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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Última Roma (39 page)

BOOK: Última Roma
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Asiente despacio. Cree en lo que le ha dicho su visitante. Lo cree sin pruebas, de manera instintiva. Se le ocurre que sin duda Basilisco no sería tan confiado. Se dice luego que después de todo, para lo bueno y para lo malo, él es el
comes
Mayorio de los
victores flavii
, no el
magister
Basilisco.

—Siéntate con nosotros. ¿Has cenado?

Ciudad de Cantabria

Se festeja en las calles. Han llegado noticias de una gran victoria sobre los godos en Saldania. La gente ha salido de sus casas a celebrarlo y Magno Abundancio ha hecho repartir sidra de su propia despensa. También ha mandado que se celebren misas de gracias en la basílica.

Por cómo la gente se alegra y baila, uno casi podría creer que lo que celebran es la derrota del ejército real godo y no el haber rechazado a una tropa de aventureros. Pero no es cuestión de minimizar la victoria. Es bueno reforzar la moral. Y dicen que uno de los jefes de ese ejército de fortuna, el hijo menor de un
senior gothorum
de los Campos Góticos, murió atacando las puertas de la ciudad con un ariete. Cuentan que su cabeza adorna las murallas.

Sin embargo, sospecha el bardo Maelogan que se han exagerado las noticias. Será el boca a boca, que todo lo magnifica. O porque Abundancio ha mandado a los suyos a esparcir rumores triunfales.

También los britones se han unido a la fiesta. La alegría es contagiosa, corre la sidra gratis y además sus propios jinetes participaron en la defensa que ahora se celebra. Han salido todos a la calle. No así Maelogan. Él se ha quedado en casa. Está sentado ante un brasero, con las manos entrelazadas y entregado a la melancolía. Melancolía que es en parte fruto del vocerío que escucha y de la visión de las brasas en el hornillo de hierro negro.

Estaba ahí instalado, en esa estancia, al calor, cuando llegó la primera noticia de la victoria. La oyó gritar fuera a sus servidores mientras contemplaba el interior incandescente del brasero. Y se le vino entonces a la cabeza esa frase con la que le obsequió el venerable Emiliano durante su visita a la comunidad del Aidillo.

«Quien trae el carbón te anuncia el invierno.»

Es un dicho popular de los celtíberos, según ha podido saber. Uno muy antiguo. Potamia, al transmitírselo, negó su condición de profecía. Pero el bardo sabe que nada ocurre por casualidad. Y que los sabios y los santos no hacen nada porque sí.

Esa frase no ha dejado de darle vueltas en la cabeza. Y hoy más que nunca. Presta oídos de nuevo a las voces, al redoble de tambores y el pitido de flautas. Observa incandescer a las brasas. Y la saliva en la boca se le vuelve amarga.

Mapa de la provincia de Cantabria

Campos Palentinos

Mayorio aguarda en la oscuridad. Tiene los ojos puestos en las fogatas entre los troncos de las encinas. Escucha las voces, ve pasar sombras tambaleantes contra las llamas. Siente la presencia de sus hombres en las tinieblas, todos quietos y silentes.

No es hora de actuar. No todavía. Pero no tardará en llegar. Hace solo un rato, el escándalo de la borrachera era ensordecedor. Se oía en millas a la redonda. Estos godos son descuidados. O son unos inconscientes o están demasiado fiados de su propio valor y armas.

Ahora el vocerío ha menguado de forma notable. Y sigue bajando. Cada vez se ven menos figuras recortadas en negro contra el fuego, a medida que se van echando a dormir o directamente caen vencidos por la bebida.

Los cabecillas de esa cincuentena de aventureros sin fortuna han sido incapaces de impedir la borrachera general. Eso si es que tuvieron alguna intención de hacerlo. Tal vez ellos hayan sido los primeros en echar mano a los pellejos de licor.

Con esa borrachera contaba Mayorio. Esos hombres han vivido la frustración de tener que marcharse de Saldania con las manos vacías. Han cabalgado días en busca de trigo o ganado que expoliar. Dormían al raso, comían poco, pasaban frío. Ahora festejan que han logrado un botín considerable. Y se sienten seguros porque están a pocas millas de los Campos Góticos.

Creen estar a salvo. Y, en la guerra, pocos errores hay más peligrosos que ese.

Es noche sin luna. Muy fría, de cierzo helado y millones de estrellas titilando en un firmamento libre de nubes. Al resplandor, los romanos se acercaron al encinar muy despacio, sabiendo que los godos están cegados por sus propias hogueras.

Recuerda Mayorio aquella otra borrachera de licor que organizó él mismo a orillas del Betis. El alcohol puede ser un arma tan mortal como una lanza.

Se interroga luego sobre ese muchacho, Cloutos. Si su principal deseo era ingresar en los
victores flavii
, se lo ha ganado. Si lo era la venganza, el odio que alimenta debe de ser tan ardiente como las honduras del Infierno. Porque lo que está haciendo es fácil que le cueste la vida.

El joven ha mostrado no solo arrojo, sino también una astucia que Mayorio, en su calidad de
comes,
sabe apreciar. El plan que aquella noche expuso era no solo sencillo, sino también tan oportuno que el propio Basilisco lo hubiera aplaudido en caso de haber estado presente.

En esencia, se trataba de localizar a alguno de esos grupos de incursores. Y el primero con el que dieron fue una columna de jinetes e infantes que se retiraba ya del territorio, arreando unas pocas cabezas de ganado. Ese era todo el botín reunido en casi una semana de vagabundeos.

El siguiente paso lo dio el propio Cloutos, con un arrojo que le ganó el respeto de los veteranos del bandon. Salió a su encuentro para presentarse como un burgario desertor de Pallantia. Con suma audacia, les ofreció guiarles hasta un botín sustancioso: un depósito de mercancías caras que sus patrones habrían ocultado al saber de la invasión.

Ese era el plan que planteó aquella noche al
comes
, y que había hecho a este menear la cabeza.

—¿Y cómo esperas salir tú vivo de esa?

Al advertir el desconcierto del chico, echó un par de ramas al pozo de llamas.

—Vamos a ver. Una vez que les hayas guiado al depósito, ¿por qué iban a darte tu parte? ¿Qué te hace suponer que no te van a cortar el cuello?

Por la expresión de su rostro, comprendió que ni había contemplado ese extremo. Tendió las manos al fuego. Por suerte, intervino Hafhwyfar, que hasta entonces había permanecido al margen de la conversación.

—¿Dices que ese depósito es muy antiguo?

—Mucho. Era uno de los almacenes donde las tribus guardaban sus cosechas.

—Entonces habrá más. ¿Conoces algún otro?

Al ver que Cloutos afirmaba, se volvió a Mayorio.

—Tiene que llevarles hasta ese depósito y decirles luego que conoce más, y que también en ellos hay mercancías guardadas. La codicia hará el resto.

En la oscuridad, oyendo el rugido del viento, recuerda ahora él esas palabras. También fue idea de la britona que Cloutos les condujese hasta un supuesto depósito cercano a la frontera con los Campos Góticos, para infundirles así más seguridad.

Seguridad falsa, necesaria para su plan. Y ha funcionado de momento. Esta tarde al menos, cuando los godos acamparon en el encinar, el chico seguía vivo. ¿Quién sabe si lo estará a estas horas? La bebida saca lo peor de los hombres. Y bebida era parte de la carga que los tres carros traían desde el país de los astures.

Alcohol, confianza excesiva, indisciplina. Una mezcla más inflamable que la brea.

Ya no se oyen casi ruidos. Casi todos los godos se han echado a dormir. Siguen luciendo las hogueras entre los árboles. Son altos, de troncos gruesos. Les han dicho que ese encinar es muy antiguo, sagrado para los vacceos. El hogar de alguno de sus dioses.

Se oye todavía algún canto de borracho, eso es todo. Los centinelas ya están muertos. También los que salieron a hacer sus necesidades por el lado equivocado.

Arrecia el viento. Brama, agita las copas de las encinas. Es como si viniese en su ayuda. Como si el dios del lugar les abriese camino para vengarse de los que han profanado su solar. Aparta Mayorio ese último pensamiento de su cabeza.

Se dice que es una suerte que estos godos no hayan traído perros. Gira sobre la cintura sin mover los pies. Entrevé las sombras de sus
comites
, con los sagos oscuros de capucha. Algunos empuñan lanzas, otros arcos hunos. Más atrás, invisibles para él en la noche, aguardan también los britones. Hafhwyfar entre ellos. Se la imagina por un instante con su escudo de dragona y los dardos emplumados.

Se vuelve al frente. Saca muy despacio la espada. Esa
spatha
antigua que sirvió a Egidio y a Siagrio. Con el arma, hace gesto de avanzar.

El soplo del viento, el estruendo de la fronda, hacen imposible que nadie oiga nada. Pero con la imaginación cree escuchar un suspiro de aceros al salir de las vainas. Y lo que sí sabe de cierto es que los suyos le siguen cuando avanza como un fantasma en dirección a las hogueras que arden en el encinar.

Hayedo próximo
a la ciudad de Cantabria

Mayorio dormita con los ojos cerrados sobre el pecho de Hafhwyfar. Le acaricia ella la cabeza. Siente él los dedos en los cabellos. Nota en la piel el calor del fuego central de la cabaña. Se le llena la nariz con olores a leña quemada, a cueros y a maderas; también con el de sus propios cuerpos. Se deja mecer por el subir y bajar del pecho, le arrullan los latidos de su corazón.

Recostada ella contra el rebanco de piedra, con los párpados entornados, siente a su vez el peso de la cabeza de él. Es una carga agradable. Tiene los ojos puestos en el fuego del hogar. También en las volutas de humo que suben hasta la pantalla de cuero, antes de irse al exterior por el agujero en el techo.

Su mano, como la de un ciego, le corre por las mejillas, por los párpados, le acaricia la barba corta. Le rasca la nuca y se enreda en su cabellera ahora algo húmeda. En ese pelo tan negro que tanto la fascina.

Cabellos muy negros. Ojos oscuros que ella sabe que ha conocido desde siempre. Esos ojos que la miraban en sueños desde un yelmo provisto de máscara.

Ya no ha vuelto a tener el sueño del jinete. Le ensortija los cabellos entre dos dedos, despacio. ¿Para qué que soñar de nuevo eso? El jinete ha llegado por fin a ella tras tantos años de viaje.

Ha llegado. O ha vuelto.

Observa el fuego con ojos entrecerrados. Ahora sabe. Sabe más allá de toda duda que la cabalgata del jinete ha sido mucho más larga de lo que ella creía. Que ha acudido a su encuentro, pero no desde la lejana Asia sino salvando una brecha mucho más amplia. Un abismo de tiempo, no de distancia.

Sabe que esas llanuras infinitas de su sueño no eran sino la metáfora de las muchas vidas que han estado separados la una del otro. Regresa a ella el jinete tras casi una eternidad de ausencia. No es lo suyo un encuentro aplazado. Es un reencuentro. Hubo ya otros en pasados remotos. Habrá otros tantos en futuros lejanos.

Acaricia otra vez su mejilla. Quisiera mirarle pero tiene miedo de que se despierte.

Pero Mayorio no duerme. No del todo. Flota con los ojos cerrados en uno de esos ensueños donde las ideas van y vienen como estandartes al viento. Donde se abren las puertas y se disuelven las reservas. Tal vez por ello, al roce de sus dedos, murmura:

—Nunca he conocido a nadie como tú.

No detienen esas yemas y uñas sus caricias. Pero sí siente él cómo el corazón de ella da un bote en el pecho.

Lo que acaba de confesar no es una frase vana. No sabe expresarlo de otro modo. Nunca ha conocido a nadie como ella. Quisiera poder al menos definirla para así poder captar mejor su esencia. ¿Podría decir que es como la luz del sol en el bosque? ¿Como el viento? Escucha cómo a su vez murmura ella.

—En cambio, yo a ti sí te he conocido.

—¿A alguien como yo?

—No. A ti. A ti. Desde siempre has estado en mis sueños.

Acepta Mayorio eso con la naturalidad que da el ensueño. Pero a ella, no bien pronuncia la frase, le entra el miedo de lo que él pueda llegar a pensar. Vuelve a ensortijarle el pelo negro. Pregunta.

—¿Por qué te hiciste soldado?

—Supongo que por mi padre —musita él.

—¿Tu padre era también soldado?

—No. Se podría decir que mi padre me engañó. Me llenó la cabeza de pájaros.

De nuevo siente él cómo el corazón de ella salta. Sonríe sin abrir los ojos. Se siente bien ahí, con la mejilla contra su piel, acunado por los latidos. Es consciente de estar confesando algo que no ha hecho a nadie. Y con cierta sorpresa se da cuenta de lo poco que le está costando. Es como cuando por fin el cuerpo expulsa una astilla largo tiempo clavada bajo la piel.

—No es que mi padre me mintiera de forma deliberada. Pero así me siento. Me siento engañado. Aunque admito que eso a su vez es consecuencia de que él se ha estado engañando a sí mismo toda su vida.

»Mi buen padre es un fanático del partido romano. Crecí oyéndole hablar de una Bética deseosa de regresar al seno de Roma. De una población sometida por los visigodos a sangre y fuego.

—¿Y no es así?

—No del todo. Lo he podido comprobar con mis propios ojos. El partido romano en realidad no existe, fuera de algunos soñadores como mi padre. Ser del partido romano es para los
potentes
béticos algo así como una postura estética y de conveniencia. Poco más.

»En cuanto a la gente del campo… Se habla mucho de que entre los rústicos el partido romano es muy fuerte. También es mentira. Lo he constatado. Alardean de su romanidad sin saber de verdad qué es eso. Se definen a ellos mismos como «romanos» por simple oposición a los godos, a los que odian.

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