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Authors: Douglas Niles

Yelmos de hierro (25 page)

BOOK: Yelmos de hierro
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Daggrande alzó su ballesta, y apuntó a la mancha oscura que creyó ver entre la espesura. La silueta se hizo a un lado para esquivar la saeta, pero el movimiento reveló su posición.

Halloran se lanzó contra la figura, sable en mano, dispuesto a matar al agresor. A pesar de que había más luz, no conseguía ver a su adversario, sólo una sombra que se movía. Entonces, vio el destello del acero.

Su sable chocó contra otra espada de metal. La hoja del rival era negra, pero el sonido correspondía al acero. Una y otra vez se encontraron las espadas, plata contra negro. En ocasiones, la violencia de los golpes provocaba una lluvia de chispas. Los luchadores tiraban y esquivaban entre los árboles, cortando ramas y hojas en sus ataques y defensas.

Hal calculó que su oponente tenía el tamaño de un humano; quizás un poco más bajo, pero dotado de mucha fuerza. Observó que vestía de negro, incluidos los guantes, las botas y la máscara de seda. Sobre todo lo demás, le llamó la atención su increíble habilidad en el manejo de la espada.

Con una furia salvaje y silenciosa, la figura oscura acortó distancias; uno de sus golpes rozó el rostro de Hal y otro estuvo a punto de abrirle el vientre. Entonces, el legionario consiguió apartarlo de un puntapié y lanzó un par de mandobles que fallaron el blanco por un pelo.

El capitán atacó y paró con toda la destreza de que era capaz. Su rival daba la impresión de que flotaba al eludir sus golpes, para después devolverlos con una celeridad asombrosa.

Daggrande acabó de montar la ballesta y apuntó, pero no disparó ante el riesgo de herir a su amigo. A pesar de que el cielo se había teñido de rosa, y de que se podían distinguir las flores y los insectos en la floresta, el misterioso atacante continuaba envuelto en un manto de sombras. Sus prendas, si es que lo eran, parecían rodearlo como una nube de humo, oscureciendo su cuerpo, aunque sin estorbar sus movimientos.

El oponente volvió a acorralar a Halloran; sus estocadas eran más rápidas que nunca. El legionario paraba y retrocedía. Poco a poco fue consciente de que perdería la batalla. Le pesaba el brazo, y la fatiga debilitaba sus reflejos. Mientras tanto, el desconocido mantenía el ataque sin dar muestras de cansancio. La luz del amanecer alumbró el claro, y Halloran continuó su lucha por salvar la vida.

De pronto, la silueta oscura se apartó para hundirse en la espesura. Su cuerpo se disipó como si fuese humo. Hal se lanzó tras él, descargando sablazos hacia el lugar donde lo suponía escondido.

Pero sus golpes sólo hicieron blanco en las hojas. Con los primeros rayos de sol, Hal y sus compañeros «pudieron ver que el atacante había desaparecido.

En el suelo, Kachin tosió y un hilillo de sangre asomó entre sus labios.

El amanecer alumbró las grandes alas que se desplegaban en el agua. En lo alto de la pirámide, Gultec, en compañía de Caxal, reverendo canciller de Ulatos, y Lok, jefe de los Guerreros águilas, observaron el despliegue de las formas blancas como si fuesen los pétalos de una flor al recibir la luz del sol.

El Caballero Jaguar sintió una terrible inquietud mientras miraba. Era extraño, pero echaba de menos la presencia de Kachin. El clérigo era el único, entre todos los hombres que conocía, capaz de ofrecer los consejos serenos y sensatos necesarios, en esta hora de grandes peligros.

Gultec no se engañaba respecto a la amenaza que representaban los extranjeros. Casi doscientos de sus guerreros habían muerto durante los pocos minutos de combate junto a la pirámide, una pérdida sobrecogedora hasta para un combatiente veterano. En cambio, el enemigo sólo había tenido diez bajas.

No tenía ninguna duda de que los demás extranjeros habrían acabado por sucumbir, de no haber sido por la aparición del
cuatl.
¿Pero a qué precio?

La sensación de que la amenaza era inminente se agudizó.

—Debemos enviar a los guerreros de vuelta a la ciudad... ¡ahora! —comunicó a Caxal y a Lok.

—¿A la ciudad? —preguntó Caxal, con una mirada de sospecha—. ¡El enemigo está aquí!

—Creo que no tardará en volar. Observad cómo despliega las alas. El ejército de Ulatos está aquí, y la ciudad se encuentra indefensa.

—¡No! —exclamó Caxal.

Lok, el jefe águila, se dispuso a hablar pero mantuvo la boca cerrada al ver el enfado en el rostro del canciller. Caxal miró las grandes criaturas acuáticas —se resistía a creer que fuesen barcos— y trató de dominar el miedo que lo embargaba.

Gultec se apartó del canciller, a punto de perder los estribos. En cualquier otra ocasión, se habría marchado; ahora, en cambio, la situación le parecía tan grave que las cuestiones de orgullo estaban fuera de lugar. Las alas blancas comenzaron a volar.

—Mirad cómo las bestias atraviesan las olas —dijo Lok, señalando. Todos observaron cómo se formaban estelas detrás de los cascos a medida que los extranjeros hacían cabalgar sus criaturas marinas alrededor del arrecife. Seguían la costa con rumbo oeste, en dirección a Ulatos.

Caxal miró el vuelo de los extranjeros, estupefacto. Era la primera vez que veía una muestra de su poder. El miedo le entumeció los miembros. De pronto, sacudió la cabeza.

—Debemos correr de regreso a Ulatos —declaró, sin preocuparse de las miradas de desprecio de sus jefes militares—. ¡Debemos defender la ciudad contra los invasores!

De la crónica de Coton:

Nuestro destino acaba de nacer.

Los águilas continúan informando a Naltecona. él escucha alegre la noticia de su partida. Sonríe, se tranquiliza, y llama a sus sacerdotes y nobles.

«¿Lo veis? Los extranjeros nos dejan. No son una amenaza, de ninguna manera la causa de diez años de portentos.» Se anima a sí mismo, pero a nadie más, con el entusiasmo de sus palabras.

Entonces más águilas vuelan al palacio de Nexal, y el reverendo canciller escucha que los extranjeros se acercan a Ulatos. Durante un tiempo, Naltecona desespera, y después la sonrisa de la comprensión le ilumina el rostro.

Porque ahora comprende cosas que nadie más puede ver. «La locura los ha impulsado a ir a Ulatos, porque allí está el corazón de la tierra payita», comenta a su corte. «Los Jaguares y águilas de Payit unirán sus fuerzas para destrozarlos», explica a los nobles.

Y es verdad. Los guerreros de Payit se reúnen; muchos miles de hombres de la ciudad y los pueblos vecinos. Más guerreros llegan a diario desde las profundidades de la selva payita, regiones misteriosas desconocidas incluso para los nexalas.

Pero sólo Naltecona cree que ellos pueden solucionar su dilema.

14
La laguna de Ulatos

La respiración del clérigo de Qotal era un silbido ahogado y cada vez más breve, a medida que sus pulmones se llenaban poco a poco de sangre. Erixitl lloraba suavemente a su lado, con las manos de Kachin entre las suyas. El hombre se había resistido a que ella atendiera su herida, moviendo la cabeza para indicarle que conocía su destino De pronto, el clérigo se había convertido en alguien muy importante para Erix, y pensar en su desaparición la asustaba.

Halloran se mantenía apartado, sin saber qué hacer, mientras Daggrande buscaba inútilmente algún indicio acerca de la naturaleza del misterioso atacante, o sus huellas.

El joven observó que el santuario era de cúpula circular, edificado en el bosque. La vegetación lo cubría casi por entero, y se encontraba muy cerca de la playa. Pensó en la distancia que podía haber hasta el fondeadero de la flota. Se negó a considerar la posibilidad de que la legión se hiciera a la mar. No podía imaginar peor destino que verse abandonado en este lugar, y no volver a reunirse jamás con gente de su propio mundo.

Erix gimió abrazada a Kachin cuando el clérigo soltó su último suspiro. Halloran miró en otra dirección, sorprendido de que la muerte del hombre lo entristeciera y enfadara a la vez.

El ataque había sido cobarde, y el sacerdote había entregado su vida para salvar a la doncella, lo que constituía una clara muestra de los méritos relativos del atacante y la víctima. Además, Kachin había actuado como un hombre decente y razonable.

En realidad, pensó Halloran, Kachin le había parecido casi civilizado. El también se había mostrado incómodo ante esta extraña muchacha que había aprendido su idioma por arte de magia, y que lo había contemplado con sus ojos luminosos.

—Bueno, no hay ningún rastro de aquella cosa, persona o lo que sea —le informó Daggrande—. Ahora, debemos volver con la flota.

—¡Espera! —De pronto, Halloran no tuvo ganas de marcharse. Se volvió hacia la joven—. Lamento la muerte de tu amigo.

Una vez más, ella lo inquietó, esta vez con el profundo dolor que se reflejaba en su rostro. Erix lo contempló con una inocencia herida que acabó por hacerlo desviar la mirada.

—Por favor, ¿me ayudarás a enterrarlo? —preguntó la muchacha, con suavidad.

—¡Tenemos que irnos! —protestó Daggrande—. ¡Quizá Cordell ya ha dado la orden de zarpar!

Halloran suspiró, y miró a su viejo amigo.

—Ve tú primero. Yo la ayudaré. Me reuniré contigo lo antes posible.

El enano lo miró incrédulo por un momento, pero no hizo ningún gesto de marcharse.

—Jamás pensé que tendrías tan poco seso. Me quedaré a echarte una mano; acabaremos antes. Después —su voz se convirtió en un gruñido amenazador— nos iremos.

Erixitl escogió un lugar junto al santuario de Qotal, el dios al que Kachin había servido durante toda su vida adulta. La franja boscosa que se extendía a lo largo de la costa tenía muchas piedras, porque la playa era más rocosa que delante de los Rostros Gemelos. Los tres ayudaron a cargar piedras hasta el lugar del sepulcro y, a continuación, construyeron un túmulo sobre el cuerpo del clérigo.

La muchacha trabajó a la par de los hombres, sin hacer caso de las preguntas que se amontonaban en su mente. «¿Adonde iré? ¿Qué debo hacer?» Por fin, cuando acabaron, pensó en las posibles respuestas.

Por un lado, deseaba volver a su casa natal, a Palul, poder ver Nexal, la gran ciudad que jamás había visto. No conocía a nadie en Ulatos —ni tampoco en todo Payit—, y la habían traído aquí como esclava. Erix no se engañaba; Kachin la había llamado sacerdotisa, si bien ella no tenía la preparación ni los antecedentes necesarios para tan alto cometido.

Pero, si no era una sacerdotisa, tampoco era ya una esclava. Temía a las fuerzas de Zaltec, porque la habían atacado en más de una ocasión; sin embargo, los hechos más importantes se habían puesto en marcha con la llegada de los extranjeros. Y las fuerzas que la amenazaban en cualquier lugar del Mundo Verdadero quizá podrían perseguirla con mayor salvajismo si se acercaba a su gran templo de Nexal.

Además, estaba el tema del regalo que le había hecho
Chitikas.
Desde luego, era la única en toda Maztica que podía comunicarse con los extranjeros. Por cierto, formaban una pandilla bastante horrible. Las perspectivas de paz entre la gente de Halloran y la suya parecían muy difíciles, máxime después de la refriega en la pirámide. En el fondo de su corazón, surgió el temor de que la guerra fuera inevitable.

¿Podría ser su destino, el destino que había mencionado
Chitikas,
evitar el conflicto? Dudaba que esto fuese posible, pero al mismo tiempo se sentía obligada a hacer algo.

Volvería a Ulatos. Si los extranjeros navegaban costa arriba, sería la primera ciudad que encontrarían. Intentaría llegar primero y ofrecer sus conocimientos para actuar de intérprete. Así podría hacer todo lo posible para evitar la guerra.

—Ahora yo, quiero decir nosotros, debemos irnos. —El hombre llamado capitán Halloran la miraba con una expresión un tanto triste. Una vez más, ella le devolvió la mirada. Por cierto que ya no le parecía tan horrible como al principio. Sus claros ojos de pescado todavía la inquietaban, y él, como todos los otros extranjeros, parecían rodeados por un olor desagradable. Debía de ser muy difícil bañarse en sus grandes casas volantes. Sin duda, ahora que habían desembarcado volverían a los hábitos higiénicos normales.

Observó su sonrisa sincera, su cuerpo alto, fuerte y esbelto. Era el guerrero más imponente que había visto jamás. En realidad, Erix nunca se había sentido atraída por la gente de armas, pero nunca antes un guerrero le había salvado la vida. Además, cada uno de sus actos tenía un toque de honor y dignidad.

—Te enseñaré el camino de vuelta a los Rostros Gemelos —dijo la joven. El trío salió de la espesura para caminar por la playa de piedras, y Erix señaló hacia la derecha—. Allí, quizás a un par de horas de camino.

—¿Adónde irás tú? —preguntó Hal, con la mirada puesta en el panorama salvaje que tenía ante él.

—Viajaré hacia allá. —Erix apuntó a la izquierda—. A la ciudad de Ulatos, corazón de las tierras payitas. —No hizo ninguna mención de sus temores de guerra, o de su voluntad de intervenir para evitar el conflicto.

—Te deseo un buen viaje —dijo el joven, con una reverencia—. Tal vez volvamos a encontrarnos.

—¡Creo que sí! —respondió ella, con una mirada de picardía.

él no comprendió la intención de sus palabras, y Erix señaló algo a sus espaldas. Daggrande soltó un gemido cuando miraron hacia el mar, y a Halloran se le hizo un nudo en la garganta. Sus temores se habían convertido en realidad. ¡Estaba varado en una playa alejada del resto del mundo!

Quince velas destacaban sobre el horizonte. La legión navegaba a lo largo de la costa, en dirección a ellos. Pero las naves estaban demasiado lejos de la playa como para avistar cualquier señal de la pareja.

El viento constante empujó a la flota mar adentro, lejos de cualquier bajío que pudiera haber en la zona de los Rostros Gemelos. Después de haber salido sin problemas de la laguna, cambió el viento, y las carabelas y carracas navegaron a la vista de la nueva costa, que mostraba una vegetación exuberante.

Cordell observó que la selva llegaba casi hasta el borde del mar, y adivinó que navegaban por el delta de un río. Su suposición fue confirmada por la presencia de docenas de canoas que se movían entre los diferentes brazos, y fue consciente de que los nativos los vigilaban mientras avanzaban hacia el oeste.

—Son una gente curiosa —le comentó el capitán general a Darién. La pareja permanecía a solas en la cubierta del castillo de popa del
Halcón.
La mujer elfa se cubría la cabeza con la capucha bien cerrada para proteger su piel del sol ardiente—. En muchos aspectos son salvajes; sin embargo, muestran una gran organización y mucha energía.

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