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Authors: Ben Goldacre

Tags: #Ciencia, Ensayo

Mala ciencia (51 page)

BOOK: Mala ciencia
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Por manida y sensacionalista que les parezca esta historia, lo cierto es que ese suceso tuvo una importancia central en la cobertura mediática dispensada al bulo sobre la vacuna triple vírica. El año 2002 fue el año de Leo Blair, el año en que Wakefield abandonó el Royal Free y el momento culminante de la cobertura del tema en los medios, y por una gran diferencia.
[7]

¿Qué se decía en esas noticias?

La alarma sobre la vacuna triple vírica ha dado pie a una especie de pequeña subdisciplina en el campo del análisis de los medios de comunicación: hoy sabemos ya bastante sobre la cobertura que éstos le dispensaron durante esos años. En 2003, el ESRC (el Consejo de Investigaciones Económicas y Sociales británico) publicó un documento sobre el papel de los medios en la comprensión pública de la ciencia, para el que se habían tomado muestras de todas las noticias más importantes sobre ciencia recogidas en los medios de comunicación británicos entre enero y septiembre de 2002, justamente el momento álgido del alarmismo sobre la vacuna.
[8]
Un 10 % de todas las noticias de ciencia eran sobre la triple vírica, y la vacuna SPR era también, y con diferencia, el tema que mayor probabilidad tenía de figurar en las cartas de los lectores a los diarios (lo que significa que la población estaba claramente interesada por la cuestión), el tema de ciencia más comentado en los editoriales y los artículos de opinión, y el que generaba las informaciones y reportajes más largos. La de la triple vírica era la mayor noticia de contenido científico (y la más intensamente abordada) desde hacía años.

Los periodistas especializados en ciencia eran, por lo general, los primeros a los que recurrían sus respectivos medios cuando se trataba de escribir artículos sobre los alimentos transgénicos o la clonación. Sin embargo, en el caso de las noticias sobre la triple vírica, a estos especialistas se les dejó muy frecuentemente al margen, hasta el punto de que el 80 % de la información dedicada a la mayor noticia del año sobre ciencia fue cubierta por periodistas generalistas. De la noche a la mañana, quienes habían pasado a darnos sus comentarios y su asesoramiento sobre asuntos complejos de inmunología y epidemiología eran las mismas personas acostumbradas a contarnos sus anécdotas con la canguro que habían contratado para poder acudir a una cena la noche anterior. Nigella Lawson, Libby Purves, Suzanne Moore, Lynda Lee-Potter y Carol Vorderman, por citar sólo unos pocos nombres, escribieron sobre sus mal fundadas preocupaciones en torno a la triple vírica e hicieron sonar con fuerza sus trompetas de juguete. El
lobby
antivacuna SPR, entre tanto, hizo todo lo posible para suministrar noticias a los periodistas generalistas, al tiempo que eludía a los especialistas en salud o en ciencia.

Ésa no es una pauta nueva. Si algo ha afectado adversamente a la comunicación entre los científicos, los periodistas y el público en general, es el hecho de que los periodistas de ciencia no se dedican a cubrir las grandes noticias del ámbito científico. De mis conversaciones de bar con los periodistas de ciencia he podido deducir que, en un buen número de ocasiones, nadie se molesta siquiera en pasarles esas noticias importantes, aunque sólo sea para que las repasen por encima.

Insisto en que no estoy hablando de generalidades. Durante los dos cruciales días que siguieron a la publicación de la noticia sobre los «alimentos Frankenstein» transgénicos en febrero de 1999,
ni uno solo
de los artículos de información, de opinión o editoriales que se publicaron sobre el tema fueron escritos por un periodista científico.
[9]
Cualquier redactor especializado en ciencia habría explicado a su director que, cuando alguien presenta unos hallazgos científicos según los cuales las patatas transgénicas causan cáncer en ratas —como hizo Arpad Pusztai— en un programa de televisión como
World in Action
(en la ITV) y no en una revista académica, es porque hay mucho de lo que sospechar. El experimento de Pusztai fue publicado finalmente un año más tarde (tras un prolongado periodo de tiempo durante el que nadie pudo comentar nada sobre el mismo, ya que nadie sabía qué había hecho en realidad), y fue entonces —cuando salió a la luz en una publicación adecuada— cuando se pudo apreciar que sus resultados experimentales no contenían información que justificase la alarma mediática.

Esta postergación de los especialistas cuando la ciencia se convierte en noticia de primera plana, y el hecho de que ni siquiera se cuente con ellos como recurso adicional durante tales periodos, son factores (ambos) con previsibles consecuencias. Por un lado, a los periodistas se los emplea para que escuchen con oído crítico los comunicados y las informaciones que reciben de los jefes de prensa, los políticos, los ejecutivos de publicidad y relaciones públicas, los vendedores, los representantes de los grupos de presión, los famosos y los chismosos, y a tal fin, suelen hacer gala de un sano escepticismo. Pero en el caso de la ciencia, carecen de las habilidades necesarias para valorar críticamente los méritos de una prueba científica concreta. A lo sumo, examinan la evidencia empírica presentada por los «expertos» basándose en el tipo de personas que son éstos, en su aparente autoridad o, tal vez, en el tipo de institución o de empresa para la que trabajan. Los periodistas (y muchos activistas de campañas diversas) piensan que en eso consiste valorar críticamente un argumento científico y parecen muy orgullosos de sí mismos cuando actúan así.

El contenido científico de las historias que dan pie a esas noticias (es decir, las pruebas experimentales reales) se pasa por alto y es sustituido por las declaraciones más o menos didácticas de las figuras de autoridad situadas a un lado o a otro de la línea de debate, lo que redunda en la sensación generalizada de que el asesoramiento científico es algo bastante arbitrario y basado más en un rol social (el del «experto») que en una evidencia empírica transparente y fácilmente comprensible. Además, para empeorar las cosas, esas informaciones luego se aprovechan para traer otros asuntos a un primer plano: cuestiones políticas, una negativa de Tony Blair a responder si su bebé había sido vacunado, explicaciones mitológicas, un científico convertido en una especie de epítome del «inconformista», y llamamientos emotivos de padres y madres.

Un miembro cualquiera de la población en general, influido por tan imponente batería de relatos humanos, estaría en su perfecto derecho de desdeñar y considerar un inconsciente a cualquier experto que tratara de aseverar que la vacuna triple vírica es perfectamente segura, sobre todo, si tal aseveración no viniera acompañada de ninguna prueba que la respaldara de forma obvia.

Aquella noticiosa historia era también muy atractiva porque, como en el caso de los alimentos modificados genéticamente, el bulo sobre la triple vírica parecía encajar en una plantilla moral bastante simple y que yo mismo podría suscribir: que las grandes corporaciones empresariales suelen eludir sus obligaciones y los políticos no son de fiar. Pero es importante saber si nuestras corazonadas políticas y morales viajan en el vehículo correcto o no. Hablando a título personal, yo desconfío profundamente de las compañías farmacéuticas, no porque piense que toda la medicina es mala, sino porque sé que disponen de datos ocultos poco halagüeños, y porque he visto hasta qué punto tergiversan la ciencia en su material promocional. Da la casualidad, también, de que recelo bastante de los alimentos modificados genéticamente, pero no porque vea defectos inherentes en esa tecnología, ni porque crea que es singularmente peligrosa. Entre algo tan indudablemente beneficioso como es ensamblar genes para crear productos que traten la hemofilia y un hecho notoriamente perjudicial como es la liberación en el ambiente de genes que provocan resistencia bacteriana a los antibióticos, se extiende un prudente y sensato terreno intermedio propicio para la regulación de la ingeniería genética, pero nada hay de excepcional ni de particularmente peligroso en ella como tecnología.

Pese a todo ello, yo continúo desconfiando profundamente de la modificación genética por motivos que nada tienen que ver con su base científica, sino con el peligroso desplazamiento de poder que ha provocado en la agricultura, y porque las llamadas «semillas
terminator
», que mueren al acabar la temporada de cosecha, contribuyen a aumentar la dependencia de los agricultores, tanto en nuestro país como en el mundo en vías de desarrollo, y a colocar el suministro mundial de alimentos en las manos de unas pocas empresas multinacionales. Si de verdad les interesa escarbar un poco más a fondo en este asunto, les diré que por ese camino se encontrarán con compañías tan manifiestamente antipáticas como Monsanto (fabricante del agente naranja, empleado durante la guerra de Vietnam, por ejemplo).

Al contemplar la ceguera, la fiereza y la irreflexión de campañas como las emprendidas contra la vacuna triple vírica y los transgénicos (y que reflejan la misma clase de razonamiento infantil de quien piensa que «la homeopatía funciona porque Merck encubrió los efectos adversos del Vioxx»), es fácil que nos invada una intensa sensación de oportunidad política perdida: la impresión de que (en cierto modo) toda nuestra valiosa indignación ante los fallos en nuestras políticas de ayuda al desarrollo, ante el papel del poder económico en nuestra sociedad y ante las malas prácticas empresariales manifiestas, esté siendo desviada de lo que realmente podría ser válido y útil, hacia fantasías pueriles y míticas. Me sorprende que, si de verdad nos importan las grandes corporaciones empresariales, el medio ambiente y la salud, estemos malgastando nuestro tiempo con tipejos como Pusztai y Wakefield.

La cobertura informativa sobre la ciencia se ve perjudicada adicionalmente, desde luego, por el hecho de que se trata de un tema que puede ser bastante difícil de entender. Esto puede parecer un insulto a la inteligencia de personas que, como los periodistas, se vanaglorian de ser capaces de comprender la mayoría de las cosas, pero no hay que olvidar que, en tiempos recientes, se ha producido una aceleración de la complejidad de los diversos temas científicos. Hace cincuenta años, era posible esbozar en una servilleta una explicación completa del funcionamiento de un receptor de radio de onda media, recurriendo simplemente a los conocimientos básicos de ciencia de nuestra formación escolar, y se podía incluso fabricar en un aula un aparato radiofónico que, en esencia, era igual que los que se instalaban en los coches. Cuando nuestros padres eran jóvenes, podían arreglar sus propios automóviles y entender la base científica de la mayoría de las tecnologías que usaban de forma cotidiana, pero esto ya no es así hoy en día. Incluso un «cerebrito» aficionado a las telecomunicaciones tendría problemas para explicar cómo funciona un teléfono móvil, porque la tecnología se ha vuelto sumamente más complicada de entender y explicar, y porque los aparatos de uso cotidiano han adquirido tal complejidad que se han convertido para nosotros en una especie de «cajas negras» indescifrables. Y semejante complejidad puede antojársenos un elemento siniestro que nos desarma intelectualmente. Ahí yace el germen de nuestras actuales tribulaciones.

Pero volvamos al asunto central que nos ocupa. Si de ciencia no había mucho, ¿qué había realmente en aquellas largas informaciones dedicadas a la triple vírica? Si nos remontamos a los datos del ESRC para el año 2002, podemos comprobar que sólo una cuarta parte de aquellas noticias mencionaban a Andrew Wakefield, lo que no deja de resultar extraño, pues se trataba de la piedra angular de toda aquella historia. Aquello propició la impresión errónea de que era un amplio sector de la opinión médica (y no un «disidente» solitario) el que desconfiaba de la triple vírica. Menos de un tercio de las noticias publicadas sobre el tema en los diarios serios hicieron referencia a la abrumadora evidencia científica que respaldaba el carácter seguro de la vacuna, y sólo un 11 % mencionó que se consideraba segura en los otros noventa países en los que se emplea.

Era raro hallar análisis o comentarios sobre las pruebas empíricas, pues éstas se consideraban algo demasiado complejo, y cuando los médicos trataban de explicarlas, sus aclaraciones eran acalladas por el griterío reinante o, peor aún, condensadas y rebajadas en forma de sentencias blandas del tipo «la ciencia ha demostrado» que no hay nada de qué preocuparse. Los medios oponían a estos desmentidos tan escasos de información las emotivas manifestaciones de preocupación de madres y padres afligidos.

A medida que avanzaba el año (2002), la situación fue volviéndose ciertamente extraña. Algunos diarios, como el
Daily Mail
y el
The Daily Telegraph
, convirtieron la triple vírica en el foco de una ingente campaña política, y la beatificación de Wakefield alcanzó niveles equiparables al paroxismo. Lorraine Fraser publicó una entrevista en exclusiva con él en el
The Telegraph
en la que lo describió como «el defensor de unos pacientes que sienten que sus temores han sido ignorados». Ella misma escribió, durante los doce meses siguientes, una docena de artículos similares (y su recompensa llegó cuando fue galardonada con el Premio de la Prensa Británica a la mejor «redactora de salud» del año 2002, una medalla que yo no cuento con recibir jamás).

Justine Picardie realizó un espléndido reportaje fotográfico sobre Wakefield, su casa y su familia para el suplemento del
The Telegraph
de los sábados. Andy es, según la reportera, «un atractivo héroe de cabellos relucientes para las familias con niños autistas». ¿Cómo es su familia? «Agradable y animada, de aquellas de cuya amistad nos gustaría disfrutar, pero enfrentada a fuerzas misteriosas que han instalado micrófonos ocultos a su alrededor y les han sustraído historiales de pacientes en robos “aparentemente inexplicables” producidos en su propia casa». Ella fantaseaba en ese mismo reportaje —y les prometo que no me lo estoy inventando— con la posibilidad de llevar a Hollywood la heroica lucha de Wakefield, con Russell Crowe en el papel del protagonista, «junto a Julia Roberts en el papel de una combativa madre soltera buscando justicia para su hijo».

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