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Authors: León Arsenal

Tags: #Histórico

Última Roma (35 page)

BOOK: Última Roma
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—¿Has dejado a alguien observando?

—Sí,
comes
. Dos hombres.

—Ocúpate de que les releven antes del alba. Buen trabajo. Retírate y di de mi parte que a los que habéis salido a espiar esta noche os dejen dormir tranquilos.

Se queda a solas Mayorio en la penumbra de su cuarto. Parte del bandon está alojado en la fortaleza y para él, en atención a su rango, han dispuesto una habitación aparte. Una de dimensiones razonables, caldeada gracias a un brasero de hierro negro.

Reflexiona sobre las nuevas que le ha traído Gregorio. Ya suponía él que esa alianza de fortuna no iba a sobrevivir a la derrota de la tarde. Pero es sorprendente que ni hayan esperado a cruzar la frontera con los Campos Góticos para separarse.

Uno podría pensar que los jefes se han enemistado entre ellos. Pero el trato con Basilisco ha enseñado a Mayorio a desconfiar de lo obvio. A plantearse distintas opciones y respuestas, aunque solo sea para descartarlas. ¿Qué opinaría Basilisco de una situación como esta?

«Esos no se han marchado por culpa de ninguna pelea. Seguro que pretenden adelantarse a sus aliados. Se han ido a campear para hacerse con algo de botín y no volver con las manos vacías, ya que tienen que hacerlo con el rabo entre las piernas.

Casi se le escapa un respingo al
comes
. Ha sufrido una ilusión auditiva, al punto de que juraría haber oído la voz cascada del ciego. No puede evitar echar una ojeada por las esquinas en penumbra. Después de todo es ya noche avanzada. Son las horas más propicias para los aparecidos.

Pero no hay nadie. Es él, que está muy cansado. El día ha sido largo. A la fatiga física se une la mental. ¿Qué hacer con la noticia que le ha traído Gregorio?

Deja la infusión sobre la mesa. Se acaricia la barba corta y negra. Vuelve a frotarse los párpados. Cuando los abre de nuevo, sus ojos se posan sobre la espada que tiene encima de la mesa.

Esa misma espada antigua que arrebató a un montañés que se hacía llamar
dux
. Ahora ciñe esa, en sustitución de la que antes portaba.

Alarga la mano. La desenvaina sin pensar. A la luz de la vela, lee una vez más la leyenda grabada en una de las caras. «Con su beso te libero.» La gira para observar lo inscrito en la otra. E. HERCULANI GALLICANI.

—¿Qué debiera hacer ahora, espada? —musita.

Hablar a las espadas es una costumbre antigua que ahora se transmite entre jinetes romanos casi en secreto. Se ha convertido en una suerte de iniciación. A Mayorio no se la enseñaron cuando ingresó en el bandon, sino cuando los veteranos le consideraron uno de los suyos.

Se transmite de boca a oído y con suma prudencia. A escondidas y procurando que nadie se entere de ello. Los sacerdotes no aprueban estas prácticas antiguas, a las que consideran propias de hechiceros y paganos.

Se mantiene en la caballería porque hablar con la espada es una buena forma de sosegar el alma. Es como abrir el corazón a un viejo amigo. Y el simple hecho de poner en palabras las inquietudes ayuda a ordenar las ideas.

—A veces cuesta saber qué es lo que se debe hacer. Es fácil guiar a los hombres en la batalla. Pero cuando se trata de tomar decisiones estratégicas…

Hace girar la muñeca para admirar los destellos que saca a la hoja la luz de la vela.

—No sé cuáles son las verdaderas intenciones de los godos. ¿Qué puedo hacer? No sé si dar la misión por concluida y regresar a Cantabria. También podría hostigarlos mientras se retiran. Depende.

Acaricia con los dedos el nombre de la unidad. Se pregunta por su dueño. ¿Quién sería? ¿Cómo sería? ¿Llegaría su espíritu, su temple, a impregnar esta arma?

—Cuando te forjaron, el mundo era un lugar muy distinto. Las circunstancias eran muy otras. Entonces, los hombres como tu antiguo dueño luchaban por mantener vivos los fragmentos de lo que fue el imperio. Algunos incluso soñaban reunir esos fragmentos, como el que pega una vasija rota.

»Ahora…, lo que algunos soñamos es con revivir al imperio.

Al fulgor de la vela y de los carbones del brasero, acaricia por tercera vez el nombre de la unidad. Es una inscripción pequeña, en la base. Los ojos le resbalan por la hoja y, por un instante, se encuentra con el reflejo de su propio rostro.

Aparta la mirada a toda prisa, al tiempo que hace girar la espada.

Con el pulso algo agitado ahora, recuerda el consejo que le dieron hace ya años. «Busca tu futuro en el filo y en la punta de la espada. Nunca en sus caras.» Otra máxima secreta entre jinetes que ha cumplido siempre a rajatabla. Y no será esta noche cuando desoiga la máxima.

Sin incorporarse, alarga la zurda hacia la vaina. Murmura.

—Será mejor que nos vayamos a dormir los dos, espada. Mañana será otro día largo.

La envaina con los párpados entornados.

Campos Palentinos

Le ha costado conseguir que prendan estas maderas tan duras. Pero ya arde la caja del carro por los cuatro costados. Era un buen vehículo; sólido, de tablones recios y barnizados para protegerlos de la humedad y los insectos. Una vez que ha agarrado el fuego, se quema rugiente.

El carromato está en la cuneta, algo ladeado y envuelto en llamas. Llamas que el viento agita y aviva. Viento que arroja contra el rostro de Cloutos vaharadas de calor y pestilencia a carne quemada. Hiede de tal forma que tiene que contenerse para no recular tapándose las narices.

Pero aguanta, aguanta ahí, a unos pasos de las llamas y el humo. Se lo debe al viejo.

El maderaje crepita y chasca. La humareda sube hacia cielos de tormenta. Es una columna muy negra que, en una tierra tan llana como esta, debe de ser visible en muchas millas a la redonda. Sin duda puede alertar a los visigodos. Despertar su curiosidad al punto de hacerlos regresar al galope.

Sin embargo, eso es algo que en este preciso instante tiene sin cuidado a Cloutos. No debiera. Pero ahora le inquietan más las nubes negras sobre su cabeza. Vienen cargadas de agua. Ha llovido mucho estos últimos días. Y aunque en estos momentos no lo hace, no tardará, porque relampaguea allá a lo lejos.

Alza los ojos de nuevo. Ruega al Señor que no se desate la tormenta. No todavía.

Este vehículo en llamas es todo el funeral que puede ofrecer a Fortunato. Eso y rezar para que las nubes no descarguen antes de que el fuego convierta al carro y a los cadáveres en cenizas al viento.

Se mantiene tozudo cerca de las llamas, sufriendo el calor tremendo. Respira por la boca para ahorrarse el olor a carne que se quema. Se frota las manos. Las tiene magulladas de arrancar tablas y radios de ruedas a los otros carros. Se siente de repente obligado a pronunciar unas pocas palabras.

—Viejo. Ya lo decías tú. Todo cambia en un suspiro. ¿No era una de tus frases favoritas?

Un golpe de aire sacude las llamas. Le envuelve por un instante un torbellino de chispas. Se frota de nuevo las manos.

—Dicen que a los sucesos les preceden signos y señales. Si así ha sido, yo no supe verlos. Ni tú tampoco, a pesar de toda la sabiduría de tus años.

»Por lo menos, cuando los visigodos invadieron la Sabaria, no nos pilló por sorpresa. Hubo presagios. Nacieron muchos niños muertos. El año anterior se había secado el olmo junto a la tumba del Gran Antepasado.

»¿Pero quién iba a pensar que hoy no sería un día como otro cualquiera? Si tú mismo me dijiste que mañana volveríamos a cabalgar juntos.

Se limpia las lágrimas. Le da coraje llorar, pero no puede evitarlo. El viejo se ha ido. Y él se ha vuelto a quedar solo en el mundo.

Y es cierto que nada parecía anunciar que hoy no iba a ser otro día de rodadura, de regreso a Pallantia.

Lo único distinto fue que esta vez salió a explorar en solitario. Pasó largo rato campeando sin descubrir nada sospechoso. Solo cuando regresó al camino y no pudo encontrar los carros tuvo el primer indicio de que quizás algo no iba bien. Pero incluso entonces se sintió más perplejo que alarmado.

Se había parado sobre su caballo. Había vuelto la cabeza a un lado y a otro para otear camino adelante y camino atrás. Nada. Ni atisbo de los tres carros. Solo llanos desiertos y arboledas batidas por el cierzo.

Se inclinó sobre la silla para observar en el barro. No había marcas recientes de rodadas. Por ahí no habían pasado todavía. Se enderezó. Se rascó desconcertado la mejilla, cubierta de algo que es más pelusa que barba.

Se le ocurrió que había calculado mal. Que había salido al camino muy por delante de sus compañeros. Así que azuzó a su montura por el camino de herradura.

Los cascos del caballo chapoteaban en el barro. El aire sacudía los matorrales. Echó una ojeada al cielo nublado. El día no podía ser más gris.

Se preguntó si no habría ocurrido algo mientras él exploraba. Ahí, en ese camino solitario, cabalgando bajo el azote del viento helado, le asaltó un mal presentimiento.

Fortunato le había permitido salir a campear solo muy a regañadientes. Decía que eso de cabalgar en solitario es una buena forma de buscar la muerte. Pero esa mañana el viejo se despertó enfermo. Debió de coger frío por culpa de la intemperie, los chaparrones y el viento. Tenía fiebre y mal cuerpo, y se quedó tumbado en el primer carromato.

Cloutos consiguió convencerle de que era preciso explorar. Regresaban de comerciar con los astures. Habían sabido gracias a otros viajeros que una fuerza nutrida de godos había entrado en son de guerra en la región. Que habían tratado de apoderarse de Saldania sin éxito. Que algunos se habían ya retirado, pero que quedaban partidas recorriendo las llanuras en busca de rapiña.

Se contuvo de lanzar a su caballo a galope tendido por el camino. Recordó los consejos del viejo. ¿Qué haría Fortunato en una tesitura como esta? Sin duda reservar las fuerzas de su montura. Ponerla al trote. Y cabalgar ojo avizor al encuentro de los tres carros.

Se ajustó el manto, se echó la capucha sobre la cabeza. Tras una nueva ojeada a las nubes, montó la cuerda del arco. Azuzó luego a su cabalgadura.

El trayecto se le hizo interminable, acompañado solo del viento, de sus miedos, del chapoteo de los cascos de su cabalgadura. Procuraba sosegarse. Se decía que se estaba alarmando sin fundamento. Que sin duda, apenas remontase las lomas de ahí enfrente, divisaría a los tres carretones de bueyes rodando a su encuentro.

Tal vez se dañó un eje de alguno de los carros. O se atascó una rueda en un bache. Podía imaginar una docena de incidentes que podrían haber hecho a los carros retrasarse.

Al remontar aquellas ondulaciones de terreno pudo ver por fin a los carros. Tres puntos lejanos. Parados.

Se quedó un rato ahí arriba, sobre su caballo, con el arco romano de guía cruzado sobre la silla de montar. El aire soplaba con particular fuerza en aquel remonte. Hacía chasquear su manto. Le atería dedos y mejillas. Por más que procuraba aguzar la mirada, no conseguía detectar movimiento alguno junto a los carros. Pero todavía quiso calmarse con la idea de que estaba demasiado lejos.

Reanudó por fin la cabalgada. Según iba acortando distancia, más estrechaba los ojos y más se le crispaban los dedos sobre el arco. Seguía sin distinguir a nadie junto a los vehículos. ¿Y dónde estaban los tiros de bueyes?

Tiró de las riendas. Escudriñó consternado. Ni hombres ni bueyes. ¿Qué estaba pasando? ¿Qué eran esos bultos caídos cerca de los carros?

Muertos. Esos bultos solo podían ser hombres muertos.

Puso el caballo ahora al trote. A medida que se aproximaba iba mirando en todas direcciones, en busca de posibles enemigos ocultos tras rocas o matorrales.

El primero de los cadáveres estaba en el barro del camino. Sin cabeza, desnudo y boca abajo. Tenía que ser uno de los conductores del primer carro. Yacía como a unos cincuenta pasos por delante de los vehículos y alrededor de ese cuerpo había huellas de cascos. Tal vez quiso salvarse saltando del pescante para huir a la carrera.

Se topó con cinco muertos más, algunos al pie mismo de los carros. Todos decapitados, sin ropas y con heridas de armas en las carnes. Había un séptimo cadáver en el interior del primer carromato. Fortunato el Viejo. ¿Quién si no? También le habían descabezado y su cuerpo pellejudo estaba bañado en su propia sangre. Debieron de asestarle una docena de lanzadas y hachazos, al punto de que estaba a medias descuartizado.

Así que el viejo correoso, pese a la fiebre, debió de defenderse con su hacha. Con un poco de suerte, tal vez se llevó a algún enemigo por delante.

Los ojos se le llenaron a Cloutos de lágrimas. Se obligó a apartarse de ahí para circundar a caballo la pequeña caravana inmovilizada. Había muchas huellas de cascos en y a ambos lados del camino. Debían de ser no menos de veinte jinetes. Llegaron desde el oeste. Justo la dirección contraria a la que estuvo explorando Cloutos.

Debieron de cargar al galope a través de los llanos. Por lo dispersos que estaban los cadáveres, alguno de los carreteros debió de tratar de rendirse. Esos eran los que yacían junto a los transportes. Otros intentaron huir a pie, por el camino o campo a través. Esos eran los caídos a mayor distancia.

Pero ¿qué ha sido de los guardas? Hizo moverse otra vez a su caballo. También encontró huellas de casco al este del camino. Así que los escoltas, en cuanto vieron llegar a la carga a los atacantes, huyeron a galope tendido, abandonando a su suerte a vehículos y carreteros.

Los godos —pues godos debían de ser— eran muchos a juzgar por las huellas. No se podía culpar demasiado a los guardas por su deserción. Y fueron prudentes, porque está claro que los atacantes querían sangre.

De primeras, se le había ocurrido a Cloutos que los godos asesinaron a los carreteros llevados de la ira al descubrir que los carros iban casi vacíos.

Pero no. Llegaron a la carga. Pasaron a todos a cuchillo sin mediar palabras ni oposición por parte de nadie, excepto del viejo. Tuvo que ser tras la matanza cuando se encontraron con que no había casi cargamento que robar. Se lo llevaron todo, así como los bueyes, las ropas y los pocos bienes que portaban encima los muertos.

Regresó al primer carro, junto al cadáver de Fortunato. Sí que le hicieron pedazos. Murió luchando y se agarró como una fiera a la vida. Sí. Seguro que se llevó a más de uno por delante. ¿Pero qué más daba eso? Lo que importaba era que ya no tendría ese final tranquilo con el que soñaba.

Piensa Cloutos en eso ahora, ahí ante las llamas. Se le ocurre luego otro pensamiento que le hace sonreír con tristeza.

BOOK: Última Roma
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