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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (35 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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Arregló el viaje de dos sicarios a Madrid. Antes de matarlo, debían sonsacarle qué había hecho con el documento.

Cuando regresaron, las noticias no gustaron al cardenal. No habían encontrado a Ramírez, porque ya había muerto por su cuenta. Una semana antes de que llegaran a Madrid, el anciano sacerdote había fallecido a causa de un fulminante ataque cardíaco.

Esto ponía al cardenal Carranza en una situación muy delicada: muerto Ramírez, perdía toda posibilidad de localizar el documento. ¿Hasta cuándo podría engañar a sus cofrades?

No tuvo que preocuparse durante mucho tiempo. Una hermosa mañana de primavera, cuando las bandadas de aves comenzaban a dejarse ver en el cielo de Roma, el cardenal Carranza fue encontrado muerto en su cama. Hubo quien sospechó que había sido envenenado, atribuyéndolo a una venganza del capitán general de la Inquisición por habérsele escapado, pero Pío IV hizo acallar rápidamente los rumores, ordenando que fuera enterrado de inmediato, sin proceder a ningún examen del cadáver. En Roma, cuando alguien moría muy oportunamente, se sospechaba que detrás estaba la mano de algún envenenador. Tenían bastante experiencia de cómo funcionaban las cosas en la ciudad.

Su residencia fue puesta patas arriba en busca del documento, pero sin éxito. Pío IV estaba furioso, aunque su preocupación duraría poco. También él murió cuatro meses después que Carranza.

La muerte accidental del cardenal Mezzoferro había creado una situación paradójica. Al ser la única persona que conocía el paradero del documento secreto, este último estaba destinado a considerarse definitivamente perdido. Y así se quedó tranquilamente en su escondite secreto durante muchos años, antes de que la casualidad lo sacara de nuevo a la luz.

Capítulo 41

Genova, veinte años después

En la tranquilidad de su casa, sobre las alturas del centro histórico de la ciudad, Sofonisba admiraba el panorama del puerto.

Desde sus ventanas, la vista abarcaba toda la costa de la Liguria, de levante a poniente, recordándole que miles de leguas más allá, hacia poniente, estaba aquella España donde había vivido quince largos años.

Mientras esperaba la llegada de un huésped, dejó caer su mirada sobre los barcos que entraban y salían del puerto. Le agradaba aquella vista apacible que le permitía soñar, imaginando los países exóticos donde los barcos cargaban sus mercancías para luego desembarcarlas en el puerto ligur, antes de seguir su camino por media Europa.

En otra vida, le habría gustado ser aventurera para conocer todos los sitios que se habían descubierto en las últimas décadas. No eran verdaderos países, pero quien los había visitado hablaba maravillas del carácter afable y dócil de los salvajes que poblaban aquellas tierras lejanas, de clima favorable y abundante vegetación. Algunos viajeros habían traído plantas extrañas, nunca vistas en la vieja Europa, y frutas dulces hasta entonces desconocidas.

Pero sólo eran sueños.

Su vida había llegado a buen puerto y se preparaba para una vejez serena al lado de su marido.

De vez en cuando cogía los pinceles para pintar el retrato de algún viajero de paso, pero sólo en muy pocas ocasiones, puesto que su vista comenzaba a jugarle malas pasadas.

Estaba impaciente por recibir a su huésped, un amigo siciliano de paso por Genova por cuestiones comerciales. Le había escrito de su próxima estancia en la ciudad y pedido permiso para visitarla.

Ella estaba encantada. Las distracciones eran pocas, de modo que una visita siempre era ocasión para charlar un rato y cambiar impresiones sobre personas conocidas o hechos recientes.

Sandro Imbruneta llegó puntual a la hora indicada. Era un hombre de edad avanzada, amante de la puntualidad y dotado de una inagotable curiosidad. Le contó su viaje. Remontando la península, de Sicilia a Liguria, se había detenido en Roma unos días y había aprovechado su estancia para visitar a un pariente sacerdote asignado al Vaticano. En el curso de la conversación, había mencionado que se dirigía a Genova, donde se encontraría con su amiga la pintora Sofonisba Anguissola.

—Mira qué casualidad —había exclamado el pariente sacerdote—, precisamente hace pocos días me han traído un cuadro suyo de los aposentos papales, donde ha permanecido varios años. Al pontífice le agrada cambiarlos de vez en cuando, sustituyéndolos por otros de la colección vaticana. Si quieres verlo, está aquí, en la habitación de al lado. Lo hice colgar ayer.

Sandro Imbruneta había admirado la pintura de su amiga, una obra de unos veinte años atrás y que nunca había tenido ocasión de ver.

—Vaya —exclamó Sofonisba, divertida—. ¿Y cuál era?

—Es un autorretrato. Estás posando mientras pintas un cuadro de la Virgen con Niño.

—Ya lo recuerdo. Fue un trabajo que me encargó Pío IV. Lo pinté cuando estaba en España.

—Muy interesante cómo pintaste una mano —comentó Sandro—. Con el índice doblado. ¿Tiene algún significado especial?

—¿El índice doblado? —repitió Sofonisba, perpleja—. No recuerdo haberlo pintado así. Es más, estoy absolutamente segura de no haberlo hecho.

—Pues el índice está doblado, te lo aseguro. De hecho, al verlo pensé que te preguntaría por qué lo habías pintado así.

Sofonisba se quedó pensativa. Trató de recordar el momento en que había realizado su autorretrato, pero no tenía ninguna duda. No había pintado el dedo de ese modo.

—Estoy absolutamente segura, querido amigo. No lo pinté así. Ése no es mi cuadro. Ha sido copiado o modificado. No es el original.

Sandro Imbruneta se quedó atónito. Si la pintora afirmaba que el cuadro no era suyo, significaba que el Vaticano creía poseer un original que en realidad no lo era.

—Si me lo permites, escribiré a mi pariente para informarle. Es el encargado de las colecciones vaticanas y ha de saberlo.

Sofonisba no respondió de inmediato, absorta en sus pensamientos. Sin embargo, estaba segura de cómo había pintado aquella mano.

—Sí, claro —accedió al fin—, es una buena idea. En realidad, me gustaría ver el cuadro para verificarlo por mí misma. Soy la única que puede certificar si una obra es mía o no.

—Se lo comentaré a mi pariente. Con tu permiso, podría darle tu dirección para que se pusiera en contacto directamente.

—Desde luego. Puedo asegurar que no pinté el dedo de ese modo —insistió ella, preocupada.

Pasaron a otros temas.

Una vez su amigo se hubo marchado, Sofonisba volvió a pensar en el retrato. Qué extraño. ¿Por qué alguien querría modificar un detalle de su mano, admitiendo que se tratara del original?

Durante semanas no tuvo noticias del asunto. No se había olvidado de la cuestión y más de una vez estuvo tentada de escribir al pariente de Imbruneta, pero se decía que era mejor esperar a que él tomara la iniciativa.

Y así ocurrió.

Una mañana recibió una carta del intendente general de las obras artísticas del Vaticano, el famoso pariente de Imbruneta. Le hablaba de la carta recibida de su primo y del extraño caso. Ante el dilema de encontrarse con un cuadro que se creía original pero cabía la posibilidad de que no lo fuera, se lo enviaría a la pintora para que confirmase si era o no obra suya. Después de examinarlo, la señora Anguissola podía devolver el retrato al arzobispo de Genova, que se ocuparía de hacerlo llegar al Vaticano.

Sofonisba aceptó. Y poco tiempo después recibió su autorretrato.

Resultó emocionante ver de nuevo aquel cuadro pintado veinte años atrás. Los recuerdos afloraron. Evocó los años pasados, rememorando las horas dedicadas a afinar cada detalle para que el pontífice quedara satisfecho. Vistos en perspectiva, habían sido unos años espléndidos, en particular los últimos, cuando había hecho de tutora de las pequeñas infantas huérfanas. Aún se mantenía en contacto con ellas. Había vuelto a ver a Isabel Clara Eugenia cuando ésta había pasado por Genova.

Apenas desembalado el cuadro, su mirada se fijó en el dedo. En efecto, el índice aparecía doblado. Examinó con atención la pintura y notó que había sido modificada. Un trabajo perfecto, probablemente obra de un entendido, pero, aun así, una alteración de su obra. Qué extraño. ¿Quién podía haber ordenado cambiar un detalle tan nimio?

Pensó qué extraño había sido todo lo que ocurría en la corte de Madrid. Cuadros que desaparecían y regresaban, otros nunca más hallados, un vestido suyo desaparecido… Madrid era todo un misterio.

Decidió examinar todo el cuadro. El resto estaba intacto. La insólita modificación afectaba sólo al dedo.

Dio vuelta el bastidor en un gesto maquinal y vio algo raro en el bastidor. Se quedó perpleja. ¿Qué motivo había para añadir otra tela al reverso de la pintura? No era necesaria. Dio vuelta de nuevo el cuadro y examinó minuciosamente la parte frontal. La tela no mostraba ningún defecto. Por tanto, no había sufrido ningún daño, como temió en un primer momento, que justificase el refuerzo del bastidor por detrás.

Examinó más atentamente la nueva forración. En la parte superior advirtió una pequeña costura, de la dimensión de la palma de una mano.

Vaya, qué extraño.

Recordaba que la primera versión del cuadro había desaparecido y ella había tenido que repetir todo el trabajo. Ahora éste había sido modificado y forrado. No entendía nada.

Resolvió sacarse la duda.

Sabía que era incorrecto, dado que el cuadro ya no le pertenecía, pero decidió cortar la nueva tela para ver por qué había sido añadida. Realizó el corte con delicadeza, siguiendo el trazado de la costura, para luego volver a coserla sin que se notara.

Cuando el corte fue bastante grande, separó ligeramente los bordes para mirar dentro.

Se veía perfectamente la parte posterior de la forración original. Estaba intacta. Mirando hacia el fondo, entrevió algo. Parecía un papel. Intentó meter una mano para cogerlo, pero aunque tenía manos muy pequeñas, no pasó por la hendidura.

Con un impulso brusco, la agrandó sin preocuparse de las consecuencias. Estaba irritada por todo aquel misterio. ¿Cómo se habían atrevido a manipular así su cuadro? Finalmente pudo meter la mano.

Alcanzó unos papeles y los sacó. Eran tres hojas. La última estaba sellada con dieciséis firmas. Se quedó estupefacta. Alguien había utilizado su cuadro para esconder un documento en un doble fondo.

Empezó a leer el texto.

Sus conocimientos de latín eran excelentes. Había estudiado y leído muchos textos escritos en esa lengua, y aunque al principio tuvo algunas dificultades, lo entendió perfectamente. Y no dio crédito a lo que leía: se trataba de una trama demoníaca.

Empezó a temblar por los nervios. Tuvo miedo. Involuntariamente, había descubierto un secreto que había permanecido escondido durante años en el interior de su cuadro.

No conocía a todos los signatarios del documento, pero a algunos sí. Uno de ellos era el mismo Papa que le había encargado la obra.

Unos treinta años antes, un grupo de personas, dieciséis en total, habían estipulado una alianza secreta, de tipo masónico, en la cual se prometían apoyo mutuo e incondicional. Los signatarios, todos eclesiásticos de alto rango, obispos, arzobispos y algunos cardenales, tenían como objetivo principal el acceso al trono pontificio. Cuando uno de ellos lo conseguía, debía asegurar el capelo cardenalicio a sus hermanos que aún no lo tuvieran y repartir entre los signatarios todos los beneficios eclesiásticos acumulados por la Santa Sede, como las rentas de las mejores abadías y otros favores especiales.

En caso de cónclave, los cardenales signatarios debían asegurar todos los votos al cofrade que se presentara como candidato, además de usar su influencia para recabar todos los votos posibles Examinando las firmas, Sofonisba se percató de que, de hecho, tres de ellos ya lo habían conseguido en los años precedentes, incluyendo a Pío IV, que le había encargado el cuadro. Si aquel documento era dado a conocer, se convertiría en una verdadera bomba, puesto que podía constituir la prueba flagrante de un pecado de simonía, suficiente para condenar a todos sus signatarios.

Para impedir que alguno de ellos cayera en la tentación de divulgar el secreto, o intentara desligarse del acuerdo tras ser elegido Papa, era preciso que el documento fuera absolutamente secreto. Por eso se presentaba como un hermético contrato masónico. Ese detalle había puesto a prueba las reticencias de más de un cardenal, pero al final todos habían firmado. Para un príncipe de la Iglesia, ser acusado de formar parte de la masonería significaba una condena a muerte segura.

Quien había tenido la maquiavélica idea de redactar un texto inequívocamente masónico, que hiciera imposible la retractación de ninguno de sus signatarios, había sido nada menos que el propio Pío IV.

Por motivos de seguridad, sólo existía un original del texto.

Los signatarios habían acordado, tras duras discusiones, que cada año se eligiera por votación quién sería el custodio del documento durante los siguientes doce meses, llamado «el depositario», asegurando así la imposibilidad de que uno fuera más favorecido que otro y usase la custodia como un instrumento de chantaje contra los otros.

También se había decidido que, antes de cada cónclave, el documento debía ser escondido por tres de los signatarios en un lugar secreto, a fin de evitar que, si el custodio era elegido Papa, lo hiciera desaparecer. Después de la elección del pontífice, los otros dos tenían el encargo de recuperar el documento y entregarlo al nuevo depositario elegido.

Se había previsto, asimismo, un sistema de seguridad en caso de muerte del depositario. Al recibir el documento secreto, debía entregar a dos hermanos una carta lacrada con la indicación del lugar donde se encontraba el documento. Producido el fallecimiento, los dos lo recuperaban.

El deceso de uno de los conjurados abría la puerta a un nuevo miembro, elegido en asamblea. De ese modo se aseguraba la perpetuación de la secta y el mantenimiento de favores y riqueza a los beneficiarios. La transgresión del secreto era castigada con la muerte, extensible a cualquier tercero que, por el motivo que fuese, leyera el documento. Debía ser eliminado de inmediato, aunque sólo se sospechara que había conocido su secreto.

Sofonisba dio un respingo. Era su caso. Involuntariamente, se había enterado del secreto.

¿Quién había escondido el documento en su cuadro? ¿Por qué? ¿Había sido una emergencia? ¿Sabía que ahora el cuadro había dejado las seguras salas vaticanas para viajar a Genova? ¿Lo estaba buscando?

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