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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (36 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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Si alguien se percataba de que ella había leído el documento, o sólo lo sospechaba, su vida estaba en peligro. Aunque devolviese los papeles a su sitio y cosiera la forración, siempre quedaría la duda de que ella había descubierto el infame secreto.

Se sintió atrapada en una trampa mortal. Se maldijo por haber sido tan meticulosa como para querer comprobar la autenticidad del cuadro. Si hubiera hecho la vista gorda, ahora no se encontraría en aquel terrible aprieto. Cuanto más lo pensaba, más nerviosa se ponía. Era mejor calmarse y razonar con la cabeza fría.

Optó por no hacer nada y esperar unos días. No había prisa por restituir el cuadro al arzobispo.

Aquella tarde hablaría con su marido. Era un hombre mesurado que sabía tomar las decisiones más adecuadas a las circunstancias.

Pasó el resto de la tarde en un estado de extrema agitación, asomándose cada pocos minutos a las ventanas que daban a la calle para comprobar si aparecía por fin la cabellera plateada de su marido de vuelta a casa. No debía tardar mucho, pero su impaciencia por contarle sus preocupaciones y el descubrimiento de aquellos papeles secretos enlentecían odiosamente el tiempo.

Al fin lo vio aparecer y corrió escaleras abajo a su encuentro.

Al verla jadeante y presa de la agitación, Orazio Lomellini se alarmó.

—¿Qué ocurre, querida?

—Ven, rápido —dijo ella, casi sin aliento por la carrera—, quiero enseñarte algo.

Se encerraron en el despacho de Orazio, donde Sofonisba había hecho llevar el cuadro. El documento lo tenía en el bolsillo.

Le explicó todo el asunto.

Orazio pasó del asombro al desasosiego. Todo aquello, además de muy extraño, entrañaba un gran peligro. Contrariamente a su mujer, no leía en latín, pero cuando ella le tradujo todo el texto, se quedó de una pieza. No podía creer lo que tenían entre manos.

—Si devolvemos el documento a su sitio, quien lo haya escondido podría sospechar que lo has descubierto. Si actúan como ordena el pacto, nuestras vidas corren peligro, porque pensarán que si tú lo has leído, también yo estoy al corriente. Debemos proceder con cautela.

—Y si cierro la costura sin poner el documento, descubrirán que el cuadro salió del Vaticano para ser autentificado por mí.

—Ya. Pero dime, ¿estás segura de que no tienes nada que ver con esta turbia historia?

Sofonisba le lanzó una mirada fulminante, pero él no le dio tiempo a protestar.

—Bromeo, querida —añadió con una sonrisa en los labios.

—No es momento de bromas —replicó ella, ligeramente molesta.

Pasaron toda la noche discutiendo, sopesando los pros y los contras. Cuando uno tenía una idea, cualquiera que fuese, el otro hacía de abogado del diablo, buscando los puntos negativos de la solución propuesta. Al alba, mientras el sol comenzaba tímidamente a asomar, la pareja, extenuada y con los ojos enrojecidos por la larga vigilia, llegó a una única conclusión: estaban pillados en una trampa.

—Vamos a la cama —dijo el marido, demasiado agotado para seguir pensando—. Necesitamos recuperar fuerzas y despejar la mente para tomar una decisión acertada. Ahora no puedo, y tú tampoco.

Sofonisba asintió con un gesto de la cabeza. Tampoco ella estaba en condiciones de seguir dándole vueltas al asunto.

Se disponían a abandonar el despacho cuando, de pronto, en el umbral de la puerta, Sofonisba se giró bruscamente:

—¡Creo que lo tengo! —exclamó, sorprendida de no haber caído antes.

Se quedó un instante en silencio, como intentando descubrir el punto débil de su idea, pero no lo encontró.

—Dime —dijo el marido con voz cansina. Se le cerraban los ojos, pero la exclamación de su mujer lo había despejado un poco.

—Sí, creo que ya lo tenemos —insistió ella, aún pensativa.

—¿Y bien? —preguntó Orazio, impaciente.

—Si lo ponemos dentro, pueden suponer que lo hemos encontrado y leído, antes de devolverlo a su sitio. En ese caso corremos el riesgo de ser asesinados sólo por la sospecha. ¿De acuerdo?

—Sí, claro, ¿y entonces?

—Si, en cambio, conservamos el documento y cerramos bien la costura, pasará tiempo antes de que descubran su ausencia.

—Ya. Pero ¿adonde quieres llegar?

—Si no encuentran el documento, ¿qué sucederá? Lo buscarán. Evidentemente, descubrirán que el cuadro ha estado unos días en nuestra casa, pero ¿cuál será su prioridad?

—¿Recuperar el documento?

—¡Claro! Pero si nosotros negamos los hechos, no nos sucederá nada, porque aunque sospechen de nosotros no se atreverán a matarnos, ya que entonces no lo recuperarían nunca. Y no creo que corran semejante riesgo. Aunque seamos los principales sospechosos, sin duda habrá otros. ¿Qué harán? ¿Matarnos a todos? Si la sola sospecha de conocer el documento significa una condena a muerte, la solución es asegurarse de que nunca sepan dónde está. Mientras lo busquen, estaremos a salvo.

Orazio miró a su mujer. De todas las posibilidades valoradas durante la noche, ésa parecía la única viable. Había riesgos, cierto, pero riesgos había en todas partes. Aunque Sofonisba no hubiera descubierto el documento, habrían corrido igualmente el riesgo de ser asesinados.

—Creo que tienes razón, querida. Me parece una buena idea. Pero ¿qué haremos con el documento? Si registran la casa, lo encontrarán.

—No lo encontrarán, ¡porque no estará!

—¿Qué quieres decir?

—Que lo haremos desaparecer para siempre. Lo quemaremos —sentenció.

—¿Quemarlo? —exclamó Orazio, sorprendido.

—Naturalmente —confirmó ella, convencida—. Si no lo tenemos, nunca podrán encontrarlo. ¿Quieres vivir el resto de tu vida con el miedo de que algún día alguien lo descubra accidentalmente? Es un riesgo que no podemos correr. Así ya no dormiré tranquila, pero si además debo preocuparme por ese maldito documento ya no podría vivir. No, no, debemos destruirlo.

—Como quieras —dijo Orazio, resignado—. Pero ¿cómo saber si no hay otras copias por ahí?

—¡Ése no es un problema nuestro!

Así pues, quemaron solemnemente los papeles en la chimenea del salón. Dedicaron un pensamiento a todos aquellos que habían muerto por intentar proteger aquel siniestro documento, o por haberlo leído inoportunamente.

Mientras observaban cómo se consumía entre las llamas y los sellos de laca se disolvían, Orazio seguía pensando. El asunto no se resolvía sencillamente quemando los papeles. Aún había que solucionar la cuestión del cuadro.

—¿Qué harás con el cuadro? Deberás dar una respuesta al Vaticano. Querrán saber si es tuyo o es una simple copia —dijo, sin dejar de contemplar las llamas que terminaban de consumir el infausto documento.

Sofonisba sonrió. Era la primera sonrisa que Orazio veía aparecer en los labios de su mujer desde el comienzo de la noche.

—¿Por qué sonríes, querida? —preguntó con ternura. Sofonisba era bellísima cuando sonreía.

—No te asustes, querido, pero acabo de tener otra idea. ¡Quemaremos también el cuadro!

—¡Pero qué dices! —exclamó Orazio, sorprendido—. ¿Te has vuelto loca? ¿Qué dirán en el Vaticano?

—¿Qué quieres que digan? Habrá sido un accidente. Para compensarlos, les propondré pintar otro idéntico.

De repente se sintió relajada. Al quemar también el cuadro daba respuesta a otros interrogantes. Por lo menos existiría la presunción de que el documento también había desaparecido accidentalmente. Nadie sabría nunca con certeza si ella lo había visto o no, y aunque siempre pendería una espada de Damocles sobre su cabeza, el riesgo se atenuaría razonablemente.

Sólo esperaba que el pariente de Imbruneta se conformara con su oferta y no preguntara demasiado. Incluso decidió regalar otro cuadro suyo. Así los museos vaticanos saldrían ganando y todos contentos.

Lo que Sofonisba ignoraba era que el documento había viajado de mano en mano durante muchos años antes de acabar escondido en su cuadro, ocultado a la vista de quien lo había buscado por mar y tierra, el pontífice Pío IV.

Si Pío IV hubiera sabido que aquello que había perseguido ansiosamente a lo largo de los últimos años de su pontificado estaba sencillamente escondido delante de sus ojos, detrás de aquel retrato que, de tanto que le agradaba, tenía colgado en su despacho para poder admirarlo cada vez que levantaba la vista, quizás habría descansado en paz. En cambio, el destino se había mostrado caprichoso con él, obligándolo a sufrir cada día, hasta el último de su vida, por el temor de que un buen día apareciese en las manos equivocadas.

Capítulo 42

Después del viaje a Palermo, Antón van Dyck había vuelto a casa, a Amberes.

En vez de emprender el camino inverso, embarcándose en Palermo con destino a Genova, había decidido ampliar su recorrido pasando por Roma, donde se había quedado varias semanas para conocer la ciudad y visitar a los amigos.

Había aprovechado su estancia para llenar varios cuadernos con esbozos de los principales monumentos de la ciudad y los rincones más sugerentes. No sólo con la intención de recordarlos una vez llegado a casa, sino para mostrarlos a los amigos flamencos que no habían tenido la oportunidad de viajar y conocer una de las ciudades más hermosas del mundo.

Después de las emociones del viaje a Italia, el regreso a la vida cotidiana había sido deprimente.

Influía en su carácter el tiempo frío y gris. Cuando recordaba el sol de Palermo y Roma, con esa luz particular que lo había cautivado, se sentía invadido por la melancolía. Pero, poco a poco, había retomado sus costumbres, como la de caminar temprano por los canales de Amberes, adaptándose al ritmo, que ahora encontraba monótono, de ir y volver de casa a su estudio.

A su amigo y maestro Rubens le había hecho una relación minuciosa de su viaje, de los lugares que había visitado, las personas que había conocido y, naturalmente, todos los detalles de sus encuentros con Sofonisba. Había quedado profundamente marcado por el encuentro con la pintora italiana, y se notaba su entusiasmo cuando hablaba de ella.

Esa parte del viaje se había convertido en su principal tema de conversación, hasta tal punto que a veces el maestro se burlaba afablemente de él en presencia de otros alumnos, llamándolo Sofonisbo. Cuando desde el ventanal que daba a la calle lo veía aparecer con la cabeza gacha, perdido en sus pensamientos y melancolías, solía comentar con aire divertido:

—Aquí llega el amiguito de la italiana. Ahora nos contará por enésima vez la historia de la más ilustre pintora del Renacimiento.

Todos los alumnos reían, lanzándose miradas cómplices y divertidas que disimulaban con la entrada del joven, puesto que no había mala fe en sus comentarios, sino afecto por el colega. Lo respetaban y, mientras escuchaban sus relatos, les costaba disimular su sana envidia. También ellos soñaban con viajar a la hermosa Italia y conocer a los grandes pintores del Renacimiento.

A fuerza de oír hablar del viaje a Palermo, de la casa de la pintora, de cómo era y de aquello que había dicho y no dicho, cada uno se había identificado con todo aquello, sintiéndose partícipe, como si esa visita hubiera sido un viaje colectivo del que cada uno hubiera traído un recuerdo preciso, porque todos, incluso quienes no lo admitían, se habían formado una opinión y, viajando con la imaginación, una visión personal de las cosas que Antón contaba.

Pero aquél no era un día cualquiera.

Había sucedido algo especial y todos estaban ansiosos por ver aparecer a Antón para compartir con él la emoción y la curiosidad. Había llegado un paquete de Italia destinado a él. Lo habían puesto bien a la vista, sobre la mesa en que Antón trabajaba habitualmente, de modo que apenas entrase le fuera imposible no advertirlo de inmediato.

Aquella mañana, cuando Antón llegó al estudio, como era habitual, saludó a todos. No era una persona particularmente efusiva. Su gruñido a modo de saludo no sorprendió a nadie.

Todos fingieron estar atareados, controlando con el rabillo del ojo cuál era su reacción al ver aquel bulto en su mesa.

Fue lo primero que notó Antón.

Se acercó, lo levantó, lo sopesó, leyó su nombre claramente escrito, lo cual no dejaba dudas sobre el destinatario, y finalmente preguntó:

—¿Quién lo ha traído? ¿Cuándo ha llegado? —Sin esperar respuesta, añadió—: ¿Sabéis de dónde viene? No tiene remitente.

Contestó el maestro Rubens.

—Ha llegado esta mañana temprano, con un correo de Italia. Parece que ha hecho un largo viaje. —Había una pizca de ironía en su tono.

Finalmente, al no resistir ya la curiosidad, todos se acercaron a la mesa de Antón, algunos esbozando sonrisas picaras, mientras que otros mantenían un aire serio y contenido. Uno de ellos dijo:

—Vamos, Antón, ábrelo. Nos morimos de curiosidad. No querrás hacernos esperar, ¿no?

Antón paseó la mirada por sus compañeros, un poco desconcertado. Al final, también él esbozó una sonrisa y dijo:

—Está bien, está bien. Veamos de qué se trata.

Añadiendo el gesto a la palabra, empezó a abrir delicadamente el misterioso envoltorio.

Era bastante grande. Se podía intuir, por su forma, qué contenía. Con toda probabilidad, un cuadro, con marco y todo. Era algo insólito, porque habitualmente, cuando se expedía una tela, ésta venía enrollada y metida en un estuche. Pero esta vez, quien había expedido el regalo, porque suponía que era un regalo, había tenido la cortesía de hacerlo enmarcar. Ese detalle era el que despertaba la curiosidad de sus colegas. ¿Quién podía haberse tomado tantas molestias, tenido tanta delicadeza, por no decir refinamiento, para regalarle a Antón un cuadro enmarcado?

Finalmente, retirado el envoltorio, apareció el cuadro.

Todos los presentes se quedaron atónitos y se oyó un «Oh» colectivo de admiración. Representaba a una mujer joven, quizá de veinte años, que emergía de un fondo oscuro, en una luz espectral que daba a la figura una imagen espléndida, mientras pintaba una Virgen. Ciertamente no era de una belleza perturbadora, pero quien la había retratado había sabido captar su inteligencia y personalidad, que se traslucía con vigor. Vestía de negro, sin joyas, mirando hacia fuera, como si un espectador pudiera cruzar su mirada. En una mano sostenía un pincel, mientras con la otra, de una blancura que rozaba la pureza, hacía un extraño gesto con el índice doblado.

Antón reconoció el cuadro al instante. Era el retrato misterioso. Aquel del cual no podía apartar los ojos en el pequeño salón de Sofonisba, en Palermo.

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