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Authors: Lorenzo de’ Medici

Tags: #Novela histórica

El secreto de Sofonisba (27 page)

BOOK: El secreto de Sofonisba
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Valdés creyó estar en la pista correcta.

¿Por qué el eminentísimo cardenal no se había puesto personalmente en contacto con la italiana, cuando no había dudado en encontrarse en secreto nada menos que con el propio rey? ¿Qué tenían que decirse? ¿Cuál podía ser el mensaje que probablemente el cardenal Mezzoferro había sido encargado de transmitir a Felipe II? ¿Quién lo enviaba? ¿Una iniciativa personal? Era improbable. Lo demostraba la carta del Papa.

¿El cardenal actuaba por encargo directo del pontífice, o Pío IV sólo se había prestado a firmar una carta que otros le requerían? Debía preguntar a sus contactos en la Santa Sede. Era una cuestión delicada, porque si éstos empezaban a hacer preguntas y la indiscreción llegaba a oídos del pontífice, éste podía recular o dar instrucciones para acallarlos. Conocía bien los métodos de Pío IV. No era un hombre en quien se pudiera confiar ciegamente. Y si el asunto le interesaba, entonces todo se complicaría y sería peligroso enfrentarse a su cólera.

¿Cuál era el papel del Papa? Si sólo había aceptado firmar la carta porque alguien se lo había pedido, debía de ser alguien muy importante e influyente. ¿O era fruto de su iniciativa personal? Demasiadas preguntas sin respuesta.

De algo estaba seguro, y en ese convencimiento se basaba su inquietud: lo que fuese, se estaba tramando a sus espaldas. Una idea francamente insoportable.

Capítulo 30

Era temprano. El sol acababa de salir. Recién celebrada la primera misa matutina en la pequeña capilla del palacio, el cardenal Mezzoferro se disponía a cumplir con el ritual del desayuno, para él todo un acontecimiento. Desde que se había despertado, esperaba ansioso poder sentarse a la mesa, cuando un sirviente vino a informarle que había un visitante en la puerta de la residencia y pedía ser recibido por su eminencia.

—¿A esta hora? —exclamó el cardenal, sorprendido—. Le hemos dicho que era demasiado temprano para que su eminencia pudiera recibirlo, pero el hombre ha insistido.

—¿Ha dicho su nombre?

—No, eminencia —respondió el hombre, antes de añadir deprisa—: Sólo ha precisado que era importante y que usted lo estaba esperando.

El cardenal hizo memoria. No esperaba a nadie.

—Dile que vuelva más tarde. No es hora de molestar a un prelado de la Santa Iglesia. Si me conoce, debería saber que no recibo a estas horas, aún menos a desconocidos.

El criado permaneció en silencio, perplejo. Él conocía la identidad del visitante, o al menos sospechaba quién podía ser, pero dado que este último no se había presentado oficialmente, no sabía si debía comentarlo al cardenal. Éste lo cohibía bastante. No era un hombre que escuchara los comentarios de un simple sirviente. Prefirió callar e ir a transmitir el mensaje.

Volvió al cabo de pocos minutos, más incómodo que antes.

—El visitante ha insistido en que su eminencia usted sabe quién es él, y que lo estaba esperando, aunque no tenga cita.

Mezzoferro apretó los labios, reflexionando. ¿Quién podía ser? ¿Por qué no dejaba su nombre? Sea quien fuere, era una hora impropia para recibir. Amigo no podía ser, porque no tenía amigos en España. Las pocas personas que conocía no se habrían prestado a presentarse por las buenas. ¿El rey? Imposible. No habría esperado en la antecámara: habría entrado sin hacerse anunciar. Y además el criado lo habría reconocido.

Un momento. Pensándolo bien, era verdad que esperaba una visita. Una visita no concertada pero ineluctable. Desde el preciso momento en que había puesto un pie en España, era inevitable que esa persona se enterara y se le informara de cada uno de sus movimientos. Era lógico, por el alto cargo que ocupaba como cardenal de la Santa Iglesia, que viniera a presentarle sus respetos. Pero ¿a esa hora? ¿Por qué no hacerse anunciar? Desde luego no era nada protocolario.

Desde su llegada, el cardenal se había preocupado de ir dejando pequeños indicios aquí y allá, no demasiado evidentes pero lo suficiente para ser localizado. Quería que determinada persona conociera su presencia. No era cuestión de jugar al gato y el ratón, sino de posibilitar un encuentro que oficialmente no podía programarse. El cardenal lo consideraba una sutileza diplomática, sabiendo que el otro la entendería.

La verdad, había tardado más de lo previsto en dar señales de vida. ¿Había esperado el momento oportuno, o había aplazado la cita para recoger informaciones? ¿Cuánto sabía realmente de su misión? En cualquier caso, ambos sabían que debían reunirse. Correspondía al otro tomar la iniciativa del encuentro. ¿Hoy era el día elegido? El cardenal no estaba dispuesto a renunciar a sus reglas del juego. Si era él, y en ese punto no lo dudaba, la partida se anunciaba interesante.

Mientras se llevaba un trozo de salchicha con un huevo frito a la boca, por primera vez se interesó por el mayordomo. Se percató de que nunca lo había mirado a la cara. Para él era un perfecto desconocido, aunque desde su llegada lo servía con diligencia y esmero. Era un hombre de mediana edad, probablemente padre de una numerosa prole, pero eso a él no le interesaba. Nunca había sido muy proclive a conocer los problemas del personal, considerando que no eran de su incumbencia, pero había notado, mientras oficiaba misa, que el mayordomo era un fervoroso católico, y se preguntó si era la presencia de un cardenal lo que motivaba tanto celo, o si era verdadera fe. El pobre hombre parecía incómodo mientras esperaba instrucciones. Era evidente que ignoraba la refinada partida que estaban jugando aquellos dos colosos del engaño. No sabía nada de tejemanejes diplomáticos. Estaba allí para servir, nada más. Las cuestiones entre los señores estaban fuera de su alcance. El cardenal tomó una decisión: se prestaría al juego del otro.

—¿Qué aspecto tiene ese hombre? —preguntó al mayordomo, interrumpiendo un silencio que había durado demasiado. El otro aún estaba esperando una respuesta. Quizá se estaba poniendo nervioso.

En realidad no le importaba el aspecto físico de aquel hombre. Sólo quería ganar tiempo para reflexionar mejor sobre cómo obrar. No quería estropear, con un paso en falso, la peculiar situación que se había creado con su visita. Y tampoco podía abusar infinitamente de su paciencia. Era un hombre importante y poderoso, habituado a ser obedecido con prontitud.

—Es alto y delgado —respondió el mayordomo—, más bien anciano. Me parece una persona habituada a mandar. No he notado humildad en sus modales.

Mezzoferro se quedó maravillado por el comentario. Aquel mayordomo tenía espíritu de observación. Así pues, no debía de ser tan necio como había pensado. ¿Era consecuencia de su puesto? Los mayordomos de las casas importantes suelen tener los ojos entrenados. Saben juzgar, con un simple vistazo, si la persona que tienen delante es un señor o un aldeano. Quizá lo había juzgado demasiado deprisa.

—Dile a ese señor —se decidió por fin—, si está tan seguro de que lo estoy esperando, que no me agradan las sorpresas matutinas. Si tiene algo que comunicarme, que te lo diga a ti. No recibo a desconocidos que no suelen dar su nombre.

El mayordomo no perdió la compostura. Ignoraba si el cardenal había intuido quién era el señor de negro que esperaba y, en realidad, no le importaba. El sólo debía obedecer las instrucciones de su amo. El suyo era un diálogo de sordos en el que era un involuntario partícipe. Salió de la habitación para transmitir la respuesta.

Volvió enseguida.

—El… señor —no sabía cómo más llamarlo— ha dicho que la Divina Providencia no puede rescatar a su amigo, si es eso lo que su eminencia ha venido a pedir. Escapa a su voluntad tomar una decisión al respecto y las cosas están como están, sólo se pueden esperar las conclusiones de rigor.

El cardenal comprendió el mensaje. Ahora ya no tenía dudas sobre la identidad del visitante. Era el capitán general de la Inquisición, Fernando de Valdés. El amigo al que había venido a «rescatar» era el cardenal Carranza, mientras que las «conclusiones de rigor» eran el proceso al que se quería someter al arzobispo de Toledo.

Reflexionó nuevamente. No quería precipitarse en la respuesta. ¿Había llegado el momento de recibirlo? En caso afirmativo, debería afrontar una respuesta definitiva sobre la posible excarcelación de Carranza. Valdés prácticamente ya le había comunicado la respuesta, antes aun de verse. Era un callejón sin salida que Mezzoferro quería evitar. Quizá sería mejor continuar la pequeña parodia y dejar una puerta abierta. De ese modo evitaría poner a Valdés contra la pared, dándole la oportunidad de modificar su decisión. Debía dejarle una vía de escape si quería obtener un resultado concreto.

—Dile que le agradezco la cortesía y el honor que me hace, viniendo a visitarme, y que le estoy muy agradecido, pero que le sugiero que vuelva a consultar a la Divina Providencia, que sin duda esta vez iluminará su inmensa sabiduría. Los caminos del Señor son inescrutables, y él lo sabe bien, al menos tanto como yo.

El mayordomo volvió por enésima vez sobre sus pasos, convencido de que el absurdo diálogo a distancia entre aquellos dos viejos testarudos no se podía desarrollar
ad personam
. Ninguno de los dos estaba dispuesto a someterse a la voluntad del otro.

Regresó poco después.

—Se ha marchado —dijo, sencillamente.

—¿Y no ha dejado dicho nada?

—No, eminencia, nada.

Mezzoferro se levantó fatigosamente de la mesa y se acercó a una ventana que daba al patio de entrada. Había una carroza esperando. Apenas tuvo tiempo de ver una silueta que subía. Valdés no se volvió. La carroza se puso en marcha hacia la salida.

Mezzoferro la estaba siguiendo con la mirada cuando, de repente, vio una mano enguantada de negro que salía de la ventana y lo saludaba.

Se le escapó una sonora carcajada.

Se alegraba de que Valdés fuera un hombre jovial. Había intuido que el cardenal lo seguiría desde su ventana.

Se habían hablado, pero sin verse.

El cardenal valoró el saludo del gran inquisidor como una señal de buen augurio. Al menos no se había ofendido por no ser recibido. Naturalmente, eso no significaba que fuera a ponérselo fácil. Mezzoferro era consciente de que se encontraba ante un adversario duro, inflexible, difícil de convencer, pero no se preocupó. Creía en el sentido común y aún más en sus facultades para persuadir a los más reticentes.

En ese mismo instante, el hombre que iba en la carroza estaba rememorando la peculiar conversación sin palabras.

El cardenal había demostrado agudeza. Sabía entrar en el juego y dominaba la sutileza. Había estado a la altura de su reputación de fino diplomático. Ambos sabían que el otro no estaba dispuesto a ceder un milímetro, pero que era preferible llegar a un acuerdo ecuánime. ¿Cómo pensaba alcanzarlo el eminente cardenal? ¿Tenía una contrapartida que ofrecer o tenía escondido un as en la manga?

Debía sincerarse. No creía que se hubiera negado a perder la posibilidad de un encuentro sólo por testarudez. Aquel hombre guardaba un as que aún no había descubierto, pero era sólo cuestión de tiempo. Si el cardenal escondía un secreto, él, Fernando de Valdés, lo descubriría.

Capítulo 31

El padre Ramírez quedó impresionado por la belleza y la gracia de Sofonisba. Había conocido a pocas extranjeras en el curso de su larga existencia, pero ninguna de ellas era como la italiana. Ahora, de golpe, había conocido a dos. La primera, María Sciacca, era morena, de cabello negro como el carbón y ojos oscuros. Había supuesto que las italianas eran todas iguales, pero al conocer a Sofonisba tuvo que cambiar de opinión.

Ella era rubia, de un rubio dorado. Llevaba el cabello recogido sobre la nuca, lo cual le daba un aire muy distinguido, aunque demasiado serio para una muchacha de su edad. Sus ojos eran de un azul extraordinario. Contrariamente a María, la pintora tenía la tez clara, una señal de distinción entre las damas de la alta sociedad, lo que las diferenciaba de las pueblerinas.

Lo que más sorprendió al padre Ramírez fueron sus modales. Sofonisba se movía con un donaire y una gracia natural que apenas parecía rozar el suelo. Hablaba con serenidad, apenas un hilo de voz. Ramírez, que nunca había frecuentado la corte, estaba impactado. Nunca había visto a una infanta, ni a ningún miembro de la familia real, pero imaginaba que serían iguales a la señora Sofonisba.

Ella lo recibió cortésmente, aunque con un punto de frialdad. No le agradaba perder el tiempo recibiendo a un desconocido, pero había accedido con buena voluntad al capricho de su doncella. Por consideración al hábito que llevaba, y para satisfacer la curiosidad del insólito admirador, incluso le había permitido contemplar el cuadro de la reina Isabel recién terminado, a punto de ser enviado.

Al ver la obra, el padre Ramírez se quedó atónito. El respeto que le inspiraba Sofonisba se mudó en admiración. Se estimaba un buen juez para reconocer a las personas dotadas de cualidades especiales, y sin duda Sofonisba era una de ellas.

Si no hubiera sido por las órdenes recibidas, se habría sentido culpable. Le disgustaba engañar a una mujer tan brillante, pero era la voluntad de sus superiores y él debía obedecer, aunque le desagradara.

Ahora que había conseguido conocerla, comprendía que no sería fácil lograr su colaboración. No era una mujer fácil de persuadir. Se veía a primera vista que tenía las ideas claras y sabía perfectamente lo que quería y lo que no quería. No era una de las dóciles ovejitas que frecuentaban su parroquia y a las que podía convencer fácilmente para que hicieran lo que les pedía, usando el poder y el temor que inspiraba su sotana. Sofonisba era una verdadera dama, dotada de voluntad propia. Tras aquella mirada dulce se intuía una voluntad de hierro.

Monseñor Ortega era un ingenuo si pensaba atemorizarla con la amenaza de estar bajo sospecha de la Inquisición. Habituada a moverse en los ambientes del poder, a codearse con la realeza, se necesitaba algo más para hacer mella en el carácter impetuoso de la pintora. Ortega estaba equivocado: esa táctica no funcionaría con ella. Era evidente que no la conocía, o había recurrido a esa sugerencia para que su misión pareciera relativamente sencilla y así convencerlo de que aceptara. Ramírez dudaba sobre la posibilidad de llevarla a buen puerto.

El párroco no tenía ni idea de cómo afrontar la cuestión en el momento decisivo. Por ahora sólo debía intentar ganarse su amistad, procurarle la suficiente confianza para que lo recibiera otra vez. Su renovada fe le hacía augurar que El le echaría una mano en el momento oportuno.

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