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Authors: Douglas Niles

Yelmos de hierro (29 page)

BOOK: Yelmos de hierro
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También se hizo con una gran bota de cuero, que le serviría de flotador. Pasó la vejiga por la abertura, la infló todo lo que pudo, y la sujetó del marco. Después, enganchó la mochila y, por fin, se dispuso a salir él. Le costó un poco de trabajo deslizar sus anchos hombros por el ojo de buey, pero, en cuanto lo consiguió, recogió los objetos y se dejó caer. El ruido del golpe contra el agua fue mayor de lo que pensaba.

Durante varios minutos, flotó oculto en las sombras del castillo de popa, convencido de que el ruido alertaría a los centinelas de cubierta, pero todo permaneció en calma. A lo lejos, podía escuchar los sonidos de la legión que acampaba: los ladridos de los sabuesos, los gritos de los oficiales, las maldiciones de los sargentos y las risotadas de los hombres.

Halloran nadó por las plácidas aguas de la laguna, en dirección opuesta a los ruidos. Delante tenía la hilera de manglares que marcaban el límite del delta de Ulatos.

Erix no durmió bien en el jergón que le había dado Tzilla, no por falta de comodidad, sino por culpa de la inquietud que la embargaba. Se levantó antes del alba, y se lavó sin hacer ruido en la acequia junto a la casa. En el momento en que pasaba por delante de la vivienda, envuelta en su manto, oyó un movimiento.

—Aquí tienes, hija mía —susurró Tzilla, que salió de la casa para darle un paquete. Erix adivinó por el tacto y olor que en el paquete había tortillas de maíz y alubias picantes.

—Muchas gracias, madre —dijo Erix. El antiguo ritual entre las matronas y las jóvenes la reanimó.

—Viaja mucho y deprisa, muchacha. Son días malos para la tierra de los payitas. ¡Que tu dios te proteja!

—Tu bondad es más que suficiente. —Erix hizo una reverencia—. Deseo que tu marido y tus hijos regresen sanos y salvos de la batalla, y con muchos prisioneros.

Echó a andar por el sendero con la primera luz del alba. La niebla se mantenía entre las palmeras que bordeaban el camino y los manglares a su derecha. Bordeó el pantano del delta, y después torció hacia el oeste antes de llegar a Ulatos. Quería ver la llanura, con el enorme e impresionante despliegue de poderío militar, antes de entrar en la capital payita.

Cuando pasó entre la ciudad y el manglar, el calor del sol había disipado la niebla, y entonces divisó una nube de colores; había encontrado a los ejércitos.

No podía ver a las tropas porque las ocultaban las suaves ondulaciones del terreno. Sin embargo, a su izquierda, el aire aparecía poblado de brillantes banderines de plumas, los enormes abanicos de
pluma y
los estandartes de los jefes guerreros. A su derecha, vio los pendones y las banderas de los extranjeros; eran pocos y menos coloridos, pero igualmente marciales.

Entonces el estruendo de las trompetas y los cuernos, pitidos, gritos, y el repique de las lanzas contra los escudos, proclamó a los cuatro vientos el desafío de los payitas. Erix se sentó a esperar, tal como hacían otras muchas personas en los límites del campo: ancianos, mujeres y adolescentes que no tenían la edad suficiente para ir al combate. Todos habían acudido atraídos por la curiosidad de ver a los extranjeros, y ser testigos de su muerte a manos del ejército nativo.

En aquel momento, las banderas comenzaron a moverse.

De las crónicas de Coton:

Con la esperanza puesta en el retorno del padre Plumífero, y para que conozca el alcance de nuestra necesidad.

Ahora Naltecona vuelve a ayunar. Realiza muchos sacrificios al atardecer y ordena muchos más para el amanecer. Todos sus sabios guardan silencio, y ninguno se atreve a ofrecer consejo.

El reverendo canciller espera la decisión delante de Ulatos, con una calma que antes lo había eludido. Pero se ha convencido a sí mismo de su propia verdad con la voluntad de aquel que no desea otra cosa, y dejará que la batalla sea la que resuelva por él.

Su postura se basa en dos puntos. Ambos son sencillos, y están tan arraigados en la mente de Naltecona que nadie puede presentar la más mínima protesta, sin poner en juego la vida.

Si los extranjeros son destruidos, no pueden ser dioses.

Si los extranjeros destruyen a los payitas, Naltecona sabrá que lo son. Entonces hará los preparativos para celebrar el retorno de Qotal a su trono.

16
Plumas y acero

La emoción oprimió la garganta de Gultec mientras contemplaba el espectáculo. Jamás en la historia se habían reunido tantos guerreros de Payit en un mismo lugar, para una sola batalla. Los silbidos y gritos, el repiqueteo de las armas contra los escudos, el golpe de los pies contra el suelo, creaban una aureola de poder tan impresionante que el Caballero Jaguar no podía hacer otra cosa que dejarse llevar por las sensaciones.

Los colores lo cegaban. La magia de la
pluma
hacía flotar en el aire los gallardetes, estandartes, banderas y pendones. Muchos de los guerreros desfilaban a paso de danza, y sus grandes tocados de plumas se movían con la gracia de las aves. Los Caballeros Jaguares iban de compañía en compañía; sus armaduras manchadas aparecían y desaparecían entre la multitud de tonos. Los Caballeros águilas alisaban sus plumas, orgullosos y altivos, ajenos a la actividad de su alrededor.

La grandeza del ejército impresionó a los jefes instalados en la azotea, hasta el punto que permanecieron en silencio durante un buen rato. De todas maneras, no tenían nada que hacer por ahora.

Por fin, Gultec comenzó a estudiar a las tropas, que sumaban más de veinte mil hombres, desde el punto de vista práctico. él era el único de la docena o más de jefes presentes que había luchado contra los invasores, y también el único enterado de su capacidad de combate.

Pero le costaba trabajo imaginar que los extranjeros, alrededor de unos quinientos, fueran capaces de resistir el embate de sus fuerzas. Había cuarenta guerreros payitas por cada uno de los suyos. En pura lógica, deberían acabar aplastados por la superioridad numérica.

Existía el inconveniente de que, por orden expresa de Caxal, el ataque debía realizarse a campo abierto. Sin embargo, Gultec se las había ingeniado para incluir una medida de precaución en el plan, y el éxito dependía de la disciplina de los hombres de Ulatos.

La primera división, marcada por los estandartes de plumas doradas, avanzaría en tres largas columnas, cada una de mil hombres pertenecientes a la guardia de la ciudad, soldados preparados durante años por Gultec y Lok. Ahora, les correspondía a estos hombres realizar una extraña y difícil tarea.

Los jefes Jaguar y águila habían ordenado a estas tropas avanzar hacia los extranjeros, provocarlos con mucho estruendo y pantomima, y después retirarse rápidamente, en cuanto el enemigo iniciase el ataque. La orden resultaba muy dura para unos guerreros que consideraban la retirada como un insulto a su valor.

Gultec había hecho todo lo posible para asegurar el éxito de su táctica. La primera fila sería seguida por miles de arqueros y tiradores de honda, que se encargarían de bombardear al enemigo. Para disculparse con los guerreros de la guardia, les había prometido que serían los primeros en entrar en combate cuerpo a cuerpo.

Ahora no podía hacer otra cosa que pensar en si serían capaces de acatar sus órdenes.

—Se aproximan muy rápido por el centro, mi general —anunció el vigía. El aviso era innecesario porque Cordell podía ver el avance sin ninguna dificultad, pero no se lo reprochó. Durante una batalla era mejor tener exceso de información que no poca.

El capitán general acababa de subir a la torre de observación que sus hombres habían construido durante la noche. La estructura cuadrada, y de unos diez metros de altura, permitía que el comandante y sus oficiales dispusieran de una vista panorámica de la llanura.

Darién y el fraile permanecieron abajo, junto al oficial de señales con su caja de banderas. Ahora, a medida que se levantaba la niebla, podía ver el movimiento de los colores que avanzaban por el centro, como una ola de cintas de seda a través del campo.

Dispuestos a recibir el primer ataque, estaban los infantes del capitán Garrant, encargados de la protección de los flancos. Un poco más atrás y en el centro, se encontraban los ballesteros de Daggrande. Las restantes compañías de infantes y arqueros permanecían retrasadas, repartidas entre los flancos. Aun así, los quinientos hombres parecían muy poca cosa ante los miles de nativos.

Oculta al fondo de la legión, cerca de la torres, se encontraba el arma más poderosa de Cordell. Formados en cuatro escuadrones, los lanceros permanecían invisibles a la vista del enemigo entre los bosquecillos de la costa. Cada escuadrón podría entrar en combate en cuestión de segundos.

Pero por ahora continuarían en su escondite. Cordell dejaría que los infantes se encargaran de recibir la primera oleada.

El avance por el centro se convirtió en una carga, y se podía distinguir a las compañías por el color de sus tocados de plumas. El ejército nativo se lanzó contra las compañías de Daggrande y Garrant, en medio de un tremendo estruendo.

—Señal de carga... sólo para Garrant y Daggrande. ¡Ahora! —ordenó Cordell.

En un instante, dos señaleros levantaron los estandartes de las compañías, y después los banderines que llevaban una franja de amarillo brillante.

—Ahora veremos de qué pasta están hechos estos salvajes —comentó Cordell, sin dirigirse a nadie en particular.

—¡Bandera amarilla, capitán!

—¡Compañía, adelante! ¡A paso redoblado! —Daggrande dio la orden sin verificar la observación del cabo a sus espaldas. La esperaba desde hacía rato.

Vio a los infantes avanzar a izquierda y derecha, y mandó a una docena de hombres que se uniesen a ellos, para proteger con sus ballestas los flancos exteriores de la compañía del capitán Garrant.

—¡No os separéis! —gritó cuando vio que algunos se retrasaban. Los sargentos repitieron la orden, y se ocuparon de que los ballesteros avanzaran a la par, mientras corrían. Los enanos sudaban la gota gorda para mantener el paso, pero Daggrande sabía que no se quedarían atrás.

Los infantes también conservaban la formación mientras los nativos se acercaban más y más. De pronto, los hombres de Garrant iniciaron su carga, gritando el nombre de Helm.

Entonces, cuando el choque entre los dos grupos parecía inminente, los nativos se detuvieron. «¡Se han acobardado!», pensó Daggrande. La alegría de una victoria fácil se transformó en alarma, un segundo más tarde.

La horda multicolor acortó el paso y se detuvo del todo, a unos cien pasos de los infantes, aunque continuaron con los gritos, los silbidos y el batir de sus armas contra los escudos, incluso mientras comenzaban a retroceder. Después, dieron la espalda a los extranjeros y echaron a correr. Sin embargo, Daggrande presintió que no era una desbandada.

Lo mismo pensó el capitán Garrant.

—¡Alto! —gritó a los soldados que corrían detrás de los nativos. La mayoría acató la orden casi de inmediato, si bien algunos continuaron la carrera un poco más.

»¡Deteneos, idiotas! —Por fin el capitán consiguió reunir a sus compañías, las hizo formar, y ordenó retroceder para situarse dentro de la protección de los ballesteros.

En aquel momento, la llanura se pobló de nuevas tropas, guerreros que habían estado ocultos entre la maleza, mientras los legionarios cargaban. Los atacantes lanzaron una lluvia de flechas con punta de pedernal contra las compañías, mientras los honderos corrían y descargaban sus mortíferos proyectiles sobre los invasores.

—¡Disparad! ¡Cargad! ¡Tiro a voluntad! —Daggrande dio la orden al tiempo que disparaba su ballesta contra la masa de arqueros que tenía delante. Se agachó para cargar el arma en el momento en que caían los primeros proyectiles.

—¡Estoy herido!

—¡Maldita sea, me han dado!

Los hombres gritaban alrededor del enano. Las flechas acertaban en el cuerpo de los legionarios, pero las armaduras evitaban que las heridas fuesen profundas. Las piedras resultaban más dolorosas y, cuando alcanzaban a alguien en el rostro, le fracturaban los huesos o le reventaban un ojo.

Los ballesteros cargaron sus armas, sin hacer caso de los proyectiles, y dispararon otra andanada contra los nativos. A diferencia de las flechas de los payitas, que sólo producían heridas, las saetas de los legionarios sembraron la muerte entre las filas de arqueros. Los dardos de acero atravesaban las armaduras de algodón acolchado. En ocasiones, la saeta atravesaba a la víctima de lado a lado para ir a hundirse en el cuerpo de otra.

Sin embargo, los nativos no flaqueaban, y disparaban una y otra vez. Las heridas se hicieron más graves, y Daggrande vio que varios de sus hombres caían para no volver a levantarse, o que se retorcían en los estertores finales. Sus propias andanadas de acero destrozaban al enemigo, y muy pronto centenares de cadáveres cubrían el campo. Pero no era suficiente, más arqueros y honderos corrían a llenar los huecos y proseguían con el bombardeo.

—¡Compañía, avanzar! ¡A la carga! —Daggrande escuchó la orden de Garrant, y de inmediato la repitió. Sólo si conseguían hacer retroceder a los arqueros, podrían retirarse en orden.

Los infantes se lanzaron al asalto. Los ballesteros alzaron sus armas, dispararon, y echaron a correr mientras intentaban recargar. El nombre de Helm resonaba en sus gargantas.

Los arqueros aguantaron a pie firme, disparando sus flechas a bocajarro hasta caer por los certeros mandobles de los soldados de Garrant. En unos minutos, los legionarios se abrieron paso entre los nativos. Con nuevos gritos a la gloria de su dios, las dos compañías avanzaron hacia el grueso del ejército enemigo.

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