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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (18 page)

BOOK: La krakatita
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—Afuera —dijo Prokop lacónico.

—Pero «no está permitido pasar por aquí» —le explicó el hombre de la gorra—. Por aquí se va a los almacenes de munición, y el que quiere tener acceso a ellos debe tener un
laissez-passer
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de dirección. Por otra parte, la salida directamente al exterior desde palacio está ahí detrás, volviendo por el camino principal y a la izquierda, por favor.

Así que Prokop tomó el camino principal y a la izquierda, por favor, hasta llegar a unas grandes puertas enrejadas. El viejecito que hacía de guarda fue a abrirle.

—Si me permite la tarjeta…

—¿Qué tarjeta?

—El pase.

—¿Qué pase?

—El papel con el permiso para salir fuera.

Prokop montó en cólera.

—¿Es que estoy en chirona?

El abuelo se encogió de hombros afligido.

—Disculpe, me han dado hoy la orden.

«Pobre hombre», pensó Prokop, «¡como si tú pudieras detener a nadie! Un solo golpe con la mano, así, y…».

De una ventana de la casa del guarda asomó una cara conocida, extremadamente parecida a la de Bob. Prokop no alcanzó a terminar de formular su pensamiento, se dio media vuelta y remoloneó de vuelta a palacio. «Por todos los diablos», se dijo, «sí que se andan con rodeos extraños; casi parece que tengan aquí prisionero a uno. Bien, discutiré el asunto con Carson. Ante todo, me importa un bledo su hospitalidad y no acudiré a la comida; no voy a sentarme con los señoritingos que en la cancha de tenis se reían a mis espaldas…». Indignado a más no poder, Prokop se marchó a los aposentos que le habían sido asignados, se dejó caer sobre una vieja
chaise longue
[28]
que crujió bajo su peso y se entregó a su enfado. Después de un rato el señor Paul llamó a su puerta y preguntó, afable y solícito, si el señor iba a acudir al
déjeuner.

—No —bufó Prokop.

El señor Paul hizo una reverencia y desapareció. Al instante, regresó de nuevo empujando ante sí una mesa con ruedas cubierta de copas, frágil porcelana y plata.

—Disculpe, ¿qué vino desea? —preguntó con delicadeza. Prokop farfulló algo como que le dejaran en paz.

El señor Paul se fue de puntillas hacia la puerta y allí cogió de unas blancas zarpas una enorme sopera.
«Consommé de tortue»
[29]
, susurró con cuidado, y sirvió a Prokop, tras lo cual la sopera desapareció de nuevo entre las blancas garras. Por ese mismo camino llegaron el pescado, el asado, las ensaladas, cosas que Prokop no había comido en su vida y que ni siquiera tenía mucha idea de cómo se comían, antes de que alcanzara a tener reparos de manifestar cualquier tipo de vacilación. Para su sorpresa, su enfado se fue desvaneciendo.

—Siéntese —ordenó a Paul, catando con la nariz y el paladar un vino blanquecino algo amargo. El señor Paul se inclinó con cuidado, sin embargo se quedó de pie—. Escuche, Paul —continuó Prokop—, ¿cree que me tienen aquí prisionero?

El señor Paul se encogió de hombros respetuosamente.

—No puedo saberlo, señor.

—¿Por dónde puedo salir de aquí?

El señor Paul reflexionó durante un instante.

—Por el camino principal, señor, y luego a la izquierda. ¿Desea café el señor?

—Bueno, puede ser. —Prokop se quemó la garganta con un moca soberbio mientras el señor Paul le acercaba todos los aromas de Arabia en una caja de cigarros y un encendedor de plata—. Escuche, Paul —comenzó de nuevo Prokop mordiendo el extremo de un puro—, muchas gracias. ¿No habrá conocido usted aquí a un tal Tomeš?

El señor Paul volvió los ojos hacia el cielo esforzándose por recordar.

—No lo conozco, señor.

—¿Cuántos soldados hay aquí?

El señor Paul reflexionó e hizo la cuenta.

—En la guardia principal, unos doscientos. Es la infantería. Después la guardia de campo, de ésos no sé cuántos hay. En Balttin-Dortum un escuadrón de húsares. En el campo de tiro de Balttin-Dikkeln, cañoneros, su número varía.

—¿Por qué hay guardia de campo?

—Señor, aquí se ha declarado el estado de guerra. Por la fábrica de munición.

—Ahá. ¿Y se hace vigilancia sólo a su alrededor?

—Allí están sólo las patrullas, señor. La cadena está más allá, tras el bosque.

—¿Qué cadena?

—La zona de vigilancia, señor. Allí no se permite el paso.

—Y si alguien quisiera marcharse…

—Debe tener un permiso de la comandancia de campo. ¿Desea el señor algo más?

—No, gracias.

Prokop se tiró en la
chaise longue
con la voluptuosidad un sultán ahíto. «Ya veremos», se dijo, «por el momento esto no está tan mal». Quería sopesarlo todo, pero en vez de eso le vino a la memoria el modo en que Carson saltaba ante él. «¿Es que no voy a ser capaz de alcanzarlo?», se le ocurrió, y echó a correr tras él. Bastó un salto de cinco metros; pero entonces Carson alzó el vuelo como un grillo y atravesó con facilidad un grupo de arbustos. Prokop dio un zapatazo en el suelo y echó a volar tras él. Apenas había separado los pies del suelo y ya estaba volando sobre la cima de los matorrales. Un nuevo impulso, y ya estaba volando rumbo a ninguna parte, sin preocuparse más por Carson. Se elevaba entre los árboles, ligero y libre como un pájaro. Intentó hacer unos cuantos movimientos de natación con las piernas, y, vaya, ascendía. Le encantó. Con enérgicas brazadas remontó en una espiral vertical. Bajo sus pies, como un mapa dibujado con esmero, se extendía el parque de palacio con sus pabellones, prados y caminos serpenteantes; se podía distinguir la cancha de tenis, el estanque, el tejado del palacio, el bosque de abedules. Allí estaba aquella casa solariega de los perros, y el pinar, y la alambrada, y a la derecha comenzaban ya los almacenes de municiones, y tras ellos un muro alto. Prokop se dirigió por el aire hacia la parte del parque en la que aún no había estado. Por el camino descubrió que lo que había tomado por una terraza era en realidad la antigua fortificación del castillo, un robusto baluarte con un matacán y un foso, en otro tiempo, evidentemente, comunicado con el estanque.

Sobre todo le interesaba la parte del parque que se encontraba entre la salida principal y el baluarte: había allí caminillos cubiertos de hierbajos y matorrales silvestres, una muralla de tan sólo unos tres metros y bajo ella un vertedero o basura; más allá un huerto y a su alrededor un muro en estado ruinoso, en el que había una portezuela verde; tras la puerta, la carretera. «Miraré allí», se dijo Prokop, y descendió lentamente. Sin embargo, en ese momento acababa de salir a la carretera un escuadrón de caballería con los sables desenvainados, directamente hacia él. Prokop encogió las piernas hasta la barbilla para que no se las cortaran, pero al hacerlo tomó un impulso vertical tal, que salió volando hacia las alturas como una flecha. Cuando miró de nuevo hacia abajo, vio todo chiquitito como en un mapa: allí abajo, en la carretera, iba y venía una minúscula batería de tiro, un cañón brillante apuntó hacia arriba, expulsó una nubecilla blanca, y, ¡bum!, el primer proyectil pasó volando por encima de la cabeza de Prokop. «Están probando puntería», le pareció a Prokop, y comenzó a dar rápidas brazadas para avanzar. ¡Bum!, el segundo proyectil le pasó silbando a Prokop delante de sus narices. Prokop se batió en retirada tan rápido como le fue posible. ¡Bum!, el tercer disparo le partió bruscamente las alas, Prokop cayó en picado hacia el suelo, y se despertó. Alguien llamaba a la puerta.

—Pase —gritó Prokop, y se levantó de un salto sin comprender bien dónde se encontraba.

Entró un hombre canoso, de aspecto refinado, vestido de negro, que hizo una profunda reverencia. Prokop se quedó de pie y esperó a que el distinguido caballero le dirigiera la palabra.

—Drehbein —dijo el ministro (¡por lo menos!), y se inclinó de nuevo.

Prokop hizo una reverencia no menos profunda.

—Prokop —se presentó—. ¿En qué puedo servirle?

—Si tuviera la amabilidad de quedarse un momento de pie.

—Como guste —profirió Prokop en voz baja, pasmado ante lo que fuera a ocurrirle.

El hombre de pelo canoso estudió a Prokop entrecerrando los ojos; incluso dio una vuelta a su alrededor y se abstrajo observando su espalda.

—Si tuviera la amabilidad de erguirse un poco.

Prokop se enderezó como un soldado. «Por todos los diablos, qué…».

—Si me permite —dijo el hombre, arrodillándose ante Prokop.

—¿Qué es lo que pretende? —exclamó Prokop reculando.

—Tomarle las medidas —había sacado ya del faldón un metro enrollado y se disponía a medir la pernera del pantalón de Prokop. Prokop retrocedió hasta la ventana.

—Déjelo, ¿eh? —le espetó irritado—. Yo no he encargado ningún traje.

—Ya he recibido órdenes —señaló el caballero respetuosamente.

—Escuche —dijo Prokop conteniéndose—, váyase a … ¡No quiero ningún traje y punto! ¿Me ha comprendido?

—Disculpe —asintió el señor Drehbein, se agachó delante de Prokop, le levantó el borde del chaleco y estiró del extremo inferior de los pantalones—. Un par de centímetros más —hizo notar levantándose—. Si me permite… —E introdujo las manos bajo los brazos de Prokop con aire de entendido—. Demasiado suelto.

—Está bien —rezongó Prokop, y le dio la espalda.

—Gracias —hizo saber el caballero, y le alisó un pliegue de la espalda. Prokop se dio la vuelta furioso.

—Oiga, quíteme las manos de encima o…

—Disculpe —se excusó el caballero, abrazándolo blandamente alrededor de la cintura; y antes de que Prokop pudiera siquiera derribarlo, le apretó la trabilla del chaleco, se echó hacia atrás y con la cabeza inclinada hacia un lado examinó el talle de Prokop—. Así es como tiene que estar —observó con total satisfacción, e hizo una profunda reverencia—. Tengo el honor de despedirme de usted.

—Vete al cuerno —gritó Prokop mientras Drehbein se marchaba—, mañana ya no estaré aquí —terminó para sí mismo, tras lo cual, airado, repasó la habitación de uno a otro rincón. «Al carajo. ¿Es que esta gente cree que me voy a pasar aquí medio año?».

En ese momento llamaron a la puerta y entró el señor Carson con cara de inocente. Prokop se detuvo con las manos a la espalda y lo miró de arriba abajo con ojos sombríos.

—Dígame —dijo con brusquedad—, ¿quién es usted en realidad?

El señor Carson ni siquiera pestañeó, cruzó los brazos sobre el pecho y se inclinó como si fuera un turco.

—Príncipe Aladino —dijo—, soy un genio, tu esclavo. Dame una orden, cumpliré todos tus deseos. Querría dormir, ¿eh? Bueno, su señoría, ¿le gusta esto?

—Una barbaridad —opinó Prokop con amargura—. Tan sólo me gustaría saber si estoy prisionero, y con qué derecho.

—¿Prisionero? —se asombró el señor Carson—. Por dios, ¿es que alguien le ha impedido el paso al parque?

—No, del parque al exterior.

El señor Carson meneó la cabeza compasivo.

—Qué desagradable, ¿no? Siento muchísimo que no esté a gusto. ¿Se ha bañado en el estanque?

—No. ¿Por dónde se sale?

—Dios mío, por la puerta principal. Todo recto y después a la izquierda…

—Y allí se enseña el pase, ¿no? Sólo que yo no tengo ninguno.

—Es una pena —observó el señor Carson—. Los alrededores son muy bonitos.

—Sobre todo muy vigilados.

—Muy vigilados —asintió el señor Carson—. Lo ha expresado a la perfección.

—Escuche —explotó Prokop, hinchándosele la frente por el enfado—, ¿cree que es agradable encontrarse cada diez pasos con una bayoneta o una alambrada?

—¿Y eso dónde? —se extrañó el señor Carson.

—Por todas partes en los límites del parque.

—¿Y qué diablos lo ha llevado a los límites del parque? Puede caminar por dentro, y asunto concluido.

—Entonces, ¿estoy prisionero?

—¡Dios me libre! Para que no me olvide, aquí está su identificación. Un
laisser-passez
para la fábrica, ¿sabe? Por si quisiera echarle un vistazo, por un casual.

Prokop cogió la identificación y se sorprendió: en ella había una fotografía obviamente tomada ese mismo día.

—¿Y con esto puedo salir al exterior?

—Eso no —se apresuró a decir el señor Carson—. Eso no se lo recomendaría. En absoluto. Tenga cuidado, ¿eh? Venga a echar un vistazo —dijo desde la ventana.

—¿Qué ocurre?

—Egon está aprendiendo a boxear. ¡Toma, le ha dado! Ése es von Graun, ¿sabe? ¡Jaja, este chico tiene coraje!

Prokop miró con repugnancia hacia el patio, donde un joven medio desnudo, sangrando por la boca y la nariz, gimiendo de dolor y de rabia, se abalanzaba una y otra vez sobre su rival, mayor que él, para salir volando al instante, aún más ensangrentado y en un estado aún más lamentable que antes. Lo que le repugnaba especialmente era que además divisó al anciano príncipe en una silla de ruedas, riéndose a pleno pulmón, y a la princesa Wille, charlando tranquilamente con un adonis estupendo. Finalmente Egon cayó a la arena, totalmente aturdido, y dejó que le acabara de sangrar la nariz.

—Bestias —farfulló Prokop dirigiéndose a nadie en concreto y cerrando los puños.

—Aquí no puede ser usted tan sensible —le informó Carson—. Fuerte disciplina. Una vida… como en el servicio militar. No mimamos a nadie —resaltó con tanto énfasis que parecía una amenaza.

—Carson —dijo Prokop muy serio—, ¿estoy aquí… en cierto modo… encarcelado?

—¡Qué va! Está simplemente en una empresa vigilada. Estar en una fábrica de pólvora no es como estar en el barbero, ¿verdad? Tiene que adaptarse.

—Me iré mañana —reventó Prokop.

—Jaja —rió el señor Carson dándole unas palmaditas en el estómago—. ¡Es un bromista fabuloso! Entonces nos acompañará esta noche, ¿eh?

—¡No iré a ninguna parte! ¿Dónde está Tomeš?

—¿Qué? Ahá, su querido Tomeš. Bueno, por el momento está muy lejos. Esta es la llave de su laboratorio. Nadie le interrumpirá. Es una lástima que yo no tenga tiempo libre.

—Carson —quiso detenerlo Prokop, pero se quedó en un gesto tan autoritario que no se atrevió a hacer nada más, y el señor Carson se escurrió fuera, silbando como un canario amaestrado.

Prokop se dirigió con su documento identificativo a la entrada principal. El anciano guarda lo estudió e hizo un gesto negativo con la cabeza: por lo visto esa tarjeta era válida tan sólo para la salida C, por la que se iba al laboratorio. Prokop caminó hasta la salida C; el tipo de la gorra plana, el que parecía salido de una película, revisó la identificación y le indicó: por ahí, todo recto, después el tercer camino perpendicular en dirección norte. Prokop, sin embargo, tomó el primer camino hacia el sur, pero después de dar cinco pasos lo detuvo un guardia: de vuelta y el tercer camino a la izquierda. Prokop ignoró el tercer camino a la izquierda y siguió recto a través de un prado; al instante le dieron caza tres hombres: por ahí no estaba permitido pasar. Fue entonces obedientemente por el tercer camino hacia el norte, y cuando pensaba que ya no lo estarían vigilando, se adentró entre los almacenes de municiones. Allí lo interceptó un soldado con bayoneta y lo informó de que tenía que ir por otro lado, al cruce VII, camino N 6. Prokop tentó a la suerte en cada cruce: en todos ellos lo detuvieron y lo mandaron al camino VII, N 6. Finalmente entró en razón y entendió que el documento mecanografiado con las letras «C 3 n. w. F. H. A. VII, N 6. Bar. V, 7. ¡S. b.!» tenía un sentido secreto e irrevocable al que se veía obligado a someterse a pies juntillas.

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