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Authors: Karel Čapek

Tags: #Ciencia ficción, Antiutopía, Humor, Folletín

La krakatita (21 page)

BOOK: La krakatita
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Prokop se sintió tremendamente aliviado; ahora por fin podía experimentar lo que había estudiado tan minuciosamente, es decir, la academia del jinete sobre la silla. El tembloroso caballo atendía a las riendas que era una maravilla, y Prokop, orgulloso como un divo, lo hacía girar por los serpenteantes caminos del parque, dirigiéndose de vuelta hacia la cancha de tenis. Ya podía ver a la princesa tras la maleza, con la raqueta en la mano, y espoleó a Premier para que galopara. Entonces la princesa chasqueó la lengua, Premier se elevó en el aire y voló hacia ella a través de los matorrales como una flecha; y Prokop, que no estaba preparado en absoluto para semejante universidad, salió disparado de los estribos y fue a caer, por encima de la cabeza del caballo, en la hierba. En aquel momento sintió que algo crujía, y al segundo se le nublaron los sentidos por el dolor.

Cuando recuperó la consciencia, vio a la princesa y a tres hombres en la actitud desconcertada de aquél que no sabe si reírse de una broma que ha salido bien o ir corriendo a prestar su ayuda. Prokop se apoyó sobre los codos e intentó mover la pierna izquierda, que reposaba bajo él torcida de un modo extraño. La princesa se acercó con una mirada interrogante y un poco alarmada.

—Bien —dijo Prokop con dureza—, ahora me ha roto la pierna —Estaba sufriendo horriblemente y tenía la cabeza aturdida por la conmoción; pese a ello intentó levantarse. Cuando volvió en sí, estaba recostado en el regazo de la princesa y Wille le enjugaba la frente sudorosa con un pañuelo de olor penetrante. Más allá del espantoso dolor en la pierna, estaba como medio en sueños—. Dónde está… el caballo —balbuceó, y se puso a gemir cuando dos jardineros lo colocaron en un banco que habían traído y lo llevaron a palacio.

El señor Paul habría querido transformarse en cualquier cosa: en un ángel, en una hermana de la caridad o en su propia madre. Corría, arreglaba la almohada que tenía Prokop bajo la cabeza y dejaba caer gotas de coñac en su boca; después se empeñó en sentarse junto a la cama, y Prokop le apretaba la mano cuando arreciaban las ráfagas de dolor, reconfortado por el tacto de aquella blanda y frágil mano de anciano. El doctor Krafft se quedó de pie junto a la pierna con los ojos llenos de lágrimas, e incluso el señor Holz, claramente conmovido, cortó los pantalones de montar de Prokop y le humedeció el muslo con paños fríos. Prokop gemía en voz baja y a ratos sonreía a Krafft o al señor Paul con sus labios azulados.

Entonces entró corriendo el médico del regimiento, poco mejor que un carnicero, acompañado de su ayudante, y sin grandes ambages se lanzó sobre la pierna de Prokop.

—Hmsí —dijo—, una fractura múltiple del fémur, etcétera, etcétera; al menos seis semanas en cama, oiga. —Cogió dos chapas; iba a comenzar la parte penosa del asunto—. Estírele la pierna —ordenó el carnicero al ayudante; pero el señor Holz apartó respetuosamente al descompuesto novato y agarró él mismo la extremidad fracturada con toda su fuerza bruta, fibrosa. Prokop mordió la almohada para no rugir de dolor como un animal, y buscó con la mirada la cara atormentada del señor Paul, en la que se reflejaba su propio dolor—. Un poco más —canturreó por lo bajo el doctor palpando la fractura. Holz tiraba en silencio y con firmeza. Krafft se escapó tartamudeando, presa de la desesperación. Entonces el carnicero apretó con rapidez y habilidad las chapas, mientras farfullaba que al día siguiente escayolaría esa condenada pierna.

Por fin había acabado todo. Dolía de una forma monstruosa y la pierna estirada yacía como inerte, pero al menos el carnicero se había marchado; tan sólo pasaba de puntillas el señor Paul que, rezongando con sus blandos labios, lo cuidaba como si aliviara a un mártir.

En ese momento acudió a toda prisa el señor Carson en coche, y subiendo los escalones de cuatro en cuatro voló a los aposentos de Prokop. La habitación se llenó de su estruendosa presencia; inmediatamente se creó un ambiente más alegre y, en cierto modo, animoso. El señor Carson parloteaba sin ton ni son para reconfortarlo, y de repente acarició a Prokop tímida y amistosamente en su hirsuta cabeza; Prokop perdonó entonces a su enconado enemigo y tirano el noventa por ciento de su maldad. El señor Carson pasó como un vendaval. Luego se oyó cómo avanzaba por el pasillo algo pesado, las puertas se abrieron de par en par y dos lacayos con manos blancas hicieron entrar al príncipe hemipléjico. El príncipe, ya desde la puerta, agitaba una mano, increíblemente macilenta y alargada, no fuera a ser que Prokop, de forma milagrosa y por efecto del respeto debido a su persona, se levantara y saliera al encuentro de Su Alteza; después dejó que lo acomodaran y pronunció unas cuantas frases del más benevolente interés.

Apenas se esfumó aquella aparición, alguien llamó a la puerta; el señor Paul cuchicheó con una doncella. A continuación entró la princesa: aún llevaba puestas las ropas de jugar al tenis, y en su cara morena cierta reticencia y arrepentimiento; en efecto, venía a disculparse de forma voluntaria por su horrible fechoría. Pero antes de que pudiera pronunciar siquiera una palabra, el rostro rudo, de piel tosca, de Prokop se iluminó con una sonrisa infantil.

—¿Entonces qué? —dijo orgulloso el paciente—. ¿Me dan miedo los caballos o no?

La princesa se ruborizó de un modo que nadie habría esperado de ella, hasta el punto de que a ella misma le pesó y la llenó de confusión. Sin embargo se controló, y de repente se transformó en una distinguida anfitriona: anunció que vendría un cirujano, y le preguntó a Prokop qué deseaba comer, leer, etc. Además ordenó a Paul que dos veces al día le diera el parte médico, alisó algo en la almohada, como de lejos, y se marchó con una leve inclinación de cabeza.

Cuando al rato llegó el famoso cirujano en coche, tuvo que esperar unas cuantas horas, por más que meneara la cabeza. Y es que el señor ingeniero Prokop había tenido a bien quedarse profundamente dormido.

XXVIII

Como es comprensible, el famoso cirujano no apreció demasiado el trabajo del matasanos del ejército: distendió de nuevo las fracturas de Prokop y finalmente lo enyesó todo, añadiendo que la extremidad izquierda quedaría probablemente tullida.

Para Prokop comenzaron unos días gloriosos y ociosos. Krafft le leía a Swedenborg y el señor Paul anuarios familiares; la princesa, por su parte, hizo rodear el lecho del mártir con hermosos volúmenes de literatura universal. Finalmente Prokop se aburrió hasta de los anuarios y comenzó a dictar a Krafft una obra sistemática sobre química destructiva. A quien cobró más afición (para su sorpresa) fue a Carson, cuya insolencia y desconsideración le infundían respeto, dado que advirtió tras ellas planes megalómanos y el desquiciado fanatismo de un militarista internacional radical. El señor Paul estaba en la cumbre de la beatitud; ahora era indispensable de la mañana a la noche y podía servir con cada respiración y cada pasito de sus renqueantes piernas.

«Yaces oprimido por la materia, igual que un tronco derribado. Pero, ¿es que no sientes el chisporroteo de fuerzas horribles y desconocidas en esa materia inmóvil que te tiene atrapado? Reposas sobre almohadas de pluma cargadas de una fuerza mayor que la de un barril de dinamita; tu cuerpo es un explosivo aletargado, y, temblorosa, incluso la mano ajada de Paul encierra una fuerza explosiva en potencia mayor que una cápsula de melinita. Descansas inmóvil en medio de un océano de fuerzas inconmensurables, aún por descomponer, por extraer: lo que hay a tu alrededor no son paredes tranquilas, gente silenciosa ni susurrantes copas de árboles, sino un arsenal de munición, una fábrica de pólvora cósmica preparada para una terrible acción. Golpeas la materia con los nudillos como si repasaras toneles de ecrasita, comprobando si están llenos».

Las manos de Prokop se volvieron transparentes por la inmovilidad, pero a cambio adquirieron un extraño sentido del tacto: sentían y calculaban el potencial de detonación de todo lo que tocaban. Un cuerpo joven tenía una enorme tensión explosiva; por el contrario el doctor Krafft, entusiasta e idealista, tenía unas propiedades explosivas relativamente escasas, mientras que el índice de explosividad de Carson se acercaba al de la tetranitroanilina. Y Prokop recordaba con una sacudida el tacto frío de las manos de la princesa, que le había revelado la monstruosa fuerza explosiva de aquella altiva amazona. Prokop se devanaba los sesos intentando averiguar si la energía explosiva potencial de un organismo dependía de la presencia de alguna sustancia enzimática, o de otro tipo, o de la estructura química del mismo núcleo celular, que es un cartucho
par excellence.
[31]
Sea como fuere: le gustaría ver cómo explotaría aquella arrogante muchacha morena.

El señor Paul ya paseaba a Prokop en una silla de ruedas por el parque; el señor Holz estaba ahora de más, pero se afanaba, ya que habían descubierto en él un enorme talento como masajista y Prokop sentía que de sus recios dedos manaba una fuerza explosiva benéfica. Si la princesa se encontraba con el paciente en el parque, cruzaba con él un par de palabras con una educación impecable y medida con precisión. Prokop, para su desesperación, nunca lograría comprender cómo se hacía: él mismo era bien demasiado grosero bien demasiado comunicativo. El resto del mundo veía en Prokop a un lunático; eso les daba derecho a no tomárselo en serio, y a él la libertad de ser tan maleducado con ellos como un estibador. En una ocasión la princesa tuvo la amabilidad de pasar a verlo con todo su séquito; dejó de pie a los caballeros, se sentó junto a Prokop y le preguntó por su trabajo. Prokop, en su afán por complacerla lo más posible, se enfrascó en una explicación tan técnica como si tuviera una conferencia en un congreso internacional de químicos. El príncipe Suwalski y otro
cousin
[32]
comenzaron a darse codazos y a reírse, ante lo cual Prokop se enfureció y la tomó con ellos: no les contaría nada. Todas las miradas se volvieron hacia Su Alteza, dado que a ella correspondía poner en su sitio a aquel vil plebeyo; pero la princesa sonrió pacientemente y envió a los caballeros a jugar al tenis. Mientras observaba cómo se marchaban con los párpados entornados, casi cerrados, Prokop la escudriñaba de soslayo; ciertamente era la primera vez que se fijaba bien en ella. Era fuerte, delgada, con un exceso de pigmento en la piel, no precisamente bella: pechos pequeños, piernas cruzadas, espléndidas manos de linaje, en su orgullosa frente una cicatriz, ojos furtivos y feroces, bajo la nariz afilada una oscura pelusilla, unos labios soberbios y duros. En fin, sí, en realidad casi bonita. ¿Cómo serían sus ojos en realidad? En ese momento los clavó en él, y la turbación se apoderó de Prokop.

—Dicen que puede usted descubrir el carácter de una persona con sólo tocarla —dijo rápidamente—. Me lo ha contado Krafft —Prokop se rió ante semejante explicación femenina de su peculiar quimiotaxia.

—Pues sí —dijo—, puedo sentir cuánta fuerza tiene cada cosa; no es nada importante. —La princesa inmediatamente dirigió su mirada a la mano de Prokop y, a continuación, a su alrededor: allí no había nadie—. Enséñemela —murmuró Prokop extendiendo la palma de su mano, cubierta de cicatrices.

La princesa puso sobre ella la suave punta de sus dedos: un relámpago recorrió a Prokop, el corazón le latía con fuerza, y de repente se le pasó por la cabeza, de un modo absurdo: «¿Qué pasaría si cerrara la mano?». Y ya estaba amasando y aplastando en su tosca zarpa la carne firme, ardiente, de la mano de la princesa. Un vértigo embriagador le inundó la cabeza. Aún podía ver que la princesa tenía los ojos cerrados y que siseaba con la boca entreabierta; después él mismo cerró los ojos y, apretando los dientes, se hundió en una espiral de oscuridad. Su mano peleaba acalorada y salvajemente con aquellos dedos delgados, adherentes, que intentaban desprenderse de él, que se retorcían como serpientes, que le clavaban las uñas en la piel y que de nuevo, desnudos, crispados, se pegaron a la carne de Prokop. A éste le castañeteaban los dientes de placer; los trémulos dedos le irritaban la muñeca de un modo infernal, empezó a ver círculos rojos, de repente sintió una súbita y abrasadora presión, y la estrecha mano se le escapó de la suya propia. Aturdido, Prokop abrió sus ebrios párpados; la cabeza le retumbaba con fuertes palpitaciones. Vio de nuevo, con asombro, el jardín verde y dorado, y tuvo que entrecerrar los ojos, deslumbrado por la luz del día. La princesa tenía el rostro gris como la ceniza y se mordía los labios con sus afilados dientes; en el rabillo de sus ojos brillaba algo así como una aversión sin límite.

—¿Y bien? —dijo con sequedad.

—Virginal, insensible, lujuriosa, iracunda y orgullosa… seca como la yesca, como la yesca… y malvada; usted es malvada. Es usted cáustica por su crueldad, y rencorosa, y no tiene corazón. Es malvada, y está llena de pasión, hasta reventar. Intocable, codiciosa, dura, dura consigo misma, hielo y fuego, fuego y hielo… —La princesa asintió en silencio: sí—. … No es buena con nadie ni para nada. Arrogante, impulsiva a más no poder, incapaz de amar, venenosa y ardiente… incandescente… abrasada por el fuego, mientras todo a su alrededor se hiela.

—Debo ser dura conmigo misma —susurró la princesa—. Usted no sabe… usted no sabe… —Hizo un ademán con la mano y se levantó—. Muchas gracias. Le enviaré a Paul.

Una vez descargada su ofendida amargura personal, Prokop empezó a tener una opinión más amable sobre la princesa; incluso lo atormentaba que ahora ella lo evitara. Se preparó para decirle en cuanto tuviera ocasión algo cordial, pero esa ocasión ya no se presentó.

Llegó a palacio el príncipe Rohn, también llamado
mon oncle
[33]
Charles, hermano de la difunta princesa, un trotamundos culto y exquisito,
amateur
[34]
de todo lo posible e imposible,
très grand artiste
[35]
, como decían, que incluso había escrito unas cuantas novelas históricas, pero por lo demás una persona extremadamente agradable. Sentía especial simpatía hacia Prokop y pasaba junto a él horas y horas. La compañía del gentil caballero benefició mucho a Prokop: se desbastó y comprendió que en el mundo había también otras cosas aparte de la química destructiva.
Oncle
Charles era un libro de anécdotas personificado; a Prokop le gustaba desviar la conversación hacia la princesa y escuchaba con interés lo mala, alocada, orgullosa y magnánima que solía ser aquella muchacha que una vez disparó a su
maître de danse
[36]
y que en otra ocasión quiso que le cortaran un trozo de piel para trasplantárselo a una niñera que se había quemado; cuando se lo prohibieron, rompió del enfado
une vitrine
[37]
de cristal valiosísimo.
Le bon oncle
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también arrastró al zángano de Egon a visitar a Prokop y se lo puso al muchacho como ejemplo (a Prokop) con tantos elogios, que el pobre Prokop enrojeció tanto como el joven Egon.

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