Read Yelmos de hierro Online

Authors: Douglas Niles

Yelmos de hierro (11 page)

BOOK: Yelmos de hierro
6.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Llevó el libro hasta el pequeño escritorio, oculto en las sombras, lejos de la vela; la casi oscuridad no la molestó cuando comenzó a leer.

Pasaba las páginas con cuidado, y repetía en silencio las palabras mientras leía con toda atención las complicadas fórmulas de los encantamientos. Se preparaba para los desafíos del viaje y de lo que podrían encontrar al final de éste.

Cuando llegase el momento, estaría lista.

Día 32, a bordo del
Halcón

Las quejas y la cobardía son cada vez más evidentes. Esta mañana hubo un intento de motín en el
Golondrina.
Condené a la horca a dos hombres; después conmuté la pena de uno y presencié la ejecución del otro.

Seguimos sin ver nada excepto el mar; ni un solo pájaro o un madero a la deriva que nos dé una señal de tierra. Se debe extirpar la falta de fe.

Oscurece. Ha desaparecido el viento. La flota permanece inmóvil con las velas flojas, en medio de la calma chicha de los trópicos. ¡Debemos hacer algo, lo que sea!

—¿Qué hacen? —preguntó Halloran, con los ojos entrecerrados para protegerlos del sol. El
Halcón
flotaba a unos pocos centenares de metros más allá, con las velas flaccidas como una patética muestra de su situación. El estandarte de la Legión Dorada colgaba del palo mayor, el águila oculta entre los pliegues de la tela.

Faltaba poco para el ocaso y los rayos del sol corrían casi paralelos a la superficie inmóvil del mar.

—¿Eh? ¿Quién hace qué? —Daggrande dejó la ballesta recién aceitada, y se unió a Halloran.

—Míralo tú mismo.

Juntos observaron cómo la tripulación de la nave insignia se agrupaba junto al palo mayor, para dejar despejado el castillo de popa.

—¡Es la maga! —exclamó Daggrande mientras la figura encapuchada salía a cubierta y subía la escalerilla de popa. Una vez allí, dio la espalda al sol y a la flota.

El sonido de su voz les llegó a través del agua, al tiempo que la veían alzar las manos al cielo y pronunciar palabras desconocidas.

—¡Por Helm, magia negra! —comentó el enano, burlón—. ¡Quizá la dama de orejas puntiagudas pueda resultar útil, después de todo!

—¿A qué te refieres? —Halloran sintió un escalofrío y fue incapaz de controlar la inquietud. Recordó la magia de una década atrás, la aparición que había matado a su tutor y a él mismo le había hecho huir al desierto. Desde aquel momento no había vuelto a emplear jamás ninguno de los pocos encantamientos aprendidos. Lo consoló acariciar el pomo de su sable, pero su aprensión no disminuyó mientras observaba a Darién completar el hechizo.

De pronto la maga bajó los brazos y permaneció en silencio. Halloran dio un salto sorprendido por el movimiento inesperado.

Por unos instantes, no se apreció ningún cambio; ni el más mínimo soplo de viento agitaba el agua o las velas. El sol pareció tocar el agua, y Halloran casi esperó escuchar el siseo del vapor cuando el astro desapareció en el horizonte.

Después, tuvo la impresión de que algo fresco le había rozado la mejilla. Oyó el grito de un marinero desde una de las cofas, y a continuación vio las ondulaciones que se desparramaban sobre la superficie del mar. El estandarte de la Legión Dorada se extendió y todos pudieron ver el águila en su centro.

Entonces se hinchó la mayor del
Halcón,
y Halloran sintió la sacudida del
Cormorán
bajo sus pies. Su propia vela se combó con un chasquido, y la madera de la carabela crujió con la presión del viento en los mástiles.

Muy pronto una fuerte brisa que soplaba del nordeste llenó todo el trapo de la flotilla.

Una vez más, la Legión Dorada navegaba hacia poniente.

El arroyo serpenteaba entre la maraña de la selva, tan espesa que impresionaba a Erix, a bordo de la estrecha canoa que compartía con Kachin. El clérigo manejaba con mano experta un gran abanico de
pluma,
que con su magia impulsaba el bote a través de los nenúfares y plantas de la corriente. Los guerreros y los esclavos los seguían en otras dos canoas más grandes movidas a golpes de remo.

Kachin acababa de explicarle la naturaleza de la magia de la
pluma
y su fuerza opuesta, la
zarpamagia.

—El poder de la
pluma
es la magia de las plumas. Fluye del dios Plumífero, Qotal, y es la esencia de la belleza, el aire y el vuelo. —El sacerdote agitó un dedo regordete ante el rostro de Erix para que no desviara su atención—. Puede proteger el pecho de un Caballero águila, llevar una litera sin que toque el suelo, e incluso propulsar una canoa a través del agua.

»La fuerza oscura de
hishna
es la magia de la zarpa del jaguar y de los colmillos de la serpiente, que fluye desde Zaltec, en vez de Qotal. Puede servir de coraza a un Caballero Jaguar o hacerlo invisible en la espesura de la selva. Puede enviar un mensaje de muerte a grandes distancias, desde un poseedor de
hishna
a otro. Puede ser utilizado para capturar, retener o matar.

—¿Cuál es el más poderoso? —preguntó Erix.

—Ambos... y ninguno —fue la respuesta críptica del sacerdote—. El poder de la magia depende más de la habilidad del usuario que del tipo de poder.

Pensar en una amenaza de la
zarpamagia
resultaba difícil, casi imposible en el esplendor del bosque. Flores de brillo tropical adornaban cada planta, mientras los pájaros trinaban, graznaban y piaban, exhibiendo en su vuelo los mil y un colores de sus plumas, con una variedad de tonos que ella jamás había visto. El agua verde se deslizaba rumorosa por debajo del casco, y Erix no salía de su asombro ante el espectáculo que se desplegaba ante sus ojos.

Una semana antes, habían pasado de los palmares de Pezelac a las selvas de Payit. Durante la noche se habían alojado en pequeñas chozas de poblados primitivos, después de muchos kilómetros de camino bajo un sol ardiente. Algunas veces habían caminado por senderos estrechos, donde Erix había utilizado la litera de
pluma.
En otras, habían comprado canoas y seguido el curso de los arroyos a través de la selva o cruzado grandes lagos poco profundos.

Kachin se complacía en enseñarle las hierbas medicinales que los payitas empleaban para curar las enfermedades, las flores cargadas de néctar que daban a los viejos que buscaban visiones celestiales, y las hojas suculentas que al ser cortadas daban un agua fresca y cristalina.

Junto con la belleza de las plantas y los animales, había conocido la otra cara de la selva: su oscuridad, los peligros, los venenos y la muerte. Se había acurrucado ante las nubes de mosquitos que ocultaban el sol, había visto arañas grandes como su puño, e incluso escuchado el aullido solitario del jaguar, mientras el felino hacía su ronda nocturna en busca de sus presas.

El sacerdote le había señalado las serpientes venenosas, que se confundían con la maleza. Y una noche, mientras el grupo compartía una choza sucia y calurosa, había sentido terror al oír un grito escalofriante.

«Hakuna»,
había murmurado el anciano, sin dar más explicaciones. Por su parte, los guerreros habían empuñado sus lanzas y vigilado la puerta de la cabaña.

Entonces un día, después de una semana en la selva, el clérigo se volvió hacia Erix.

—¡Muy pronto, Ulatos! —exclamó, feliz. Su rostro mostró más arrugas de las habituales, por la amplitud de su sonrisa—. ¡Te gustará la ciudad, estoy seguro! —Hablaba en su propia lengua, pero Erix no tuvo problemas para entenderle—. ¡Mi templo es grande, ya lo verás! ¡Tendrás aposentos dignos de una princesa de los payitas!

Erix quería preguntarle acerca del templo, de su dios. Quería saber por qué la habían ido a comprar a un lugar tan lejano para después traerla hasta aquí. Sin embargo, fue incapaz de formular ninguna pregunta. En cambio, miró al frente con una curiosidad escéptica mientras la ciudad aparecía en la distancia. Se preguntó por qué Ulatos merecía el rango de ciudad; ¿quizá porque tenía un pequeño edificio de piedra que destacaba entre las habituales chozas con techo de paja?

El arroyo salió de la selva y entró en una extensa llanura de hierba de pastoreo, campos de maíz y plantaciones de cacao. El bosque presionaba por los cuatro costados, como si quisiera devorar la campiña. Pero su mirada pasó por todo en un segundo, atraída como por un imán por las estructuras que se elevaban en el extremo más alejado de la llanura. Nada la había preparado para la visión de la ciudad payita, y, desde luego, merecía su rango.

¡Ulatos! ¡La capital de los payitas! Jamás había visto templos y pirámides de tanta grandeza! Edificios largos y de techos planos con paredes de piedra marcaban la periferia de la ciudad. Más allá podía ver los muros más altos de las mansiones, y después los escalones de varias pirámides grandes. Una construcción, en el centro de la urbe y levantada en un pequeño altozano, tenía el techo con forma de cúpula.

Toda la metrópoli aparecía dominada por una pirámide que se elevaba muy por encima de todas las demás casas y templos, y de los árboles más altos. Quizá no era tan inmensa como la gran pirámide de Nexal, pero a Erix no le importaba. Los escalones de las caras eran jardines de fábula. Una multitud de flores brillantes colgaba de cada una de las terrazas, y una fuente de agua cristalina colocada en la cúspide lanzaba una lluvia muy fina para el riego. Allí donde en Nexal se ubicaban los templos sucios de sangre empleados para los sacrificios diarios, aquí había un jardín.

Erix se puso de pie en la canoa, deslumbrada, y sin dejar de pensar en lo que veía. En realidad, las bellezas de Ulatos eran algo que jamás hubiese imaginado. Resultaba obvio que los payitas formaban un pueblo de gran cultura e inteligencia, mucho más adelantados de lo que pensaban en Nexal y Kultaka.

Por un momento, se olvidó de que no era libre.

El hechizo de la
zarpamagia
tomó forma una vez más, y la criatura de
hishna
emergió del círculo formado por Hoxitl y los Muy Ancianos. Generado en el caldero mágico de éstos, y alimentado por la energía del símbolo del clérigo, la Mano Viperina, la forma ganó sustancia. Una figura, como un gran felino hecho de humo, creció en el aire y miró a cada uno de los presentes con una expresión feroz.

En respuesta a una orden telepática, la forma felina abandonó de un salto el círculo. Voló a través de la caverna y salió de ella, provocando el pánico de la docena de acólitos de Hoxitl sentados en la entrada. Antes de que pudieran abrir los ojos, la figura de humo ya descendía por las laderas del monte Zatal. Después de rodear la ciudad, se lanzó como una flecha a través del desierto en dirección a la llanura y las selvas de más allá.

El mensajero
hishna
corría más rápido que cualquier criatura viviente, más rápido que el viento, en su carrera nocturna. Abandonó el territorio de Nexal, cruzó Kultaka, rodeó Pezelac, y penetró en la selva de Payit. Con la primera luz del alba, la forma entró en Ulatos, donde por fin tocó tierra. Adoptó una figura casi sólida, parecida a la de un gran jaguar negro, y se deslizó en el interior de un edificio de una sola planta. El cráneo que representaba el rostro de Zaltec, cincelado en relieve en los muros de la casa, servía de advertencia a cualquiera que se hubiese atrevido a entrar por sorpresa.

La aparición despertó al clérigo de Zaltec que vivía allí, porque este lugar era un templo dedicado al dios de la noche y de la guerra. El sacerdote se vistió de inmediato y, cinco minutos más tarde, había enviado mensajeros a diversos puntos de Ulatos, con una convocatoria urgente. Dentro de muy pocas horas, los fieles Caballeros Jaguares se reunirían con él.

La voluntad de Zaltec y los Muy Ancianos sería obedecida.

Las maravillas de Ulatos parecían ir en aumento a medida que la canoa avanzaba por un canal tras salir del arroyo. Esta vez Kachin utilizaba un remo, porque el abanico de
pluma
no le permitía maniobrar en un paso tan estrecho.

No había murallas de separación entre la ciudad y el campo, y los límites quedaban definidos por varias avenidas y canales por donde circulaba todo el tráfico de entrada y salida de la urbe. El cortejo atracó junto a una gran plaza. De inmediato se acercaron varios comerciantes que comenzaron a negociar con Kachin. Tenían interés en adquirir las canoas, y el sacerdote no tardó en venderlas por un manto de algodón, una bala de plumas y dos pequeños sacos de cacao.

Mientras tanto, Erix observaba el bullicio de los pobladores, gente de cabellos negros y piel cobriza como ella misma. Las mujeres payitas llevaban vestidos sencillos, como una bolsa, y la mayoría de los hombres parecían preferir el taparrabos. Incluso las pocas personas que vio mejor ataviadas, con tocados de plumas y capas teñidas sobre los hombros, llevaban menos adornos de oro o gemas que los habituales entre los habitantes de Kultaka y Nexal.

Kachin preparó la litera, y ella se acomodó en el cojín, para cruzar la ciudad. Los hombres observaban curiosos su paso, en tanto las mujeres bajaban la mirada. Erix disfrutó de la inquietud que provocaba en los hombres el hecho de que devolviera las miradas.

Pasaron ante casas de piedra, con los muros encalados para que resplandecieran con la luz del sol. Al parecer, cada residencia disponía de un amplio jardín en la entrada. Las fuentes eran algo común, como también los estanques. En algunos había peces de colores, y en otros chapoteaban los niños. Las calles estaban arboladas con las palmeras, que se movían acariciadas por la brisa tropical.

—Mi templo, ¡la pirámide de Qotal! —Kachin señaló orgulloso el gran edificio que ella había visto desde las afueras de la ciudad, la estructura cubierta de jardines y el surtidor en la cumbre.

»Este templo es la sede del auténtico poder en Ulatos —proclamó el sacerdote—. El reverendo canciller, Caxal, teme a sus guerreros. También terne al templo de Zaltec. Así que
favorece
al templo de Qotal, como hace la mayoría de la gente de Payit.

»Oh, desde luego, Zaltec está presente. Tiene un templo, e incluso de vez en cuando se le hacen sacrificios; algún cautivo conseguido por los Caballeros Jaguares en sus incursiones. Pero los payitas son un pueblo pacífico, y no buscan los favores del dios de la guerra. Por lo tanto, no necesitan pagarle con corazones, como hacen los nexalas y los kultakas.

—El agua... ¿cómo asciende hasta la cumbre? —preguntó Erixitl, maravillada por el surtidor.


Pluma —
respondió Kachin—. La utilizamos no sólo para mover el aire sino también el agua.

BOOK: Yelmos de hierro
6.77Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

A Step Toward Falling by Cammie McGovern
Love & Death by Max Wallace
My Mother's Body by Marge Piercy
Crossed Bones by Carolyn Haines
Milking the Moon by Eugene Walter as told to Katherine Clark
Salinger by Paul Alexander
Soldier of the Horse by Robert W. Mackay
Pray for the Prey by Saxon Andrew
Icefire by Chris D'Lacey