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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Las cenizas de Ovidio (8 page)

BOOK: Las cenizas de Ovidio
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—Convenido.

—Así me gusta. Sólo recuerda que lo dijiste. Pero no hay mucho que contar. Julia era una golfa fornicadora igual que la madre. —La hija de Augusto, otra Julia, había sido exiliada el año en que nací, y por el mismo delito. Había muerto en Regio cuatro años antes—. Sucedía con demasiada frecuencia y alguien la denunció ante Augusto. Él la mandó a Trímero. Fin de la historia.

Me sentí engañado.

—Yo te podría haber contado eso. ¿Qué hay de los detalles? ¿Quién la denunció, por ejemplo?

—Ni idea, muchacho. —Léntulo eructó y se sobó el estómago—. Ojo, me quito el sombrero ante la niña. Cualquiera que se dé tanta maña para guardar las apariencias cuenta con mi voto.

—¿A qué te refieres?

—Si le echabas un vistazo, parecía la esposa perfecta. Aunque no le gustaban los chismorreos, los niños ni las joyas; la dulce Julia trazaba ciertos límites. Salvo por las pamplinas literarias, pero muchas mujeres tienen esas ideas tontas. —Pensé en Perila. En efecto—. Y rellenita, además. Aunque eso no significa demasiado. Cuando esas niñas tranquilas y fornidas rompen las cadenas, nadie las frena, ¿verdad? —Rió entre dientes—. Recuerdo a una mujer de Veyes, llamada Paulina, una muchacha corpulenta, con tetas de vaquillona…

—¿Quién era su amante? El de Julia, quiero decir.

—Plural, muchacho, plural. Se acostó con media Roma.

—¿Nombres?

—Un sujeto llamado Silano. Décimo Junio Silano. Buena familia. Su primo Marco se quedó con la hija cuando estalló el escándalo.

—¿Qué hija?

—La hija de ella, de Julia. ¿Hoy en día no les enseñan nada a los jóvenes sobre la sociedad?

El nombre Décimo Silano no me sonaba, pero había oído hablar del primo Marco. Claro que sí. Un fulano de carrera: actual cónsul, amigo de mi padre y lameculos de primera magnitud. No sabía que su esposa era la hija de Julia, pero no me sorprendía. Las familias patricias nos mantenemos unidas.

—¿Quién más? ¿Quién más estaba liado?

—¿Quieres decir quién más follaba con ella? Media Roma, te he dicho.

—¿Quiénes, por ejemplo?

Léntulo abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Qué sé yo. Hay muchos rumores, y no hay humo sin fuego, como dicen. Pero Silano es el único nombre concreto que puedo darte.

—¿Qué pasó con Silano? ¿Lo hicieron trizas o Augusto sólo le dijo que se cortara las venas?

El viejo rió y bebió vino.

—¡Por Júpiter! ¡Nada de eso, muchacho! Ostracismo social, ésa fue la condena de Silano. Ni siquiera fue exiliado formalmente, sólo privado de la amistad del emperador. Aun así, el pobre diablo se apresuró a largarse de Roma en busca de climas más saludables. A decir verdad, acaban de permitirle volver.

Creí haber entendido mal.

—¿Silano está en Roma?

—Desde hace unos días, sí. —Léntulo gesticuló con la copa, derramando un poco de vino en las baldosas—. Su primo convenció a Verruga. No ha vuelto a la vida pública, desde luego, y no creo que lo haga. Tiberio no es tan generoso. Tiene una pequeña casa al otro lado del río, en el Janículo. No tan pequeña, ahora que lo pienso. Los deleites de la vida bucólica, ese tipo de cosas. Aun así, tuvo más suerte que el marido, ¿verdad?

Juro que tenía los pelos de punta, pero mantuve la voz calma.

—¿Qué marido?

—¡Límpiate la cera de los oídos, muchacho! ¡Es la segunda vez! El marido de Julia, naturalmente. El maldito Emilio Paulo. —La voz le resbalaba un poco. Ese vino no tenía mucha agua y él había bebido dos copas enteras encima de quién sabe cuántas más. No estaba ebrio como una cuba pero iba por buen camino—. Lo liquidaron, ¿verdad? Pues se lo merecía.

De pronto todo estaba muy quieto y despejado. Recuerdo que miré el mural de la pared, una escena mitológica que representaba a Perseo con la cabeza de la gorgona. El esclavo que estaba junto a ella con la jarra de vino se movió y el chillido de sus sandalias en las baldosas de mármol me atravesó como un cuchillo.

—¿Paulo fue ejecutado? ¿Por qué?

Y Léntulo se calló. Se paró en seco. Se levantó, apoyó la copa de vino en una mesa, se volvió para mirarme.

—El vino hablaba por mí, muchacho —dijo—. Olvídalo, ¿quieres? Ya te he dicho más de la cuenta.

Yo también dejé la copa. Tenía que hacerlo. Estaba tan alborotado que la habría soltado.

—Oye, viejo sinvergüenza, no puedes dejar las cosas ahí. Vamos, con el tiempo lo averiguaré. ¿Por qué liquidaron a Paulo?

Léntulo aún me clavaba los ojos. Estaba gris, y muy sobrio.

—Vale, Corvino. Tú lo pediste, y es tu funeral, recuérdalo. Después de enviar a Julia a Trímero, Augusto hizo ejecutar al esposo por traición. —Miró hacia otro lado—. Ahora lárgate y déjame en paz, muchacho. No quiero volver a verte. Nunca más.

Pensé en lo que Léntulo me había dicho cuando regresaba del Celio. Mejor dicho, en lo que me había dicho que no podía decirme: los nombres de los otros caballeros que habían intimado con Julia, aparte de Silano. Tratándose de un chismoso como Léntulo, la confesión de ignorancia total era sorprendente, como mínimo. Era posible, claro. Todo era posible. Quizá realmente no lo supiera. Pero había otra explicación y, si era correcta, abría todo un campo de posibilidades interesantes.

Léntulo no podía darme más nombres porque no los había. Al cuerno con «media Roma» y esas patrañas. Silano era el único amante de Julia. Punto y aparte, final de párrafo, se acabó el libro. Y eso podía significar…

Interesante, ¿verdad?

9

Volví a visitar a Perila justo para la cena. Primero había ido a casa para cambiarme (nunca visites a una dama con la túnica sucia), y también había hecho otro viaje a la tienda de Cadmo, no a por el millo (ya lo tenía) sino para recoger un elegante par de aros que había visto y que harían juego con su cabello. Está bien acordarse de los poetas alejandrinos, pero no quería que me tomara por un fanático de la cultura. Sólo provocaría malentendidos después.

Ella había escogido la sobriedad formal: un manto de matrona, un mínimo de joyas, y un peinado que parecía salido del altar de la Paz. Como propuesta era previsible pero decepcionante. Me tragué la lujuria y me preparé para una velada doméstica seria.

Le gustaron los aros, pero no dejó que se los pusiera.

Calías sirvió el vino con miel (odio ese mejunje, pero trataba de portarme bien), supervisó los entremeses y luego desapareció discretamente. Me recordé que debía untarlo con una propina gorda antes de irme. Conviene alentar el tacto en los esclavos, sobre todo si tienes planes con la dueña.

—Bien, Corvino —dijo Perila mientras comíamos huevos de codorniz y lirones rellenos—. ¿Cómo fue tu visita?

Le describí los datos relevantes, pasando por alto los aspectos más siniestros de la situación. No era necesario que ambos temiéramos que yo terminara con un tajo en la garganta.

—Así que tenemos un par de buenas pistas —concluí—. El regreso de Silano a Roma es sin duda una ventaja.

—¿Piensas ir a verle?

—Así es. Parece el paso lógico para continuar.

—¿Por qué te contaría algo?

—No tiene motivos para no hacerlo. Es un asunto concluido. Y no quiero perderme esta oportunidad. ¿Por qué perder tiempo con intermediarios? Si alguien sabe qué vio tu padrastro, nuestro Silano es la persona indicada.

—¿Sabes dónde vive?

—No tengo la dirección justa. —Froté un huevo de codorniz entre las palmas para quitarle la cáscara—. Pero puedo averiguarlo. Léntulo me dijo que tiene una de esas granjas vistosas al otro lado del Tíber. No será difícil encontrarlo. Y me interesa averiguar cómo se las apañó para seducir a Julia y salirse con la suya mientras ejecutaban al marido. Ese truco puede resultar útil en alguna ocasión.

—Paulo fue ejecutado por traición, no por ser el esposo de Julia.

—¿Acaso crees que no hay ninguna relación? ¡Por favor, Perila!

Escogió una conserva de pescado y un canapé de miel.

—En tal caso, no es obvia. Estamos hablando de dos delitos. En uno Paulo es la víctima, en el otro es el culpable. Ahora bien, si Julia hubiera estado casada con Silano y Paulo hubiera sido el seductor, entendería adónde vas. Siempre que consideres que la seducción de la nieta del emperador es un acto de traición. Personalmente, no lo veo así.

Empezaba a dolerme la cabeza. Acababa de perderme la oportunidad de insertar un comentario, estaba seguro. Pero no estoy acostumbrado a hablar de problemas abstractos durante la cena. Vivan las contorsionistas pigmeas, fuera Aristóteles.

—Además… —Perila terminó el canapé y escogió un calamar relleno con carne picada—, Silano fue castigado. Tú mismo dijiste que se había marchado en exilio voluntario. Y nunca volverá a ejercer la función pública. Para un hombre de su posición, es castigo suficiente.

Fruncí el ceño.

—Vale, vale. Como quieras. Quizá yo sea demasiado suspicaz, quizá todo esté en regla. Pero no vendrá mal hablar con él.

Perila dejó el calamar y volvió hacia mí sus encantadores ojos dorados.

—Tendrás cuidado, ¿verdad? Todo esto parece muy delicado políticamente. No pisotees a nadie. Ya te han aporreado una vez. Perdón. Intimidado.

—Mira, Perila, este asunto ya está finiquitado. Pudo haber sido delicado hace cinco años, cuando Augusto era emperador. Pero Paulo está muerto y enterrado, Tiberio tiene el poder y Silano ha vuelto a ser persona grata. ¿De acuerdo?

—¿Qué hay de Julia? Aún vive en Trímero, ¿verdad? ¿O pasé algo por alto?

Suspiré. Que los dioses me libren de las mujeres belicosas.

—Julia no es nada para Verruga, Perila. Ni siquiera es pariente.

—Era su hijastra.

—Hasta que él se divorció de la madre. —Tiberio había sido esposo de Julia la mayor, la que había muerto en Regio—. Y por lo que dicen nunca la soportó. Era un matrimonio de conveniencia, y ya sabes cómo son, ¿verdad?

Era sólo un tanteo, lo juro, pero apenas dije esas palabras supe que había cometido un error. Un grave error. Como preguntarle a la mujer de Edipo cómo andaba su hijo últimamente. Perila bajó los ojos hacia el plato y sus dedos largos y delgados jugaron con el calamar. El silencio se prolongó.

—Mierda —dije al fin—. Oye, Perila, lo siento si…

—No tiene importancia. —Irguió la cabeza—. Tú no estás casado, ¿verdad, Corvino?

—No. Corro a gran velocidad.

Ella no sonrió.

—Yo sí. Pero tú lo sabes, desde luego. Hace seis años que estoy casada.

¡Por Júpiter! ¿Cómo salía de ese atolladero? Traté de aligerar la conversación.

—Enhorabuena. ¿Tienes hijos?

Otra pifia fenomenal. Quizá fuera mi imaginación, pero creo que ella tembló.

—No —murmuró—. No hay hijos.

—Eso es… duro. —Busqué desesperadamente un pretexto para cambiar de tema, pero no se puede decir mucho sobre las aceitunas rellenas y las verduras frescas.

—Quizá debería explicar algo sobre… —Ella titubeó—. Sobre mi relación con mi esposo.

No dije nada. Sé juzgar los estados de ánimo, sobre todo en las mujeres. Con una de mis bobaliconas habría estado pavoneándome desde hacía rato. Cuando una mujer empieza a hablar mal del marido en estas circunstancias, uno sabe que la velada seguirá un curso bastante previsible. Pero esto no era una insinuación. Ante todo, había vuelto el hielo, y era evidente que Perila no estaba pensando en que ambos reventáramos un colchón. Estaba rígida en la silla —nada de lánguidos divanes para esta matrona romana— y clavaba los ojos en el plato.

—Nos conocimos después del exilio de mi padrastro. Yo tendría doce o trece años. Rufo ya había estado casado y su primera esposa acababa de morir cuando le pidió mi mano a mi madre.

Me moví incómodamente en el diván. En ese momento habría recibido a Calías con los brazos abiertos, vino con miel incluido. Hasta habría aceptado una pequeña incursión de matones germanos. Pero no había interrupción a la vista. Si era la hora de las confidencias, tendría que apretar los dientes y soportarlas. Ni siquiera me atreví a carraspear cortésmente.

—Era un buen partido. —Perila mantenía la vista gacha—. Rufo no estaba en una posición acomodada, pero venía de una buena familia. Gozaba del favor de Augusto, y le esperaba un ascenso y una buena carrera política. Mi madre tenía contactos con la nobleza, no muy fuertes (es prima lejana de Marcia, la viuda de Fabio Máximo), pero ya no nos miraban bien en la corte. Dadas las circunstancias, creo que tuve bastante suerte.

Bebí el vino. Cuando apoyé la copa en la mesa, el tintineo sonó como un portazo, pero ella no pareció notarlo.

—Tendríamos que haber entrado en sospechas cuando Rufo sugirió un matrimonio tradicional —dijo ella—. Ya sabes a qué me refiero: cuando la propiedad de la esposa pasa por completo al marido. —Asentí, aunque ella no me miraba. Los matrimonios de ese tipo aún eran bastante comunes en las familias linajudas, sobre todo las que ocupaban puestos sacerdotales, pero en general habían pasado de moda por razones obvias—. Pero no fue así. Afortunadamente intervino el tío Fabio, que todavía vivía, y era cabeza de la familia. Rufo no era muy rico, como te decía, y tenía mala reputación en lo concerniente al dinero. Así que llegamos a una componenda. Cuando yo cumpliera los dieciséis, podría tenerme a mí, pero no mi dinero.

Calías asomó la cabeza por la puerta, presuntamente para preguntar si habíamos terminado los entremeses. Antes de que yo pudiera hacerle una señal, el sinvergüenza cayó en la cuenta de lo que pasaba y se perdió de vista con la celeridad de una anguila engrasada. En vez de la propina, pensé en un subrepticio rodillazo en los genitales cuando saliera. Perila no lo había visto. Aún fijaba los ojos en el plato y sus dedos desmenuzaban el diminuto calamar en trozos cada vez más pequeños. Ya no quedaba mucho de él.

—Hacía un año que estábamos comprometidos cuando comprendí que sólo le interesaba el dinero. ¿Te conté que Augusto le había dejado su propiedad a mi padre cuando lo exilió? Lo cierto es que Rufo había acuciado a mi madre desde el principio, para que ella le permitiera administrar las finanzas de la familia. La situación era bastante tirante. Si no hubiera sido por el tío Fabio, Rufo se habría salido con la suya.

—¿Por qué no rompisteis el compromiso? —pregunté en voz baja—. No tenía derecho legal a ti ni a tu dinero hasta la boda. ¿Por qué no lo mandasteis al cuerno?

Perila sacudió la cabeza.

—No conoces a mi madre, Corvino. Entonces ella no estaba enferma, pero no tenía mucho carácter. Y el dinero era de ella, no mío. Ni del tío Fabio. Mi padrastro la había puesto a cargo de su patrimonio.

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