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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Las cenizas de Ovidio (3 page)

BOOK: Las cenizas de Ovidio
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Los labios de cemento no se movieron. Los ojos de cemento permanecieron desenfocados.

No estaba dispuesto a aguantar ese desplante. De nadie.

—No te preocupes, amigo —le dije—. Lo traeré. Lograré que vuelva, de un modo u otro. Díselo a tus jefes.

Y con esas palabras me largué, con la nariz patricia en alto. Mis parientes (algunos de ellos, al menos) habrían estado orgullosos de mí. Éstos son los momentos en que se nota la noble estirpe.

Tardé una hora en hallar la salida.

3

Esa tarde me echaba un sueñecito en mi estudio, poniéndome a punto para un banquete, cuando Batilo asomó la cabeza por la puerta. Estaba realmente despavorido.

—Lamento molestarte, amo —dijo—, pero la dama Rufia Perila está aquí.

El efecto que esa mujer surtía en él era escalofriante. Si lo destilábamos y se lo dábamos de comer a las tropas, sumaríamos Britania al imperio en menos de un mes. Y también Partia, quizá.

—¡Mierda! —Al levantarme de la poltrona, tumbé la estatuilla de Venus trenzándose el cabello que estaba en la mesilla. Batilo, con su tacto habitual, guardó silencio, alisándome la túnica arrugada mientras yo me erguía de mala gana. Si hubiera recibido la autorización oficial para traer de vuelta las cenizas, me habría deleitado volver a ver tan pronto a esa mujer. En esas circunstancias, me resultaba tan grato como un puñado de pulgas, y no me desvivía por dar explicaciones bajo el escalpelo de esos hermosos ojos dorados. Claro que mi fracaso no era definitivo. Qué va. Un Valerio Mesala no se da por vencido. Sin embargo, no estaba ansioso de dar el siguiente paso, que consistía en acudir a la vieja camarilla para mover los hilos. Eso significaba cambiar un favor por otro, naturalmente, y veces te piden cosas que te dejan el pelo blanco.

Al menos, en esta ocasión yo estaba sobrio. O bastante sobrio. Digamos que no estaba ebrio. Digamos…

Salí al atrio como si fuera la arena del circo y yo fuera el plato principal del menú. Rufia Perila estaba de pie entre los asientos, admirando el fresco de Orfeo y las ménades que yo había encargado recientemente, y el sol del atardecer que penetraba por el pórtico desde el jardín le besaba el cabello con oro rojo. Debió oírme llegar porque dio media vuelta y (por increíble que parezca) sonrió. Mi corazón dio un respingo. Quizá fuera indigestión.

—Has ido al palacio —me dijo.

—Así es. —Me senté en el diván principal. Batilo ya acercaba una silla, y Perila también le sonrió mientras él la instalaba. Quedó desconcertado un momento. Luego puso una cara radiante. Casi se veía que se le rizaba el cabello.

Batilo es calvo.

—¿Un sorbo de vino, amo? —murmuró. Demonios. El mayordomo perfecto. Le podría haber escarbado el servilismo con una cuchara.

—Sí. Vino con miel para la dama, Batilo, y setino para mí. El especial. —Era el más fuerte que teníamos, y necesitaría algo bastante fuerte si quería sobrevivir a la media hora siguiente sin perder los genitales—. Y no abuses del agua, ¿vale?

—Entonces podemos disponer el retorno de los restos de mi padrastro —dijo Perila cuando él se marchó—. ¡Corvino, es maravilloso!

Normalmente, ese uso de mi apellido sin el añadido formal del patronímico me habría estremecido de placer. Por no mencionar la sonrisa que lo acompañaba. Dadas las circunstancias, me daba ganas de vomitar.

—A decir verdad, mi señora Rufia… —Si llevas las de perder, arrástrate.

—Oh, llámame Perila, por favor. Mi madre estará encantada. En cuanto a la ceremonia fúnebre, aún tenemos la vieja villa en la ladera sobre el cruce de las vías Claudia y Flaminia. Sepultaremos a mi padrastro en el huerto. A él le habría agradado.

—Perila… —¡Por Júpiter! Era como tratar de embalsar un río con las manos.

—Estás invitado a la ceremonia, desde luego.

—Perila, escúchame. Lo lamento, pero…

Me silenció con un gesto.

—¿Cuánto crees que tardará un barco en ir y volver del mar Negro? Habrá algo en Corinto, sin duda. ¿Diez días? ¿Un mes? Calculemos dos, para más seguridad. Eso significa que podemos planear el funeral para…

—¿Vino, señora? —Batilo, reapareciendo con su bandeja de copas de vino, pudo lograr lo que yo intentaba: la interrumpió. Perila frunció el ceño.

—No bebo, normalmente. Pero quizá un sorbillo del setino. Para celebrarlo.

Ahora o nunca. Me zambullí en esa pausa.

—Perila, escúchame. Olvídate del funeral. No habrá cenizas. ¿Entiendes? ―Ella abrió la boca, pero yo seguí adelante—. Rechazaron nuestra petición.

Hubo un silencio sobrecogedor, como antes de una erupción del Vesubio, cuando hasta las aves dejan de cantar. Hasta pensé en pedirle a Batilo que verificara si mi testamento estaba a buen recaudo en el escritorio.

—¿Cómo has dicho?

—No puedes traer a tu padrastro desde Tomi. Todavía no, al menos. Nos han denegado la autorización.

Me miraba como si de pronto me hubiera crecido otra cabeza.

—¿Cómo que nos han denegado la autorización?

Cogí la jarra de la bandeja de Batilo, me serví un buen trago y lo empiné de una vez. Quizá fuera mejor estar ebrio, a pesar de todo.

—Hablé con un secretario imperial. Se deshizo en disculpas, pero no podía hacer nada.

Perila se irguió en el asiento. Casi oí el crujido del hielo.

—¿Me estás diciendo, Valerio Corvino —dijo con voz de glaciar—, que permitiste que un burócrata humillara a un patricio perteneciente a una de las familias más rancias de Roma?

—No es exactamente así —respondí con tono conciliador—. Él solo me comunicaba una decisión, de modo que…

—¿Y quién tomó esa decisión? ¿El emperador?

—El secretario no lo dijo con esas palabras, pero lo dio a entender, sí. —Yo empezaba a transpirar.

Valerio Corvino… —La voz de Perila era demoledora—. Tiberio rechazó la solicitud, ¿sí o no?

Me serví otra copa de vino y la bebí. Empezaba a surtir efecto. Con una más estaría a punto.

—¿Cómo diantre puedo saberlo? —repliqué.

Fue un error. Perila se levantó como un faisán en fuga. Estaba rígida de furia.

—Eres una vergüenza para tu nombre y la memoria de tu abuelo —dijo —. Él nunca se habría dado por vencido de ese modo. Por no mencionar al primer miembro de tu familia.

Volví a servirme vino.

—Ese desgraciado sólo tuvo que vérselas con un campeón galo —murmuré—. No con una maldita arpía.

—¿Cómo has dicho?

—Nada. —Mierda. Bebí un buen trago—. De todos modos, ¿quién dice que me he cido por vendado? —Noté que Batilo no se movía. Permanecía rígido con la bandeja, tieso como un adorno de bronce—. Dado por vencido —corregí—. De ninguna manera. Sólo tendremos que probar otro enfoque, nada más.

—Corvino —dijo ella fríamente—, creo que me iré, si no te molesta. Antes de que te pongas más repulsivamente ebrio de lo que estás ahora.

El especial es bueno de veras. Hasta tuve las agallas de alzar la copa en un brindis. Ella me miró de hito en hito y se volvió para marcharse. Mientras salía como una tromba, la luz del sol volvió a apresarle el cabello en una red de oro derretido. En fin. A veces ganas, a veces pierdes.

Estaba felicitándome por haberme liberado de Perila cuando Batilo me anunció que tenía otra visita. Una visita aún más indeseable.

Mi padre.

Como he dicho, no nos llevábamos bien y hacía meses que no lo veía, salvo cuando nos cruzábamos en la calle e intercambiábamos un saludo de fingido respeto. No nos veíamos desde el divorcio. Cuando Batilo lo anunció, yo estaba arriba, preparándome para el festín de esa noche. Volví a ponerme la túnica de estar por casa y bajé, con bilis en el gaznate. Batilo había dejado abierta la puerta del estudio y vi la silueta alta y delgada de mi padre en el interior. Junto al escritorio, examinaba el título de una novela griega que yo estaba hojeando, apretando la mandíbula prominente en una mueca de reprobación.

—Hola, papá. ¿Cómo anda todo? —saludé. Se volvió hacia mí, tan colérico como yo esperaba. Mi padre es tan formal y envarado que cuando lo cremen le encontrarán una varilla en el trasero con la inscripción «Propiedad del Senado y el Pueblo de Roma»—. ¿Te interesa mi colección de libros guarros?

Dejó la novela lentamente. A decir verdad, estaba bastante bien escrita, y no era nada guarra, pero no estaba dispuesto a revelárselo. Le habría arruinado la noche.

—¿Cómo estás, Marco?

—Bien. —Le señalé el único diván del estudio y me senté en la silla del escritorio. Batilo asomó la nariz por la puerta y lo mandé a buscar vino.

Ambos nos miramos en silencio.

—Hoy vi a tu madre —dijo al fin.

—Qué considerado de tu parte.

Alzó una mano conciliadora.

—Ella está bastante contenta.

—Vaya, albricias.

Mi padre arqueó la boca.

—Nuestro matrimonio no funcionaba, hijo. Ponerle fin fue bueno para ambos, y lo sabes.

—Para ti, quizá. No para mí. Y mi madre puso todo su empeño. Ella nunca se habría divorciado. En todo caso, lo habría hecho por un motivo, no porque le convenía en el momento. No porque una nueva esposa sería políticamente ventajosa.

Su rostro cetrino se sonrojó de furia.

—¡No se trataba de eso, Marco! ¡Y no toleraré que me juzgues!

—¡Gracias a los dioses! —repliqué, y él no insistió.

Se oyó un cortés carraspeo ante la puerta y Batilo reapareció. Guardamos un pétreo silencio, acuchillándonos con los ojos mientras Batilo servía. Cuando se marchó, le di una copa de vino a mi padre.

—¿Qué quieres, pues? —pregunté—. ¿A qué debo el inefable placer de tu puñetera presencia, papá? Dímelo y lárgate.

Dejó la copa sin probar el vino. Sus manos temblaban. Las mías también.

—Estoy aquí por un asunto oficial, Marco. Esta mañana causaste cierto revuelo en el palacio.

Bebí un largo trago.

—Te han informado mal. No provoqué ningún revuelo. Hice una solicitud totalmente razonable, y la rechazaron de un modo que consideré insatisfactorio, así que pedí una entrevista con el emperador.

—No fue lo que oí. Me dijeron que tu conducta fue ofensiva.

—No más ofensiva de lo que merecía la situación.

—Y que atacaste a un secretario imperial.

—¡Corta el rollo, papá! —Apoyé la copa en el escritorio con fuerza, y el vino saltó sobre el borde—. ¿Qué esperabas? Ese desgraciado me dijo que no me permitiría ver a Tiberio. ¡Que él no me lo permitiría! ¿Quién diantres es un burócrata para decirle a un patricio que no puede ver al emperador?

—Lo que él te dijo, con toda veracidad, era que tu solicitud había sido rechazada en el nivel más alto.

—Es decir, el propio emperador.

—Ni más ni menos.

—¿Sin tener la cortesía de hablar conmigo? ¿Sin tener la gentileza de explicarme sus motivos?

—El emperador no necesita motivos, Marco. Si dice que una solicitud es rechazada, es rechazada. No tiene vuelta de hoja.

—¡Claro! ¡Por supuesto! —Me levanté y le di la espalda. De lo contrario, le habría pegado—. Ése es tu credo, ¿verdad? El emperador siempre tiene razón, viva el emperador. Si Tiberio aprobara un decreto en alabanza del excremento de perro, al día siguiente te harías servir una ensalada de excremento para la cena.

—Eso no es justo, hijo —respondió mi padre con calma—. Tiberio es el primer ciudadano, la cabeza del estado. Cuando él toma una decisión oficial…

Me volví hacia él.

—Oye, aclaremos esto. No me quejo por la decisión. No soy un chiquillo. Puedo aceptar un no. Lo que me subleva es el modo en que me comunicaron la decisión de Verruga, siempre que haya sido decisión de él, y que me impidieran ejercer mi derecho… —Callé, y luego repetí las palabras lentamente—. Mi derecho, padre, a una entrevista personal. Y si crees que voy a dar por terminado el asunto, puedes irte al mismísimo infierno.

—¡Claro que lo darás por terminado, Marco, a menos que seas un tonto rematado! —rugió mi padre—. Por eso estoy aquí. Eso es lo que he venido a decirte, y será mejor que me escuches o estarás en un auténtico brete. Olvídate del asunto. Presentaste la solicitud y recibiste tu respuesta. Ahora dile a esa mujer, Rufia Perila, que no puedes hacer nada, y olvídate de ella.

Caminé hasta el escritorio, cogí mi copa y la vacié de un trago.

—¿Cómo supiste lo de Perila, papá?

—Te he dicho que esto es oficial.

—Vale —dije, haciendo girar la copa entre las manos—. Entonces dime una cosa. ¿Qué hizo él? ¿Qué hizo Ovidio para que Verruga lo odie tanto?

Lo que sigue es interesante. Al hablar yo miraba a mi padre a los ojos, así que vi con claridad lo que pasó con su rostro. Fue como si cerraran una puerta. En un momento su expresión era tan abierta como puede ser la expresión de mi padre, y al siguiente sus ojos eran de mármol. Interesante, en efecto; pero, como he dicho, lo miraba a los ojos, y vi algo más. Sólo un centelleo, como el atisbo de una lámpara detrás de una puerta que se cierra, pero era inconfundible. Lo que vi era miedo.

Varo a sí mismo

Es una locura escribir esto. La regla cardinal de un traidor es no consignar nada por escrito, y hasta ahora la he obedecido escrupulosamente. Dejar constancia escrita de la traición es dejar un testigo acusador cuya voz será más elocuente que cien calumnias. Y no deseo hacerlo en absoluto.

Me preguntarás (o me pregunto) por qué lo hago. Ciertamente, no para edificación de la posteridad. La posteridad puede irse al cuerno: mis ojos serán los únicos que lean esto, y lo quemaré en cuanto haya terminado. Tampoco es una confesión, la mortificación íntima de un espíritu atormentado por la culpa. Al demonio con eso. Si alguna vez tuve conciencia, la perdí antes de la pubertad, y además, al igual que la mayoría de los traidores, me siento a gusto en compañía de mi traición, aunque no esté orgulloso de ella. Así que tampoco es eso.

Quizá se trate de una justificación, un intento de comprender, por mí mismo y para mí mismo. ¡Oh, cielos! Suena bastante forzado, pero me temo que es la verdad. Como atenuante, sospecho que no soy el único traidor que desea justificar su traición. Esa enfermedad es endémica entre nosotros. Paulo fue la excepción, por suerte para mí y para otros: murió en silencio. Aunque, para ser justos, Paulo no era un auténtico traidor.

Digamos pues que ésta es la justificación de una traición cometida por el mejor de los motivos. Pero no, esto no es atinado ni veraz. No quiero que me toméis por un repugnante altruista. No, con franqueza, lo que estoy haciendo es provechoso y me abastecerá materialmente por lo que espero sea un largo, confortable y muy autocomplaciente retiro. El hecho de que resulte beneficioso para Roma es relativamente menor para mí, aunque me satisface pensar en ello. Si Arminio hubiera apelado a mi instinto de caballero (suponiendo que yo tuviera tal cosa), o si hubiera sido mezquino con sus recompensas, dudo mucho que el venal Varo hubiera colaborado. Así soy yo. Lamentable, ¿verdad? Lamentable pero cierto.

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