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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (55 page)

BOOK: Mala ciencia
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Y aprovechando que nos estamos refiriendo ahora a la parotiditis, no olvidemos la epidemia de 2005 en el Reino Unido, que significó la reaparición de una enfermedad que muchos médicos jóvenes tendrían incluso problemas para reconocer. He aquí un gráfico con los casos de paperas recogido del artículo del
British Medical Journal
que analizó ese brote:
[21]

Casi todos los casos confirmados durante ese brote se declararon en personas de edades comprendidas entre los 15 y los 24 años, y sólo un 3,3 % de ellas habían recibido en su momento las dos dosis completas de la vacuna triple vírica. ¿Por qué afectó a esas personas en concreto? Por culpa de una escasez global de vacunas sufrida a comienzos de la década de 1990.

Las paperas no son una enfermedad inofensiva, ni mucho menos. No pretendo asustar a nadie (como dije antes, las creencias y las decisiones que cada persona tome en materia de vacunas son cosa suya; a mí sólo me interesa saber y destapar cómo pudo llegar a engañarse hasta tan increíbles extremos), pero antes de la introducción de la triple vírica, las paperas eran la causa más común de meningitis viral, y una de las principales causas de pérdida de capacidad auditiva en niños. Los estudios realizados sobre las punciones lumbares practicadas muestran que en torno a la mitad de todas las infecciones por parotiditis afectan al sistema nervioso central. La orquitis por paperas es una afección común, sumamente dolorosa y que se produce en el 20 % de los hombres adultos con parotiditis. En torno a la mitad de los individuos afectados acaban experimentando atrofia testicular, normalmente, en sólo uno de los testículos, aunque entre un 15 y un 30 % de los pacientes con orquitis por paperas sufren atrofia en ambos testículos, y de éstos, un 13 % ven reducida su fertilidad.

No expongo todos estos datos solamente en interés del lector lego en la materia. Cuando se produjo el brote epidémico de 2005, hubo que recordar a los médicos más jóvenes cuáles eran los síntomas y los signos de las paperas, debido a lo poco común que había sido tal enfermedad durante su formación y su experiencia clínica. La gente se había olvidado de cómo eran esas enfermedades, y, en ese sentido, se puede decir que las vacunas son víctimas de su propio éxito, como ya vimos en una cita anterior tomada del
Scientific American
de 1888, cinco generaciones atrás (véase la página 316).

Siempre que llevamos a un niño a un centro de vacunaciones, somos conscientes de que tal medida entraña una serie de beneficios y de daños potenciales, como ocurre con cualquier intervención médica. Yo no creo que la vacunación sea tan importante: si bien la orquitis, la infertilidad, la sordera, la muerte y el resto de complicaciones de las paperas no son ninguna broma, el mundo no se desmoronaría si desapareciera la vacuna triple vírica. Pero tomados por separado, otros muchos factores individuales de riesgo tampoco son particularmente importantes, y ése no es motivo para que abandonemos todo intento de hacer algo simple, sensato y proporcionado para reducirlos y, de ese modo, incrementar gradualmente la salud de todo el país, unido a todas las demás medidas que podemos tomar para conseguir ese mismo fin.

Es también una cuestión de coherencia. Aun a riesgo de desatar un pánico masivo, me siento en la obligación de señalar que, si la SPR les asusta aún, entonces deberían asustarse igualmente de la medicina en su conjunto y, en el fondo, de todas las exposiciones a factores de riesgo que encontramos en nuestra forma de vida cotidiana, pues hay un número ingente de cosas que están mucho menos estudiadas y sobre las que tenemos mucha menos certeza de que sean seguras. Aun así, la pregunta seguiría siendo por qué nos hemos centrado tanto en la vacuna triple vírica en concreto. Si quisieran ustedes hacer algo constructivo respecto a este problema, podrían dedicar sus energías a empresas más útiles que la de embarcarse en una campaña monotemática sobre la SPR. Podrían poner en marcha una iniciativa para la instauración de un sistema de vigilancia automática constante e integral de la base de datos de historiales y registros de salud del NHS, a fin de detectar con mayor rapidez cualquier resultado adverso relacionado con una intervención, sea ésta del tipo que sea. Y hasta yo mismo me sentiría tentado a unirme a ustedes en las barricadas.

Pero, en muchos otros sentidos, el tema que aquí hemos abordado no es una cuestión de gestión (o vigilancia) de riesgos: es una cuestión de cultura, historias personales y perjuicios humanos cotidianos. Del mismo modo que el autismo es un trastorno particularmente fascinante para los periodistas (y, en el fondo, para todos nosotros), la vacunación se presta similarmente bien a erigirse en el foco de nuestras preocupaciones: se administra como un programa de alcance universal, lo que se contradice con las ideas contemporáneas de «atención individualizada»; está estrechamente ligada al poder estatal; supone introducir agujas en la piel de los niños, y brinda la oportunidad de culpar a alguien (o a algo) de alguna terrible tragedia.

Las causas de estas alarmas informativas han sido más emocionales que de ningún otro tipo, y lo mismo se puede decir del daño denunciado. A los padres de los niños aquejados de autismo les han carcomido la culpa, la duda y las interminables recriminaciones que se han dirigido a sí mismos al pensar que ellos fueron los responsables de haber infligido ese daño a su hijo. Esa aflicción se ha puesto de manifiesto en innumerables estudios, pero estando tan cerca como estamos del final, ya no quiero introducir ningún artículo de investigación más.

Recuerdo ahora unas palabras que encuentro conmovedoras y perturbadoras al mismo tiempo (aunque quien las pronunció tal vez se quejaría de que sea yo quien las cite). Son de Karen Prosser, que apareció junto a su hijo autista, Ryan, en el comunicado de prensa en vídeo presentado por Andrew Wakefield y distribuido por el Hospital Royal Free en 1998. «Toda madre que tenga un hijo quiere que sea normal —dijo entonces—. Descubrir luego que tu hijo tal vez sea genéticamente autista es una tragedia. Averiguar que lo que lo causó fue una vacuna, algo a lo que yo misma accedí… es sencillamente devastador.»

Y una cosa más

Podría seguir extendiéndome sobre el tema. En el momento en que escribo estas líneas, en mayo de 2008, los medios continúan promocionando una «cura milagro» (cita textual) para la dislexia —inventada por un millonario, empresario de la fabricación de pinturas, y a la que una celebridad ha prestado su imagen como reclamo publicitario— a pesar de las nulas pruebas en las que se apoya, y a pesar de que los clientes se arriesgan, en cualquier caso, a perder su dinero, porque la empresa fabricante parece que está en trámites de ser intervenida judicialmente por insolvente. Los periódicos vienen repletos también de noticias sobre la sorprendente historia de un dedo que «volvió a crecer» gracias al uso de un «polvo de cuento de hadas» (y cito textualmente de nuevo) especial —un producto envuelto en toda la parafernalia pseudocientífica—, aun cuando el supuesto milagro lleva tres años circulando por ahí sin que haya sido publicado en revista académica alguna, y aun cuando las yemas de los dedos seccionadas se regeneran por sí solas igualmente. Todos los meses salen a la luz escándalos sobre «datos ocultos» extraídos de las cámaras acorazadas de las grandes empresas farmacéuticas. Sigue el desfile de charlatanes y chalados en televisión, donde se arropan con los resultados de estudios fantásticos y fantasiosos ante la aprobación general. Y nunca dejará de haber nuevas alarmas, porque se venden muy bien y hacen que los periodistas se sientan vivos.

A quienes tengan la sensación de que sus ideas se han visto cuestionadas por este libro, o se hayan enojado al leer estas páginas (en definitiva, a las personas que figuran en él, supongo), les diría lo siguiente: vosotros ganáis, de verdad que sí. Me gustaría creer que existe la posibilidad de que recapacitéis y cambiéis de postura a la luz de la nueva información que pueda ir surgiendo (como yo estaré encantado de hacer si alguna vez tengo la oportunidad de reeditar una versión actualizada de este libro). Pero no tenéis por qué hacerlo, porque, como vosotros y yo sabemos, poseéis el dominio de casi todo el espectro mediático y comunicativo: contáis con vuestros propios espacios en todos los periódicos y las revistas de Gran Bretaña, y con tratamiento de primera página para todas vuestras noticias alarmistas. Adoptáis la típica arrogancia de los advenedizos desde los sillones de la programación televisiva matinal y de sobremesa. Vuestras ideas —por falaces que puedan ser— exhiben una inmensa verosimilitud superficial, pueden expresarse en muy poco tiempo, son repetidas hasta la saciedad y gozan del crédito de suficientes personas como para que os ganéis holgadamente la vida y ejerzáis una enorme influencia cultural. Vosotros ganáis.

El problema no radica tanto en las noticias e historias espectaculares concretas como en la constante tabarra que nos da toda esta gente con las más nimias (y estúpidas). Esto no va a terminar nunca, así que aprovecharé ahora para, abusando de mi posición, explicarles a ustedes (lectores) de forma exacta y muy breve lo que creo que está mal, y para proponer alguna que otra cosa que se podría hacer para arreglarlo.

En las escuelas y facultades no se enseña el proceso de obtención e interpretación de pruebas empíricas, como tampoco se enseñan los aspectos básicos de la medicina y la epidemiología basadas en la evidencia empírica, aun siendo (como claramente son) los temas científicos más presentes en el pensamiento de la gente en general. No estoy especulando por especular. Recordarán que, al principio de este libro, señalaba que jamás ha habido una exposición dedicada a la medicina basada en la evidencia en el Museo de la Ciencia de Londres.

Esta misma institución realizó un estudio de la cobertura informativa sobre ciencia en el Reino Unido durante las cinco décadas posteriores a la Segunda Guerra Mundial, y en él mostró —y éste es el último dato de este libro— que, en la década de 1950, la información científica trataba principalmente sobre temas de ingeniería e inventos, pero que en la década de 1990, todo había cambiado. La cobertura informativa sobre ciencia tiende actualmente a centrarse en el mundo de la medicina y las noticias tratan de lo que puede matarnos o salvarnos. Tal vez sea por narcisismo, o por simple miedo, pero lo cierto es que la ciencia de la salud es importante para la gente, y que en el momento en el que precisamente más la necesitamos, nuestra capacidad para pensar y reflexionar sobre el tema se está viendo violentamente distorsionada por los medios de comunicación, los grupos de presión empresariales y, seamos sinceros, diversos «bichos raros» y «chalados».

Sin darnos cuenta, los bulos y las memeces (el
bullshit
) se han convertido en un problema de salud pública de suma importancia, y por motivos que trascienden con mucho la evidente histeria que pueda despertarse en torno a amenazas inmediatas concretas, como una trágica muerte por sarampión o un caso perfectamente evitable de malaria provocado por un homeópata. Los médicos suelen mostrarse dispuestos actualmente a —como se decía en nuestros apuntes de los tiempos de la facultad— trabajar «en colaboración con el paciente hacia un resultado óptimo en términos de salud». Comentan las pruebas con sus pacientes para que éstos puedan tomar sus propias decisiones sobre los tratamientos.

Yo, por lo general, no hablo ni escribo de la experiencia de ser médico —es sensiblero y tedioso, y tampoco tengo ganas de predicar desde una posición de autoridad—, pero, trabajando en el NHS, me encuentro con innumerables pacientes de toda clase y condición que me comentan algunos de los problemas más importantes de sus vidas. Y esto me ha enseñado algo: la gente no es estúpida. Cualquier persona puede entender cualquier cosa, siempre que se la expliquen de forma clara y, lo que es más importante, siempre que el tema le interese lo suficiente. Lo que condiciona la capacidad de comprensión de un público determinado no es tanto su nivel de conocimiento científico como su motivación: los pacientes que están enfermos y tienen que tomar una decisión importante sobre qué tratamiento seguir son personas ciertamente motivadas.

Pero los periodistas y los mercachifles de curas milagro sabotean diligentemente, paso a paso, ese proceso de toma compartida de decisiones criticando de forma reiterada y falaz el procedimiento de las revisiones sistemáticas (porque no les gustan los resultados, aunque sólo sean los de una de ellas), generalizando a partir de datos obtenidos en placas de laboratorio, tergiversando el sentido y el valor de los ensayos, y socavando estudiada y colectivamente la manera popular de entender el concepto mismo de evidencia. En este sentido, son, a mi modo de ver, culpables de un crimen imperdonable.

Habrán advertido, espero, que lo que más me interesa es el impacto cultural de las insensateces —la medicalización de la vida cotidiana, la desvirtuación del sentido de los conceptos y las palabras— y que, por lo general, culpo más a los sistemas que a las personas concretas. Si me entretengo en revisar los antecedentes personales de algunos individuos, es en buena medida para ilustrar hasta qué punto han sido representados de manera deformada en los medios de comunicación, siempre ansiosos por exhibir a sus figuras de autoridad favoritas como si, de algún modo, encarnaran la opinión dominante entre los auténticos expertos. No me sorprende que entre esas figuras haya empresarios con intereses comerciales particulares, pero lo que sí me decepciona es ver cómo los medios se hacen eco de las aseveraciones de esas personas como si fueran ciertas. No me sorprende que haya personas con ideas peculiares sobre medicina, ni que vendan tales ideas. Pero me decepciona profunda, suprema y hasta furiosamente que una universidad ponga en marcha asignaturas sobre ellas en sus titulaciones de ciencias. No culpo a (la mayoría de) los periodistas individuales, pero sí a los sistemas de trabajo que se aplican en las redacciones de los medios informativos y a las personas que compran periódicos representativos de valores de los que declaran estar en contra. En concreto, no culpo a Andrew Wakefield de la alarma sobre la vacuna triple vírica (aunque haya hecho cosas que yo espero no hacer nunca), y encuentro de sumo mal gusto —quiero dejarlo muy claro de nuevo— que los medios estén ahora apresurándose a señalarlo como único responsable por sus propias faltas de aquel descalabro general.

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