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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (53 page)

BOOK: Mala ciencia
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Que Krigsman y los demás no publicasen en revistas serias (de las que tienen implantado un sistema de revisión entre iguales) lo que luego iban proclamando por otras partes distaba mucho de ser un conjunto de incidentes aislados o una mera situación temporal. De hecho, las cosas aún han continuado igual años después. En 2006, volvió a producirse exactamente el mismo suceso. «Científicos estadounidenses respaldan el vínculo entre el autismo y la SPR», denunciaba el
The Telegraph
. «Varios científicos temen la existencia de una conexión entre la SPR y el autismo», bramaba el
Mail
. «Un estudio en Estados Unidos respalda la supuesta conexión entre la vacuna SPR y el autismo», voceaba el
The Times
un día después.

¿Cuáles eran esos datos nuevos tan alarmantes? Todas esas amenazadoras noticias se basaron en una presentación en forma de «póster» (para un congreso que todavía no había tenido lugar y que hacía referencia a una investigación aún no terminada) a cargo de un hombre que acumula a sus espaldas un dilatado historial de investigaciones anunciadas que nunca llegan a ver la luz del día en ninguna revista académica. De hecho, se trataba (cuatro años más tarde) de —asómbrense— el mismísimo doctor Arthur Krigsman de nuevo. Esta vez, la noticia era diferente: había encontrado material genético (ARN) de virus de sarampión de cepas procedentes de vacunas en algunas muestras intestinales de niños con autismo y con problemas de colon. De ser cierto, este hallazgo encajaría en la teoría de Wakefield, que estaba ya completamente desacreditada en 2006. Tal vez convenga mencionar que Wakeman y Krigsman son médicos y compañeros en la Thoughtful House, una clínica privada estadounidense especializada en autismo, que ofrece tratamientos excéntricos para los trastornos del desarrollo.

El
The Telegraph
explicó también que aquella afirmación no publicada (la más reciente de Krigsman por entonces) venía a reproducir las conclusiones ya expuestas por el doctor Andrew Wakefield en un trabajo similar de 1998, y las del profesor John O’Leary en otro trabajo de 2002. Pero ésa era, como mínimo, una exposición incorrecta de los hechos. No hay trabajo alguno de 1998 que tenga como autor a Wakefield y que se ajuste a esa aseveración del
The Telegraph
(al menos, yo no he podido dar con ninguno en PubMed). Sospecho que el periódico se confundió con el tristemente famoso artículo sobre la triple vírica publicado en
The Lancet
y del que sus autores y la publicación ya se habían retractado parcialmente en 2004.

Sí que existen, no obstante, dos artículos que sugieren el hallazgo de rastros de material genético de virus de sarampión en el organismo de niños. Ambos llevan más de media década recibiendo abundante cobertura mediática. Esos mismos medios de comunicación, sin embargo, han sabido guardar un aplicado silencio a la hora de dar publicidad a otras pruebas publicadas en revistas académicas que sugieren que los resultados de esos otros dos trabajos constituyeron, en realidad, falsos positivos, como seguidamente veremos.

Uno de los artículos es el de Kawashima y otros, publicado en 2002, en el que también figura Wakefield como autor. En él se asegura que se encontró material genético procedente de la vacuna contra el sarampión en las células sanguíneas. Lo que despierta dudas sobre ese artículo proviene tanto de los intentos llevados a cabo para reproducir sus condiciones y sus resultados, como del testimonio personal de Nick Chadwick, estudiante de doctorado a cuyo trabajo ya nos hemos referido con anterioridad. Ni siquiera el propio Andrew Wakefield mantiene su confianza en los resultados presentados en ese escrito.

El otro es el artículo de O’Leary de ese mismo año 2002 que también tenía a Wakefield como coautor y en el que se exponían pruebas de la presencia de ARN de sarampión en muestras de tejido extraídas de niños. También en este caso, los experimentos adicionales realizados han ilustrado cuál parece ser el origen de los falsos positivos relatados en aquel trabajo. En 2004, el profesor Stephen Bustin examinó la evidencia empírica existente —como parte del procedimiento preparatorio del expediente del GMC contra Wakefield por mala conducta profesional— y explicó que, tras una visita al laboratorio de O’Leary, había llegado a la conclusión de haber hallado pruebas para demostrar, a plena satisfacción de todos, que aquellos resultados obedecían a unos falsos positivos obtenidos como consecuencia de la contaminación de las muestras y la inadecuación de los métodos experimentales seguidos. Bustin mostró, en primer lugar, que no hubo muestras «de control» con las que contrastar posibles falsos positivos (cuando se buscan rastros ínfimos de material genético, el riesgo de contaminación es enorme, por lo que es práctica habitual probar con muestras «en blanco» para asegurarse de que los instrumentos proporcionan resultados igualmente «en blanco»). El investigador también halló problemas de calibración en los aparatos, problemas con los registros de los procedimientos seguidos, y otros inconvenientes aún peores. Acerca de ellos peroró largo y tendido en un caso judicial visto en un tribunal estadounidense en 2006 sobre la relación entre el autismo y las vacunas. Pueden leer su detallada explicación completa en internet. Para mi asombro, ni un solo periodista del Reino Unido se ha molestado nunca en informar sobre ella.

Los dos artículos en los que se afirmaba haber demostrado la tan cacareada conexión fueron objeto por aquel entonces de una cobertura mediática generalizada: la misma que los medios también dedicaron a las afirmaciones de Krigsman.

Lo que no les contaron

En el número del
Journal of Medical Virology
de mayo de 2006, figuraba un estudio muy similar al descrito por Krigsman, sólo que éste sí había sido publicado de verdad y corrió a cargo de Afzal y otros.
[13]
En la investigación que había dado pie al mismo, se había buscado ARN de sarampión en niños con autismo regresivo tras haber sido vacunados con la triple vírica siguiendo más o menos el procedimiento que Krigsman afirmaba haber empleado en aquel estudio suyo no publicado. Además, los investigadores habían utilizado herramientas tan potentes que eran capaces de detectar ARN de sarampión hasta en porcentajes de una sola cifra. Pues bien, los autores no hallaron evidencia empírica alguna de aquel mágico ARN de sarampión (procedente de la misma cepa que el de la vacuna) que sirviera para implicar a la SPR. Tal vez fuera debido a lo tranquilizador del resultado, pero lo cierto es que el estudio fue flagrantemente ignorado por los medios de comunicación.

Como está publicado en su versión íntegra, puedo leerlo, y puedo detectar también sus lagunas, y estoy más que encantado de hacerlo: porque la ciencia consiste en eso, en criticar abiertamente metodologías y datos publicados —y no en airear quimeras mediante comunicados de prensa—, y en el mundo real, todos los estudios tienen algún que otro defecto, en mayor o menor grado. A menudo, suelen ser de cariz práctico. En el caso que nos ocupa, por ejemplo, los investigadores no pudieron hacerse con muestras del tejido con el que idealmente hubiesen querido trabajar, porque no consiguieron que el comité de ética les aprobara procedimientos invasivos como las punciones lumbares o las biopsias intestinales en niños (Wakefield sí se las arregló para obtener dichas muestras, pero recordemos que, debido a ello —entre otras cosas—, rinde ahora cuentas ante el GMC en un expediente abierto contra él sobre su conducta profesional).

¿Acaso no podrían haber tomado prestadas algunas muestras ya existentes de niños supuestamente dañados por las vacunas? Eso mismo se les habría ocurrido a ustedes, ¿no? Los autores mencionan en su artículo que trataron de pedir a los investigadores anti-SPR —a los que llamaremos así suponiendo que esta denominación les haga justicia— que les prestaran algunas de las muestras de tejido para trabajar con ellas. Sus peticiones fueron ignoradas.
[*]

Del artículo de Afzal no se informó en los medios de comunicación, en ninguno, salvo en mi columna.

Y aquel estudio no fue un caso aislado. Otro importante artículo fue publicado en
Pediatrics
(una revista académica de primer orden) unos meses después —entre el más absoluto de los silencios mediáticos— y en él también se presentaron indicios muy convincentes de que los anteriores resultados de Kawashima y O’Leary estaban errados y procedían de falsos positivos. D’Souza y sus colaboradores reprodujeron con gran fidelidad (y, en algunos casos, con mayor esmero) las condiciones de los experimentos anteriores. Pero, sobre todo, localizaron y vigilaron las posibles rutas a través de las que podrían haberse producido falsos positivos, y efectuaron algunos hallazgos asombrosos.
[14]

Los falsos positivos son comunes cuando se emplea la RCP porque este método funciona usando enzimas como base para generar réplicas del ARN, de manera que se parte de una cantidad muy pequeña en la muestra inicial, pero luego se «amplifica», copiada una y otra vez, hasta que se dispone ya de suficiente para practicar mediciones y trabajar con ella. A partir de una única molécula de material genético, la RCP puede generar 100.000 millones de moléculas similares en una sola tarde. Debido a ello, el proceso de la RCP es sumamente sensible a posibles contaminaciones (como tantos inocentes que se pudren o se han podrido en la cárcel bien podrían atestiguar). Así que hay que ir con mucho cuidado y tenerlo todo muy limpio durante los procedimientos.

Además de plantear dudas a propósito de la contaminación de las muestras, D’Souza también descubrió que el método de O’Leary podría haber amplificado accidentalmente las partes de ARN incorrectas.

Que quede muy claro: en ningún momento estoy tratando aquí de criticar a los investigadores individuales. Las técnicas progresan, a veces hay resultados que no son reproducibles, y la reverificación no siempre resulta práctica (aun cuando el testimonio de Bustin nos indique que los estándares procedimentales en el laboratorio de O’Leary presentaban serios problemas). Pero lo que realmente sorprende es que los medios extrajeran ávidamente todo el jugo posible a los datos alarmantes originales y, luego, ignoraran por completo los nuevos datos tranquilizadores. Este estudio de D’Souza, como anteriormente el de Afzal, fue ignorado unánimemente por la prensa. Según mi propio recuento personal, se informó de él en: mi columna, un comunicado de Reuters del que nadie se hizo eco y una entrada en el blog del novio de la investigadora principal (en la que escribió sobre lo orgulloso que estaba de su chica). En ningún lugar más.
[*]

Podría argumentarse, de manera bastante razonable, que esto es lo normal: los periódicos informan de las noticias, y que se publique una investigación en la que se dice que algo es seguro no es un hecho muy interesante. Pero yo diría —instalado, quizás, en cierto moralismo— que los medios tienen una responsabilidad especial en este caso, porque fueron ellos mismos los que exigieron «más investigaciones» y porque, además,
al mismo tiempo
que ignoraban los resultados negativos de estudios realizados de forma correcta y publicados íntegramente, actuaban de altavoces de otros hallazgos alarmistas extraídos de un estudio sin publicar de un hombre, Krigsman, con un largo historial de revelaciones agoreras no recogidas en ninguna publicación académica.

El del bulo de la triple vírica no es un caso aislado en ese sentido. Tal vez recuerden las noticias alarmistas sobre los empastes de mercurio que han venido saltando a la primera plana informativa en diversas ocasiones durante las últimas dos décadas: reaparecen cada pocos años, generalmente disparadas por la anécdota personal de algún protagonista, que ha dejado de sentir la fatiga, los mareos y los dolores de cabeza (que tanto lo atormentaban) después de que algún dentista visionario tuviera la feliz idea de extraerle estos empastes. Tradicionalmente, estas noticias vienen rematadas con la sugerencia de que el
establishment
odontológico posiblemente esté ocultando la verdad sobre el mercurio, y con la exigencia de que se estudie más a fondo la seguridad de éste.

Los primeros ensayos controlados y aleatorizados a gran escala sobre la seguridad de los empastes de mercurio se han publicado recientemente, y si ustedes tenían interés por leer estos tan esperados resultados, exigidos por tantos y tantos periodistas en innumerables periódicos, no están de suerte, porque no se ha informado de ellos en ninguna parte. En ninguna. Y hablamos de un estudio de más de mil niños y niñas: algunos tenían implantados empastes con mercurio y otros, empastes sin dicho metal. Los investigadores midieron la función renal de unos y otros, así como otros indicadores de neurodesarrollo, como la memoria, la coordinación, la conducción nerviosa, el coeficiente intelectual, etc., a lo largo de varios años. Fue un estudio bien realizado. Y no se apreciaron diferencias significativas entre ambos grupos. Eso es algo que vale la pena saber si alguna vez nos hemos asustado al leer las informaciones de los medios sobre los empastes de mercurio… y les aseguro que eran como para asustarse.

El programa de televisión
Panorama
emitió en 1994 un documental especialmente escalofriante titulado «El veneno en la boca». Para que se hagan una idea, las imágenes iniciales eran de hombres vestidos con trajes de protección integral que hacían rodar unos bidones de mercurio en unos almacenes. Yo no les voy a proporcionar aquí la sentencia definitiva sobre la peligrosidad o no del mercurio. Pero lo que sí podemos dar tranquilamente por supuesto es que
Panorama
no está preparando ningún documental sobre los extraordinarios nuevos datos de una investigación que sugiere que los empastes de mercurio tal vez no sean dañinos después de todo.

En algunos sentidos, esto no es más que otro ejemplo de lo poco fiable que puede ser la intuición a la hora de evaluar riesgos como los que presenta una vacuna. La intuición no sólo supone una estrategia defectuosa para esa clase de evaluación numérica (con unos resultados que son demasiado raros para que una persona sola pueda recabar datos significativos sobre los mismos a lo largo de su particular vida), sino que la información sobre la población en general que los medios de comunicación suministran a esa persona que intuye cosas está ridícula, escandalosa y hasta criminalmente adulterada. Así pues, al final de todo, ¿qué han logrado los medios informativos británicos?

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