—¿Y a ti qué te importa? —lo interrumpió con un centelleo en los ojos—. ¿Quién te necesita aquí?

Daimon se reía en voz baja, apoyado en la estufa.

—¡Si supieras lo bien que te sienta! Chica, chica, ¿también a ti te ha llegado tu turno, de verdad? ¡Déjame verte! —Intentó cogerle la barbilla; ella se apartó palideciendo por la ira y enseñando los dientes.

—¿Cómo? ¿Quieres morderme? ¿Pero con quién estuviste ayer, que estás tan…? Ahá, ya lo sé. Con Rosso, ¿verdad?

—¡No es verdad! —gritó la muchacha con la voz llorosa.

—Déjela —dijo Prokop con aspereza.

—Bueno, bueno, pero si no pasa nada —rezongó Daimon—. Mejor no os molesto, ¿verdad? Buenas noches, chicos. —Retrocedió y se pegó a la pared; y antes de que Prokop levantara la mirada, ya había desaparecido.

Prokop acercó una silla hacia la rugiente estufa y contempló la llama; ni si quiera se volvió a mirar a la muchacha. Oyó cómo se paseaba por la habitación, titubeante, de puntillas, cerró la puerta con llave y enderezó algo. Ya no sabía qué hacer; se quedó de pie, callada… «Es extraño el poder de la llama y de las aguas que fluyen: uno se queda embelesado mirándolas, narcotizado, paralizado. Uno ya no piensa, no sabe, no recuerda, pero tiene lugar en su interior todo lo que ha vivido, todo lo que ha vivido, sin forma y sin tiempo».

Se escuchó un el clic de un zapatito al caer; luego otro: seguramente la joven se estaba descalzando. «Ve a dormir, muchacha. Cuando concibes el sueño, te miraré para comprobar a quién te pareces». Pasó, muy silenciosa, y se detuvo: estaba enderezando algo otra vez. Dios sabe por qué quería tener el cuarto tan bonito y tan limpio. Y, de repente, la joven se arrodilló ante él y alargó sus hermosas manos hacia los pies de Prokop.

—Te quitaré las botas, ¿quieres? —dijo en voz baja.

Prokop tomó la cabeza de la chica entre sus manos y la giró hacia sí. Hermosa, dócil y extrañamente seria.

—¿Conocías a Tomeš? —preguntó enronquecido. Ella reflexionó y negó con la cabeza.

—¡No mientas! Tú eres… tú eres… ¿Tienes una hermana casada?

—No —se zafó bruscamente de sus manos—. ¿Por qué habría de mentirte? Te diré todo, a propósito, para que sepas… a-a propósito… Soy una perdida. —Hundió la cara en las rodillas de Prokop—. Todos me…, to-dos, para que lo sepas…

—¿También Daimon?

La muchacha no respondió, sólo se estremeció.

—Puedes echarme de una patada, soy… ¡Ooh! No me toques. Soy… Si tú supieras… —Se quedó totalmente rígida.

—Déjalo ya —gritó Prokop atormentado, y le alzó la cara a la fuerza. Los ojos de la muchacha estaban abiertos de par en par por la angustia y la desesperación. Prokop la soltó y gimió. La semejanza era tal que se atragantó—. Cállate, al menos cállate —murmuró con un nudo en la garganta. Ella hundió de nuevo su rostro en el regazo de Prokop.

—Déjame, tengo que contarlo todo… Empecé cuando tenía trece años… —Él le tapó la boca con la mano; ella se la mordía y farfullaba su horrible confesión a través de los dedos.

—¡Silencio! —gritó Prokop; pero aquello salía atropelladamente de la boca de la muchacha, le castañeteaban los dientes y tiritaba, hablaba, tartamudeaba… A duras penas consiguió que se callara.

—¡Ooh! —sollozó—, si supieras… lo que… ¡lo que hace… la gente! Y todos, todos han sido tan brutos conmigo… ¡Como si no fuera siquiera… un animal, o una piedra!

—Basta —dijo Prokop con un hilo de voz y fuera de sí; y sin saber qué hacer, le acarició la cabeza con los temblorosos muñones de sus dedos. Ella suspiró, ya serena, y se quedó inmóvil; Prokop podía sentir su ardiente aliento y los latidos de su cuello. La muchacha comenzó a reírse bajito.

—Tú creías que estaba dormida… en el coche. No lo estaba, yo… yo tan sólo fingía, adrede… y esperaba a que empezaras… como los demás. Al fin y al cabo sabías lo que soy y cómo soy… Y… tú sólo ponías mala cara y me sujetabas como si fuera una niña pequeña, como si… fuera… una reliquia… —Se le saltaban las lágrimas en medio de la risa—. Yo me puse tan contenta de repente, no sé por qué, como nunca, como nunca… y orgullosa… y me avergonzaba terriblemente, pero… a la vez me sentía en la gloria… —Con los labios hiposos le besaba las rodillas—. Usted… usted ni siquiera me despertó… y me dejó… como una reliquia… y me tapó las piernas, y no dijo nada… —Rompió en sollozos definitivamente—. Yo, yo le serviré, permítame, permítame… Le quitaré las botas… Por favor, por favor, ¡no se enfade conmigo por fingir que dormía! Por favor…

Prokop intentó levantarle la cabeza; ella le besaba las manos.

—¡Por dios, no llore! —exclamó.

—¿Quién? —Se irguió sorprendida, y dejó de llorar—. ¿Por qué me trata de usted?

Prokop le levantó la cara; ella se resistía con todas sus fuerzas y se clavaba en sus rodillas.

—No, no. —Castañeteaba los dientes de horror y de risa— . Estoy hecha un cuadro. No… no le gustaría —dijo con un hilillo de voz mientras escondía su rostro lloroso—. ¡Como… tardó tanto… en venir! Yo le serviré y le escribiré las cartas… Aprenderé a escribir a máquina; sé cinco idiomas… ¿Va a echarme? Como tardaba tanto en venir, estuve pensando en to-todo lo que yo haría… Y él me lo ha estropeado; hablaba como si yo… como si fuera una… Y no es cierto… Ya-ya le he contado todo. Seré… Haré lo que diga… Quiero ser decente…

—¡Levántese, por favor!

La muchacha se sentó sobre los talones, colocó las manos en el regazo y lo miraba como extasiada. Ahora… ya no se parecía a la mujer del velo; recordó a la sollozante Anči.

—Deje de llorar —murmuró enternecido e inseguro.

—Es usted hermoso —suspiró ella con admiración. Prokop se sonrojó y farfulló sin saber bien qué.

—Váyase a dormir. —Se atragantó y acarició la fogosa mejilla de la joven.

—¿No le repugno? —preguntó ruborizada.

—No, en absoluto. —Ella estaba inmóvil y lo miraba con ojos llenos de inquietud, de modo que Prokop se inclinó hacia ella y la besó. La muchacha se sonrojó y le devolvió el beso de modo confuso y torpe, como si besara por primera vez—. Ve a dormir, ve —farfulló turbado—, yo todavía… debo… meditar algo.

Ella se levantó obedientemente y empezó a desvestirse en silencio. Prokop se sentó en un rincón para no interrumpirla. La muchacha se quitaba el vestido sin pudor, pero también sin la más mínima frivolidad, con sencillez y naturalidad, como una mujer en su hogar. Sin apresurarse, desabrochaba los botones y desataba los lazos, doblaba la ropa interior, deslizaba lentamente las medias por sus piernas, fuertes y hermosas. Se quedó pensativa, miró al suelo y empezó a jugar como una niña con los largos, intachables dedos de sus pies; miró a Prokop, se rió con ruborizada alegría y susurró: «No estoy haciendo ruido».

Prokop, en su rincón, se estremecía sin apenas respirar: «Pero si es otra vez ella, la muchacha del velo. Ese cuerpo fuerte, adulto y bello es el suyo; de ese modo tan serio y tan hermoso se quitaba una prenda tras otra; así caía su cabello sobre sus serenos hombros; así, justo así se acariciaba, pensativa y encogida, sus carnosos y opacos brazos; y así, así…». Cerró los ojos con el corazón desbocado. «¿Acaso no la viste en una ocasión, al cerrar los ojos en la más absoluta soledad, cómo de pie, ante la apacible lámpara del hogar, volvía hacia ti el rostro y decía algo que no llegaste a oír? ¿Acaso entonces, retorciéndote las manos entre las rodillas, no vislumbraste, bajo tus párpados cerrados, el movimiento de su mano, un movimiento sencillo y grácil, que contenía toda la reposada y silenciosa alegría de un hogar? Una vez se te apareció, estaba de espaldas a ti con la cabeza inclinada sobre algo; y en otra ocasión la viste leyendo bajo una lámpara en la noche. ¿Es esto acaso sólo la continuación? ¿Desaparecería todo esto si abriera los ojos, y no quedaría más que la soledad?».

Abrió los ojos. La muchacha estaba tumbada en la cama, tapada hasta la barbilla y con los ojos clavados en él, poseída por un amor sumiso. Prokop se acercó a ella, se inclinó sobre su cara, estudió sus rasgos con repentina e impaciente atención. Ella le dirigió una mirada interrogante y le hizo un hueco a su lado.

—No, no —murmuró él, y la besó suavemente en la frente—. Duerme. —Ella cerró obediente los ojos y parecía no respirar apenas.

Regresó de puntillas a su rincón. «No, no se parece», confirmó. Le pareció que la muchacha lo miraba por la rendija de sus párpados entreabiertos; aquello lo estaba torturando, no podía siquiera pensar. Se puso de mal humor, giró la cabeza, y finalmente se levantó de un salto y fue a mirarla de puntillas. Tenía los ojos cerrados, apenas se percibía su respiración; era agraciada y afectuosa.

—Duerme —susurró. Ella hizo un leve gesto afirmativo con la cabeza. Prokop apagó la luz y regresó a tientas y de puntillas a su rincón junto a la ventana.

Tras un rato que le pareció eterno y angustioso, se acercó sigilosamente a la puerta, como un ladrón. ¿Se despertaría? Vacilante, con la mano sobre el pomo de la puerta, con el corazón latiendo desbocado, abrió y salió a hurtadillas al patio.

Aún era de noche. Prokop miró a su alrededor, entre las escombreras, y trepó por la valla. Cayó al suelo, se sacudió, y buscó la carretera.

Apenas podía ver la carretera. Prokop echó un vistazo por los alrededores, temblando de frío. «¿A dónde, a dónde? ¿A Balttin?».

Dio unos cuantos pasos y se detuvo. De pie, miró al suelo. «Entonces, ¿a Balttin?». Sollozó con un llanto rudo y sin lágrimas y se dio media vuelta.

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