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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (31 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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—¿Tiene algo importante que decirme, señor Manzanares, para pedir ser recibido con tanta premura?

El joyero no se sorprendió por el tono desagradable. Conocía bastante bien al capitán general como para ofenderse. Valdés nunca había sido un hombre especialmente amable.

—Quería enseñarle algo que podría interesarle —respondió, con respeto. Le habría gustado dar mayor énfasis a su descubrimiento, una velada pizca de misterio, pero el gesto expeditivo del inquisidor lo había desconcertado. No era oportuno hacerse rogar.

—Veamos —respondió, tajante, Valdés.

Manzanares abrió lentamente el estuche de terciopelo rojo y sacó la Biblia, que depositó cuidadosamente sobre el escritorio del inquisidor.

Éste no reaccionó. Esperaba una explicación.

Manzanares comenzó a relatar los hechos, dando particular relevancia a sus sospechas sobre el legítimo propietario del libro y el intento de robo que monseñor Ortega estaba tratando de cometer con su involuntaria complicidad. Valdés escuchaba sin pestañear, mientras hojeaba distraídamente la Biblia. El asunto no parecía de especial interés, y quien fuera o no fuera el propietario del libro no tenía ninguna relevancia. ¿Querían sustituir una piedra? ¿Y entonces? Él se ocupaba de cuestiones de fe o de conjuras político-religiosas, no de presuntas tentativas de robo. Era una de las habituales historias ramplonas de aquel impertinente.

—¿Qué debo hacer? —preguntó Manzanares al cabo, impaciente, seguro de haber despertado el interés de su interlocutor.

—Haga lo que le piden —respondió Valdés—. No es una cuestión que nos concierna.

Cerró ruidosamente la Biblia y la tendió al joyero. La entrevista había terminado.

Manzanares se sintió decepcionado. Había esperado que el capitán general lo felicitase por su perspicacia, agradeciéndole por haberlo puesto al corriente de aquella trama, pero evidentemente no tenía interés en la cuestión. Bueno, al menos había cumplido con su deber. Si sucedía algo, no se le podría reprochar nada.

Una vez fuera del tétrico edificio, volvió paseando hacia su tienda. Se sentía más ligero, como si la inútil entrevista con el temido Valdés lo hubiera liberado de un peso.

El sol había comenzado a caer y la temperatura había refrescado ligeramente. Se sentía bien.

Entró en su negocio. A esa hora de la tarde, había poca gente por ahí y nadie en la tienda. Sus dos ayudantes ya se habían ido a casa, menudo par de gandules. Cerró con llave la puerta, fue a la trastienda y dejó la Biblia sobre la mesa. Quizá lo mejor que podía hacer era marcharse también él a casa. Total, a esa hora no había casi clientela. Estaba a punto de hacerlo cuando, siguiendo un impulso, decidió echar un último vistazo a la Biblia. La sacó del estuche y la posó sobre la mesa.

No sabía por qué, pero le gustaba. Quizá por su formato reducido, o por la atinada disposición de las piedras y la acertada elección de las mismas. Eran rubíes, diamantes, zafiros y esmeraldas, unidos entre sí por un fino hilo de oro. El diseño era perfecto. Lástima que faltase una. ¿Qué clase de piedra sería? ¿Una esmeralda o un rubí? Para descubrirlo, calculó cuántas había de cada una. A lo mejor el joyero que había realizado aquel trabajo había puesto el mismo número de cada una de ellas?

Excluyendo los diamantes, que eran más numerosos y estaban esparcidos como un fondo de estrellas sobre toda la cubierta, las otras piedras aparecían en grupos de cuatro.

De pronto, su cara se iluminó.

Ya lo tenía.

A juzgar por el encastre vacío, faltaba una pequeña esmeralda. Las esmeraldas eran las únicas impares, mientras que las demás eran pares.

Ya que estaba, aprovechó para echar un vistazo al interior, hojeando las páginas una a una, aunque lo único que le interesaba de verdad era la cubierta enjoyada. El interior era igual a muchos otros.

Al cerrarla, examinó la contracubierta, que tenía un formato peculiar. Su espesor no era igual que el de la cubierta. Era unos milímetros más grueso. Sin una concienzuda observación nadie se daría cuenta.

Intentó razonar. ¿Qué habría inducido al creador de aquella obra maestra a querer una contracubierta más gruesa que la cubierta? ¿Para hacerla de igual espesor una vez engarzadas las piedras? No tenía sentido. Algunas eran mucho más altas.

La abrió para estudiar el interior.

Inmediatamente advirtió que la hoja encolada sobre la contracubierta no era del mismo color que la de la cubierta. Era ligeramente más clara, como más nueva. ¿El libro había sido restaurado? Observó con una lupa los bordes encolados. Era un trabajo realizado con pericia. No se notaba en absoluto.

Apretó entre los dedos la contracubierta para calcular el espesor y tratar de averiguar si había sido rellenada o estaba hecha de una sola pieza. Se quedó sorprendido: era hueca.

Repitió el movimiento sobre los bordes, pero éstos resistieron: estaban llenos.

¿Por qué dejar un espacio apenas perceptible en la parte central de la página cuando el relleno debía cubrir toda la superficie? No entendía, pero semejante detalle, aunque ínfimo, fue suficiente para despertar su curiosidad.

Era tarde, y probablemente su mujer lo estaba esperando para cenar, pero no podía volver a casa y olvidarse de la Biblia. Sabía que no pegaría ojo en toda la noche si no resolvía aquel misterio. Ya puestos, mejor indagar a fondo.

Calentó un poco de agua. Abriéndola por la última página, mantuvo la Biblia suspendida sobre el cazo, de manera que el vapor despegara la cola.

El trabajo había sido realizado con tanto esmero que la hoja tardó lo suyo antes de empezar a desprenderse. Sólo cuando estuvo en un buen punto, con la ayuda de un abrecartas, Manzanares empezó la delicada operación de separar completamente la hoja del relleno.

No fue necesario completar la operación. Apenas un par de centímetros por debajo del borde, apareció un pequeño hueco. Parecía vacío. Levantó con cuidado la hoja, para evitar marcar los pliegues, y, para su sorpresa, descubrió que en el interior, doblado en cuatro, había un papel de distinto gramaje.

«Qué extraña restauración», pensó. Si la parte posterior del libro había resultado dañada, una vez cortada esa parte, podía sustituirse perfectamente por una de igual dimensión y grosor. ¿Por qué complicarse la vida? No era tan difícil.

Cogió una pinza para extraer lentamente la hoja contenida en la cavidad. No era una simple hoja. Era un documento.

Dejó a un lado la Biblia, cuidando de que no se cerrara para no estropear la hoja apenas despegada, y concentró su atención en el nuevo descubrimiento.

Así pues, esa cavidad no había sido preparada por casualidad, sino concebida expresamente como escondite. Se sintió excitado. A saber desde cuándo estaba allí. Probablemente quien lo había escondido quería hacerlo desaparecer para siempre sin destruirlo, o era un testamento oculto que sólo el autor sabía dónde había guardado.

Su curiosidad se disparó. Extendió el documento sobre la mesa. Estaba compuesto por distintas hojas y notó que la última estaba contrafirmada con numerosos sellos de lacre rosa.

No podía tratarse de un simple testamento.

Empezó a leerlo. Estaba escrito en latín, una lengua que no dominaba del todo, pero sí lo suficiente para entender algunas palabras.

Estaba redactado de una manera extraña y no entendía su significado. Se cansó enseguida de tratar de descifrarlo. Era demasiado difícil para su escaso conocimiento de la lengua. Pasó a examinar los sellos. Cuando descubrió que uno era el del cardenal Carranza y otro pertenecía al actual Pontífice, antes de ser elegido, puesto que el escudo todavía estaba cubierto por el capelo cardenalicio, Manzanares dio un respingo.

Se trataba de un documento importantísimo que alguien había escondido cuidadosamente y él, con su curiosidad, había descubierto.

Se arrepintió de su imprudencia. Había sido un estúpido al dejarse arrastrar por su maldita indiscreción. ¿Qué debía hacer ahora? Si devolvía el documento a su sitio y cerraba meticulosamente la tapa, como si no hubiera sucedido nada, el propietario de la Biblia no se percataría de nada; ¿o sí? Era probable que, sabiendo que había pasado por varias manos, comprobara escrupulosamente que todo estuviera en su sitio. Y si advertía que la tapa había sido despegada y vuelta a pegar, era probable que intentara reconstruir el camino recorrido por la Biblia de mano en mano. Y encontraría a Manzanares en un santiamén. Se había metido en un buen lío. ¿Qué podía hacer para arreglarlo?

La agitación le perló la frente de sudor. Tuvo que enjugársela varias veces para no manchar el libro.

Pensó en volver donde Valdés para mostrarle su descubrimiento, pero supondría un alto riesgo. Después de la reciente entrevista, no tenía ninguna gana de enfrentarse de nuevo con su arrogancia. El inquisidor la tenía tomada con él. Lo había tratado con desdén, como si fuera un imbécil, sin prestarle atención. Si lo hubiera escuchado, habría comprendido que tenía ante sus narices un documento por el que habría dado la pierna de un santo. Peor para él. Además, relacionarse con la Inquisición era un arma de doble filo. ¿Y si Valdés no le creía? Podía dudar de que el documento hubiera sido encontrado allí, y pensar que era una excusa de Manzanares para desentenderse de algún sucio asunto. Su palabra no tenía mucho peso en la sede de la Inquisición, mejor mantenerse lejos de ella. Pero debía tomar rápidamente una decisión. No podía seguir rumiando qué hacer mientras aquel extraño documento permanecía en su tienda.

Finalmente resolvió dejar pasar la noche. Era tarde y una decisión precipitada podía acarrear consecuencias funestas. Mejor pensarlo con calma. De momento devolvería el documento a su nicho y esperaría a mañana.

Lo hizo y guardó la Biblia en la caja fuerte. Luego se encaminó a su casa. Su mujer debía de estar preocupada por el retraso.

De camino, se maldijo por su ignorancia. Había sido un necio al no estudiar latín, pensando que no serviría para su actividad. De lo contrario habría podido leer y entender el misterioso documento. No dudaba de que era algo secreto e importante, tal como sugerían los numerosos sellos puestos como firma. ¿Y si lo hacía leer por alguien de confianza que supiera latín? ¿Quizá podría sacar algún beneficio?

No, mejor no correr más riesgos. Ese papel contenía un secreto gordo, de eso estaba segurísimo —si no para qué esconderlo de aquel modo—, y hacer partícipe a otra persona podía ser muy perjudicial. Los secretos son tales cuando se comparten entre pocos.

Esta reflexión lo llevó a otra pregunta: ¿cuánta gente estaba al corriente de la existencia de ese documento, y cuántos sabían de su escondite? Por ahora era una pregunta sin respuesta.

A la hora de cenar, su mujer se percató de que algo no marchaba.

—¿Estás intranquilo, Juan? —le preguntó, mientras cenaban, al ver la cara larga de su marido.

—Cosas del trabajo, no te preocupes —respondió él con tono cansado, intentando restar importancia al asunto.

Para distraerlo, su mujer le habló de los chismorreos que había oído aquella mañana en el mercado.

—Inmaculada me ha confiado esta mañana, mientras comprábamos la verdura en Pepito, que ha llegado a Madrid un cardenal italiano, un enviado especial del Papa. Se lo ha dicho su marido, que es cochero de la nunciatura.

—Vaya —respondió, distraído, Manzanares—. ¿Y qué ha venido a hacer?

—Eso no se sabe. Pero su marido le ha dicho que se había encontrado con una persona fuera de la ciudad y que luego lo ha llevado a la prisión para visitar a un detenido. ¿Quién puede estar en prisión para que un cardenal enviado por el Papa acuda a ese agujero? Debe de ser alguien importante.

—Y yo qué sé, mujer. Pero tú procura no divulgar demasiado las cosas que te cuentan. Las paredes tienen oídos. Es imprudente irse de la lengua.

La mujer calló, molesta por la reprimenda. Fue a la cocina a fregar los platos. Cuando su marido estaba de mal humor era mejor dejarlo solo.

Una vez a solas, Manzanares siguió pensando, buscando un modo de desembarazarse del documento sin dejar ningún rastro que luego pudiese llevar hasta él. Pero no encontraba nada convincente.

Estaba fatigado y no lograba concentrarse. Para distraerse, recordó las palabras de su mujer. ¿Qué había dicho? ¿Un cardenal enviado especial del Papa? No la había escuchado con atención porque estaba preocupado, pero lamentó haber sido tan descortés con ella.

Una idea audaz cruzó de golpe su mente. ¿Y si, aprovechando la presencia de su enviado especial en Madrid, entregara el documento directamente al pontífice? Después de todo, era uno de los signatarios. También podía dárselo al cardenal Carranza, el otro del que había reconocido el sello, pero sabía que estaba de viaje en Flandes. No podía guardar el documento hasta su regreso.

La idea comenzó a germinar en su cabeza. Sí, era lo más acertado que podía hacer.

Pero ¿cómo? Aún no lo sabía, pero encontraría la manera. Lo importante era mantener la discreción y cubrirse las espaldas.

Se sintió aliviado. Le gustaba esa solución. Finalmente podía irse a descansar tranquilo.

Capítulo 37

El cardenal Mezzoferro estaba saliendo en carroza de su residencia, cuando un desconocido se precipitó repentinamente sobre él.

Mezzoferro temió ser víctima de un atentado, pero el hombre permaneció en vilo sobre el peldaño de la carroza y le tendió un sobre, gritándole:

—¡Le ruego que entregue este documento a Su Santidad, eminencia! ¡Es de la máxima importancia!

Mezzoferro no tuvo tiempo de reaccionar. El hombre le tiró el papel y saltó a la calle. Apenas pudo balbucear: «Espere un momento», pero el desconocido ya había desaparecido en medio de la multitud. El cardenal hizo detener la carroza y se asomó a la ventanilla. Demasiado tarde.

Aún asombrado por la rápida secuencia de los hechos, se quedó unos momentos escrutando a la muchedumbre que lo rodeaba. Nadie parecía haberse percatado de lo sucedido. La gente seguía atareada en sus cosas. Todo se había desarrollado en apenas unos segundos. Así pues, ordenó al cochero que prosiguiera.

A poca distancia, mezclado entre la multitud, un hombre había seguido la escena sin perderse ni el más mínimo detalle. El joyero Manzanares se restregó las manos con satisfacción. Se la había jugado al arrogante capitán general de la Inquisición. Así aprendería a no tratarlo como a un apestado.

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