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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (33 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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Cómodamente instalados en los sillones que Valdés había hecho colocar en el despacho para la ocasión —habitualmente los hacía quitar para que sus huéspedes se sintieran a disgusto—, delante de una copa de vino que Mezzoferro encontraba asqueroso —su paladar estaba acostumbrado a otra calidad—, iniciaron una conversación cordial, marcada por cierto formalismo protocolario, para ir distendiéndose.

En su mente, cada uno esperaba que el otro dijera algo que los llevara al meollo de la cuestión. Valdés quería saber en qué se había equivocado, mientras que Mezzoferro sencillamente quería saborear su victoria sobre el poderoso e influyente inquisidor.

Fue Valdés el primero en formular una pregunta directa:

—Eminencia, ¿qué argumento ha logrado convencer a nuestro amable soberano de que firmara el traslado a Roma del cardenal Carranza?

La impertinencia de la pregunta no sorprendió a Mezzoferro. Hacía media hora que la esperaba. Sonrió amablemente, mirando a los ojos a su interlocutor.

—Mire, ilustrísimo padre, en realidad no tuve que hacer un gran esfuerzo. Sencillamente le dije a su majestad que el cardenal Carranza tenía en su poder documentos secretos que al Santo Padre no le agradaría que fueran revelados. De haberse hecho públicos, sus consecuencias diplomáticas habrían sido muy embarazosas. Así pues, para la tranquilidad de la Santa Sede y los reinos de España, era aconsejable no forzar al cardenal a un gesto desesperado. Si debe ser juzgado, que lo sea, pero por la Santa Sede, más adecuada para valorar las acciones de sus príncipes. Aconsejé, pues, su traslado como prisionero a Roma, manteniendo las acusaciones presentadas por la honorable Inquisición. De este modo, se salvaguarda el honor de todos.

—¿Es cierto que Carranza posee esos documentos? —preguntó Valdés, receloso pero sin perder la sonrisa.

—Pues no lo sé con certeza. Es mi interpretación de los hechos. Una deducción a la que he llegado considerando diferentes aspectos de la situación, entre otros, y no el menos importante, el interés de Roma en que el prisionero sea conducido allí cuanto antes.

Valdés se relajó de golpe, dejando escapar una sonora carcajada. Era evidente que esos documentos no existían, pero permitían que Felipe II, que sin duda tampoco lo había creído, tuviera una excusa para desembarazarse de un engorroso problema. Fingiendo dar crédito a las palabras del cardenal Mezzoferro, dejaba a todos contentos y se lavaba las manos.

—Ha tenido suerte, eminencia, de que su majestad haya confiado en sus palabras.

—La confianza a veces da sus frutos —repuso el cardenal, enigmático.

Valdés sintió respeto por el viejo diplomático. Mezzoferro había usado una sutil estratagema para que todos los implicados quedaran satisfechos, sin tener que entrar en el meollo de la cuestión.

—Pero la confianza es algo muy frágil, eminencia. Cuando se pierde, ya no se recupera.

—El valor está precisamente en no perderla —sentenció el cardenal.

Aún había un punto que le intrigaba. No había conseguido entender el papel de toda la gente implicada en la trama de Mezzoferro.

—Pero —insistió— hay un movimiento extraño, creado por usted, que no logro entender.

Mezzoferro lo miró, divertido.

—¿Cuál era el papel de monseñor Ortega y aquel párroco en todo el asunto? —preguntó Valdés.

—Oh. —Mezzoferro sonrió, complacido—. Ésa era una falsa pista para distraerlo.

Valdés arqueó las cejas, sorprendido.

—Mire, querido amigo —prosiguió el cardenal—, antes de emprender el viaje me informé sobre usted. En los archivos del Vaticano consta que nuestro nuncio en Madrid fue, en su juventud, compañero de estudios del eminentísimo capitán general de la Inquisición, o sea, usted. Pensé que un reencuentro tantos años después en la misma ciudad haría resurgir su vieja amistad. Era, pues, muy probable que, en una conversación entre viejos conocidos, el nuncio dejara escapar alguna palabra de más. Si lo hacía partícipe de una trama inexistente, con implicados que sólo él conocía y que incluso yo ignoraba, habría creado una pequeña confusión, mandándolo a indagar en una dirección donde no había absolutamente nada, mientras yo quedaba con las manos libres para actuar por mi cuenta.

Valdés arrugó el entrecejo y se maldijo a sí mismo. Se había dejado engañar por las apariencias. Había caído como un principiante en la trampa tendida por aquel viejo zorro de Mezzoferro, siguiendo una pista inútil, mientras él se encontraba en secreto con el rey y con Carranza. Pero decidió poner al mal tiempo buena cara.

—Muy sagaz de su parte, eminencia. Ha conseguido engañarme, y puedo asegurarle que es de los pocos que lo han logrado. Por eso merece todo mi respeto. Sepa que en el futuro, si me necesita, tiene en mi humilde persona a su más fiel servidor. Cualquier cosa que le sea menester, no dude en pedírmela. Será un honor para mí complacerlo.

Mezzoferro sonrió, satisfecho. No se creía ni una palabra, pero debía reconocer que Valdés era un buen perdedor. Al menos era la imagen que quería transmitir, y él no podía por menos que mostrarse agradecido.

—Lo tendré en cuenta, querido amigo. A veces la vida reserva sorpresas inimaginables.

Se levantó fatigosamente, dando a entender que la conversación había terminado. Se habían dicho cuanto tenían que decirse. Era hora de despedirse. Dudaba de que algún día volviera a verlo, y ojalá así fuera. No le habría gustado tener que tropezarse de nuevo con aquel hombre demoníaco.

Capítulo 39

María Sciacca estaba radiante por haberse hecho con aquella pequeña esmeralda. Ahora sí, con esa pequeña fortuna en la mano, podía pensar en un futuro más tranquilo. Imaginó todo lo que haría con el dinero que obtendría de la venta.

Ante todo, regresar a Italia. Aún no sabía dónde se establecería, pero sin duda no en Sicilia. Acaso en alguna localidad donde nadie la conociera y pudiera presentarse como una señora acomodada, nueva en la ciudad. En sus hijos pensaría más tarde, no era un asunto urgente. Antes de reunirse con ellos debía conseguir un buen partido. Encontrar un marido era su obsesión, y con unos ahorros desde luego sería más fácil. Después de todo, era joven y rica. ¿Quién podía ofrecer tantos atractivos? Ahora le sobrarían los candidatos.

Sin embargo, aún había un pequeño trámite que cumplir antes de realizar sus sueños: vender la esmeralda. Con una piedra no podía hacer nada. Sólo el dinero en metálico podría hacerla feliz y permitirle concretar sus proyectos.

No sería fácil.

Ante todo, le preocupaba que no la engañaran. No conocía el valor de aquella gema. Debería consultar en varias joyerías y hacerse una idea aproximada de su valor. El otro escollo que superar era presentarse como vendedora.

Una criada que intenta vender una esmeralda indefectiblemente despierta sospechas. Para no caer en una trampa fácil, debía idear algún plan creíble, que no indujera al interesado a pensar que se las veía con una ladrona. Pensó en vestirse como una señora. La cuestión era dónde podía encontrar un vestido adecuado. Las parroquias distribuían de vez en cuando vestidos donados por las señoras de la burguesía, pero sólo conocía una parroquia, la del padre Ramírez, y no era conveniente volver por allí.

De pronto se le iluminó la cara. Tenía la solución delante de los ojos y no la había visto: los armarios de su señora estaban llenos de vestidos, Sofonisba tenía muchos, para todos los usos. Quizás eran demasiado lujosos para pasar por una simple burguesa, pero unas pequeñas modificaciones quizá bastaran para disimularlo. Tenían casi la misma talla. Ya tenía en mente uno que podía venirle bien. De inmediato puso manos a la obra.

Dos días más tarde, ya estaba lista para pasar a la segunda fase de su plan. Había adaptado un vestido de Sofonisba a sus medidas, y cuando se lo probó delante del espejo se encontró bellísima. Podía pasar perfectamente por una señora de la alta burguesía. En su caso, el hábito haría al monje, contrariamente a lo que afirmaba el dicho.

Confiaba en que su señora no le pidiera que preparase precisamente ese vestido para el día siguiente, pero ya tenía en mente una respuesta: lo había manchado accidentalmente. Se necesitarían un par de días para dejarlo a punto.

También había planeado la pequeña escena que interpretaría. Sería una viuda que atravesaba un momento difícil por la muerte de su marido —el vestido era negro—, y se veía necesitada de vender parte de sus joyas. Con lo obtenido por esa primera esmeralda, esperaba poder arreglárselas durante un tiempo.

Vagando por las calles de la capital, había hallado un par de joyerías que podían servirle. Situadas en zonas discretas, no eran frecuentadas por gente de la clase alta. Con su apariencia, podía engañar a un modesto joyero, no desde luego a alguien habituado a tratar con verdaderas damas de la aristocracia.

Con el vestido de su patrona, parecía otra persona. Estaba muy satisfecha con el resultado. Se encaminó con paso seguro hacia la primera de las dos joyerías. De camino, se repetía mentalmente la pantomima que iba a interpretar. Debía procurar no hablar demasiado, para no traicionarse con algún juramento. Una palabra fuera de lugar y sería el fin.

A esa hora de la tarde había poca gente por la calle. Era el mejor momento, porque más tarde, a la hora del paseo, correría el riesgo de que hubiera clientela en la tienda, lo cual habría dificultado la operación.

Echó un vistazo dentro antes de entrar. Estaba en penumbra y no parecía haber demasiada actividad. Perfecto. Entró.

De inmediato se dio cuenta de que algo no iba bien. Aquel sitio era horrible, tenía un aspecto decadente y hedía. Dudó de que en aquel sitio hubieran visto alguna vez una verdadera esmeralda como la suya. Estaba a punto de retroceder cuando por una sucia cortina apareció un hombre corpulento, de mediana edad, con una ancha sonrisa en la cara.

—¿En qué puedo ayudarla, amable señora?

María Sciacca se sintió atrapada. No podía marcharse sin decir nada.

—Lo lamento, pero creo que me he equivocado de tienda —respondió, tranquilamente, procurando imitar el tono y los modales de su patrona.

—¿Seguro? —repuso rápidamente el comerciante, sin desprenderse de su sonrisa estampada. Por una vez que entraba una verdadera dama en su tienda, no podía dejarla escapar—. Tal vez podríamos ayudarla. ¿Qué buscaba exactamente?

María Sciacca vaciló. Habría preferido probar fortuna en la otra joyería, pero ya que estaba ahí, por qué no probar. Aquel hombre parecía dispuesto a escucharla. Quizá las apariencias engañaban y tenía dinero como para comprarle la esmeralda.

—Mire, tengo un pequeño problema, pero no sé si usted…

—Veamos de qué se trata —la interrumpió el joyero, intrigado—. Seguro que le encontramos solución.

María se lo explicó y el hombre escuchó sin pestañear, pero sin mostrarse demasiado interesado. Pero cuando iba a responderle que no compraba joyas, María Sciacca sacó la esmeralda.

El abrió los ojos como platos y por un momento se olvidó de sonreír. Examinó atentamente la piedra. Era buena, no había duda. Nunca había tratado con esmeraldas de ese valor, pero había visto varias.

—Es una pieza bellísima —admitió finalmente—. No creo que sea difícil encontrar un comprador que pague un buen precio. Pero mire —fingió un aspecto humilde que contrastaba con la actitud mantenida hasta entonces—, yo no podría pagarle lo que vale sin asegurarme antes de que poder revenderla. Debería dejármela unos días para enseñarla a posibles interesados. Estoy seguro de poder ofrecerle una suma que la satisfaga.

Ella le adivinó el juego al viejo bribón. Si pensaba que se las veía con una incauta estaba muy equivocado. Antes de que el otro pudiera reaccionar, le cogió la esmeralda de la mano y la metió en el bolso.

—Lo siento —dijo con aire altivo—. No creo que sea posible. No es por desconfianza, pero comprenderá que…

El hombre recuperó su sonrisa.

—No hay problema, señora. Cuando quiera, sabe dónde encontrarme.

María Sciacca salió de la tienda reprochándose haberle mostrado la piedra. Pero ahora era demasiado tarde. Lo intentaría en la otra joyería.

Se encaminó rápidamente en esa dirección. El calor era insoportable. Ahora entendía por qué la gente no salía de casa hasta que la frescura de la tarde comenzaba a sustituir poco a poco el bochorno del mediodía. Por añadidura, con aquel vestido incómodo y pesado se sentía extraña. Desde luego los suyos eran mucho más cómodos, aunque más sencillos.

Para encontrar un poco de alivio, decidió torcer por una calleja que desembocaba en la plaza a la que se dirigía. Al menos tendría la sombra de las casas pegadas la una a la otra.

Pensó que dada su estrechez, un carro no podría circular por allí. Probablemente la utilizaban los peatones cuando tenían prisa.

No se percató de los dos hombres que la seguían. Cuando oyó los pasos a su espalda ya era demasiado tarde.

No tuvo tiempo de girarse, pues ya los tenía encima. Uno le rodeó el cuello con un brazo musculoso, mientras el otro hurgaba en su bolso. Sintió la punta de un cuchillo en su garganta.

Se vio perdida.

Pero el otro encontró rápidamente lo que buscaba y el que la sujetaba la soltó, dejándola caer al suelo. Los dos huyeron a toda prisa.

María no tardó en reaccionar y se puso a gritar con desesperación. Sus gritos resonaron en el estrecho callejón.

Temiendo que alguien se asomara a una ventana y los descubriese, uno de los dos hombres volvió sobre sus pasos y le clavó dos cuchilladas en el pecho.

María Sciacca no tuvo tiempo de reaccionar ni de darse cuenta de lo que sucedía. Murió al instante.

La noticia de que habían encontrado a una dama no identificada asesinada en una calle de la capital no llegó nunca al palacio.

Sofonisba no volvió a saber de su criada. Descubrió que uno de sus vestidos había desaparecido, coincidiendo con la desaparición de María, pero no estaba segura de poder relacionar ambos hechos. Sucedían cosas tan extrañas en aquel palacio, entre robos de cuadros y vestidos, que ya no sabía qué pensar. Recordó que últimamente la muchacha mostraba disgusto por su vida en la corte. Quizás había encontrado a un galán y huido con él. No era una gran pérdida, y a los pocos días dejó de preocuparse por ella.

Capítulo 40

Tras marcharse de Madrid sin nostalgia alguna, Mezzoferro se dirigía en carroza hacia el puerto de Cartagena, donde embarcaría en un buque que lo devolvería a Civitavecchia.

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