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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Última Roma (40 page)

BOOK: Última Roma
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—Algunos del partido romano quedan. Tú lo has dicho: tu padre, por ejemplo.

Hay un silencio. Sube y baja el pecho de ella. Crepitan las llamas. Suspira él.

—Hay una diferencia entre idealistas e ilusos. Mi padre y los que son como mi padre pertenecen a la segunda categoría. Con hombres así, créeme que es imposible llegar a nada. Más bien son un estorbo.

Hay demasiada hiel en su voz. Hafhwyfar le pasa los dedos por la cabeza a contrapelo mientras susurra:

—Entre mi gente hay muchos que creen en la restauración del imperio.

—Yo también creo en ella de corazón. Pero hay veces que pienso que creo en ella porque no me queda otro remedio. No después de haber dedicado quince años de mi vida a luchar por esa causa.

Suspira de nuevo.

—En fin. ¿No querías saber por qué me hice soldado? Pues ya sabes la razón verdadera.

Ella le toma una mano entre las suyas. Acaricia sin mirar esa palma y esos dedos. Palpa los callos creados por tanto tiempo de empuñar las armas. Sí que son, desde luego, manos de guerrero.

Las mismas manos fuertes que hace solo un rato le corrían por la espalda. Con ojos entrecerrados, puestos en el fuego, recuerda lo que sintió antes y las pupilas se le vuelven de un azul oscuro. Esos dedos pasando por su columna, vértebra a vértebra, provocando en ella espasmos gustosos casi como calambres.

Vuelve con la memoria a esas sensaciones de regatos de sudor que le corrían por el cuerpo, de cabellos empapados y pegados al rostro. De calor de horno en el vientre. Del placer casi insoportable que sintió cuando la besó entre los omóplatos. De ese estertor ronco que le salió del fondo de la garganta.

Un sonido hondo muy parecido al que dejó escapar cuando él, con esas manos tan fuertes, la empujó contra un tronco en la penumbra del encinar, aquella noche de matanza roja. ¿Cuántas veces se ha preguntado ella, desde esa noche, cómo pudieron llegar a eso, así?

Quizá porque se le aproximó en la casi oscuridad, llevada de un presentimiento. Le entrevió mientras vagaba entre las encinas nudosas con la espada ensangrentada en la mano y ojos de fuego. Fue al ver el brillo en esos ojos oscuros cuando comprendió que el
comes
estaba horrorizado por la matanza cometida.

Seguía soplando el cierzo. Sacudía las ramas de las encinas y la noche estaba llena del sonido de las hojas al rozar y agitarse. Llameaban con gran furia las hogueras. Era como si los elementos se hubiesen desencadenado para manifestar su cólera contra los profanadores de esa arboleda otrora sagrada.

Figuras —unas con sagos y otras con mantos de rombos— deambulaban aceros en mano contra la luz del fuego. Las sombras danzaban contra los troncos más próximos. El suelo estaba sembrado de cadáveres. Los reclutas de la provincia se habían puesto a bailar alrededor de las llamas con grandes alaridos, echándose unos a otros cabezas recién cortadas como el que juega a la pelota.

Hafhwyfar presenció cómo Mayorio indicaba por señas a sus oficiales que les dejasen hacer. Tal vez porque estaban casi recién alistados. Fue después de eso que se adentró por el bosque aledaño, justo al borde del fulgor.

Guiado por los quejidos, localizó a un enemigo herido. Uno que, acuchillado, había logrado huir dando tumbos por entre los árboles, solo para desplomarse a los pocos pasos. El
comes
le remató con precisión, clavándole la espada entre la base del cuello y la clavícula derecha.

Luego, al incorporarse con el hierro goteando, los ojos de los dos se encontraron entre las sombras.

Acertó ella al intuir que estaba espantado. No por las muertes en sí. Para Mayorio matar era una consecuencia de la guerra. Rematar a enemigos heridos era como sacrificar a un caballo con una pata rota. Algo que ha de hacerse sin cuestionar.

Pero la mortandad causada esa noche en el encinar… Carnicería era la palabra justa. Pasar a cuchillo a enemigos tan ebrios que no acertaban ni a defenderse. Muchos murieron alanceados en el suelo, roncando la borrachera, antes de que nadie diese una voz de alarma. Alarma que no supuso gran diferencia para los atacados.

Los que llegaron a incorporarse estaban aturdidos, confusos. Muchos apenas podían sujetar su espada o su hacha. Tan borrachos estaban. Más de uno siguió durmiendo entre resoplidos incluso mientras todo a su alrededor se convertía en un pandemonio de gritos de guerra, chillidos de dolor, sonido de carreras y entrechocar de armas. Pasaron del sopor de la bebida al sueño todavía más profundo de la muerte.

No escapó casi ninguno, si es que lo hizo alguno. Varios lograron escabullirse del lugar de las hogueras heridos. Prácticamente todos fueron alcanzados y muertos. A un par de ellos los encontraron ya con la luz del día, desangrados sin haber siquiera logrado salir del encinar.

¿Cómo llegaron aquellos dos al contacto esa noche, en aquel momento?

Solo sabe Hafhwyfar que el herido que acababa el otro de rematar era un bulto que todavía se estremecía en el suelo. Pese al viento seco del norte, el aire nocturno olía a húmedo, a muerte, a leña que se quema. Los dos sujetaban escudos y espadas enrojecidas en las manos. Vio a la poca luz que el
comes
tenía el rostro salpicado de sangre y supuso que ella misma no estaría mucho más limpia. Como estaban tan cerca, sintió su aliento pesado.

Se quedaron así unos instantes; tan cerca que podían casi palpar el calor del otro. Luego, de repente él le puso las manos en los hombros. Más que las manos los puños, pues los tenía cerrados alrededor de la empuñadura de la espada y el asa de la rodela. Y la empujó contra el tronco de encina más cercano.

No sabe muy bien qué pasó después. Que de alguna forma soltaron las armas sin dejarlas caer. Que la tenía atrapada entre su peso y el tacto rugoso de la encina. Que casi no la dejaba ni respirar. Que le colaba una rodilla entre las piernas para apretar con fuerza.

En ese momento fue como romperse. Como si se le derritieran las entrañas. Se le iba la cabeza. Sus besos eran mordiscos. Sus manos le hacían casi daño y al mismo tiempo le incendiaban por dentro. Desde la muerte de Gower no había estado con hombre alguno y ahora en ese bosquecillo el cuerpo despertaba de repente.

No encuentra explicación ella a que, aun estando ellos dos entre los árboles, a solo unos pasos de las hogueras y de los hombres armados, nadie se apercibiese de nada. Alguna vez ha fantaseado con la idea de que el dios del encinar tendió un manto de magia para ocultarlos a los ojos humanos. Siempre que lo hace siente remordimientos. Esas ideas no son de buenos cristianos.

Aquella noche no hubo más que ese choque físico. Alguien comenzó a llamar a gritos al
comes
. Él se despegó de ella con un resuello pesado, como de gran fatiga o esfuerzo. Regresaron junto a los hombres cada uno por su parte. Pero luego, más tarde, se habían buscado.

Esta es la segunda vez que se reúnen como amantes. En esta ocasión ha sido ya de regreso a la ciudad de Cantabria y de forma más discreta. En la cabaña que ella ha decidido ocupar, lejos de todos. Cosa curiosa, está también en el interior de un bosquecillo muy antiguo, este de hayas. Otra arboleda que en tiempos pretéritos estuvo consagrada a una deidad gentil.

De hecho, esa cabaña está aquí entre los árboles porque la levantó un anacoreta que pretendía con su acto cristianizar el hayedo. Fue uno de los que abandonaron estos pagos en obediencia a la profecía del venerable Emiliano. Estaba pues la cabaña aguardando vacía a que la ocupase ella.

Vuelve a enroscar los dedos en su cabello. Adormilada, se pregunta cómo habrá sido su relación en el pasado, en otras vidas.

—Siento que te conozco de siempre —murmura.

Es lo más que se atreve a confesarle. Quisiera hablarle de lo que siente, pero le da miedo que la considere hereje y se aparte de ella. Teme perderle de nuevo por tratar de explicarle que en realidad han vuelto a encontrarse
[44]
.

Medio adormilada, sus pensamientos derivan como una barca en el seno de la corriente.

—Querido. Estoy pensando en lo que me has contado acerca de tu padre. Tú también has recibido de tus antepasados una herencia amarga.

Se remueve él sobre su pecho, confundido.

—¿Herencia amarga?

Duda ella. Ha vuelto a pensar en lo convencida que está de que han compartido otras vidas. Y de que sin duda volverán a hacerlo cuando estas acaben. ¿No es esa también otra herencia amarga, una que comparten? Pero no. No va a contarle nada de todo eso.

—Herencia amarga. Así la llamaba mi abuelo. Es…

Hace una pausa para buscar las palabras. Su abuelo le habló de ello poco antes de morir. Entonces era una niña y tuvieron que pasar años para que se diera cuenta de que esas dos palabras eran la expresión de algo que sin duda debía haber estado recomiéndolo por dentro durante largo tiempo.

«Herencia amarga» llamaba a las cargas que transmiten los padres a los hijos. Como la que legan los britones a sus descendientes. La nostalgia de una tierra perdida en la que esas nuevas generaciones en realidad no nacieron, ni crecieron, ni hollaron.

Le había comentado su abuelo que otrora se había sentido orgulloso de instruir a los suyos en las tradiciones, en la historia de las victorias y derrotas, en la de la pérdida de las Islas y en el recuerdo de lo que allí dejaron. Pero ya no estaba tan segura de haber obrado con sensatez.

Mayorio carga con su propia herencia amarga. Lo ha comprendido al escucharle esta noche. La que le impuso un padre valedor de un partido romano que se extingue en el sur de Hispania.

Está pensando en cómo podría explicárselo cuando advierte que su respiración se ha vuelto más rítmica y profunda. Se ha dormido contra su pecho. No se enoja. Al contrario, se siente llena de ternura. Le gusta. Se le cierran a ella también los párpados.

* * *

Los abre de golpe. Tarda un instante en ubicarse y recordar qué ha pasado. Debió resbalar al sueño sin darse cuenta, con la cabeza de Mayorio sobre su pecho.

Vuelve el rostro muy despacio. Quedan todavía brasas rojas en el hogar, así que no ha transcurrido mucho tiempo. La estancia sigue caldeada y, en algún momento del sueño, Mayorio se ha girado y ahora duerme de espaldas a ella.

Se queda inmóvil en la media oscuridad de las ascuas. Se siente a gusto, tibia en la piel y en paz por dentro. Siente que es un momento mágico. Ha soñado con su abuelo. Quizá lo ha hecho porque se durmió con su recuerdo aleteándole en la cabeza. ¿Pero cuál fue el sueño? No lo recuerda; solo que fue grato. Que estaba ahí y que su presencia ha contribuido a esta paz que la llena ahora.

Observa los rescoldos en el hogar de piedra. Sigue con mucha fuerza esa sensación de que acaba de ocurrir algo que roza lo mágico. Le avisa de ello un algo que flota ahora en la atmósfera de la cabaña. Un algo inaprensible y que no sabría definir.

Se aparta con cuidado de no despertar a Mayorio. Ni se le pasa por la cabeza vestirse. Se echa sobre el cuerpo el manto de rombos. Recoge con sigilo cetra y espada en vaina. Olisquea el aroma a leña quemada. ¿Qué magia extraña impregna el aire?

Se acerca de puntillas a la puerta. Alza con sumo cuidado la tranca y abre una rendija. Lo justo para escabullirse por ella sin robar calor a la estancia. Y se queda en el umbral, maravillada.

Todavía hay luz. Debe de ser media tarde. Una tarde gris y blanca. Gris por las nubes. Blanca porque el suelo y las copas de los árboles están cubiertos de nieve. Caen copos gruesos en abundancia. Una nevada copiosa, mansa. El aire está muy quieto. Tal vez ha sido el susurro de los copos al caer el que ha despertado en ella esa sensación íntima de presencia de la magia.

Nieva.

Claudia Hafhwyfar jamás en su vida había visto nevar. Sí que la ha divisado a veces en la lejanía, resplandeciendo al sol en lo alto de las montañas. Pero nunca la tuvo como ahora al alcance de los dedos. Nunca la vio caer.

Sale arrobada como una niña, envuelta solo en su manto, con las armas en la mano izquierda. Las plantas de sus pies hollan la nieve. La sensación es gélida, pero a ella nunca le dio miedo el frío.

Avanza unos pasos. La nieve recruje bajo sus pies. Se para en mitad de la nevada. Caen los copos despacio, hace menos frío que antes y la atmósfera es tan serena… Alarga la diestra. Aterriza un copo en su mano abierta. Observa cómo se derrite al calor de su palma y se convierte en una gotita de agua.

Se le ocurre que tal vez así ocurra con las vidas de una persona. Ser agua, ser vapor para convertirse después en nieve, volver a ser agua que retorna al mar. Cierra la mano. Piensa en su abuelo, luego en el hombre que duerme dentro de la cabaña. Está en paz, ahora todo está bien.

Los várdulos (Wpedia)

Ciudad de Cantabria

Basilisco pasea sus dedos viejos por la seda. Siente su roce, palpa las texturas. La arruga para escuchar cómo crepita la tela. Menea por fin con seriedad la cabeza.

—Una pieza excelente. Excelente. Todas las muestras que me has traído lo son. Te felicito por la calidad de tus telas.

—Eres muy amable,
illustris
.

Bartolomei bar Gilad acompaña esa afirmación con una inclinación de cabeza, no importa que su anfitrión no pueda ver el gesto. Sí lo hace Magnesio que, como siempre, no anda lejos de su
patronus
. Será él quien más tarde le describa las actitudes y gestos del visitante. No el físico, pues ya sabe el amo de la casa que se trata de un hombre grande de cuerpo, de barbas y ojos negros que viste ropajes sobrios de buena lana.

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