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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Las cenizas de Ovidio (36 page)

BOOK: Las cenizas de Ovidio
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Pero la máscara había vuelto a su sitio y la emperatriz había recobrado el aplomo.

—Uso zumo de amapola. Siempre lo he hecho —dijo—. Y en todo caso, las pesadillas son un precio bajo a pagar por la seguridad de Roma. Y hablando de precios, joven, ¿cuál es el tuyo?

Esta súbita pregunta me cogió por sorpresa.

—¿Mi precio?

—El precio de tu silencio.

—Nada, excelencia.

—¿Nada?

—Un puñado de cenizas. Tú dirías que no son nada.

Me escudriñó tanto tiempo que sentí el sudor en la frente. Luego dijo, en voz muy queda:

—Corvino, no incurras en la presunción de sermonearme sobre mis valores. Una carrera política no es nada, el dinero y las propiedades no son nada. Pero las cenizas de Ovidio significan mucho.

—¿Tanto lo odias, excelencia?

—Casi arruinó los planes que había trazado para mi hijo, mis planes para Roma. Si hubiera sido un político, podríamos habernos entendido, pero no lo era. Era un mequetrefe bienintencionado que no sabía negociar ni por asomo. Sí, odiaba a Ovidio. Y todavía lo odio. Lo habría hecho matar, pero Tomi era peor. —Se levantó, y por primera vez noté cuán menuda era; menuda y frágil. Podría haber extendido el brazo para partirla en dos como una rama podrida—. Tendrás tu puñado de cenizas, joven. Pero nunca creas que pagué un precio insignificante.

Yo también me levanté. Como respondiendo a una señal (¿ella habría dado alguna, de algún modo?), las puertas se abrieron a mis espaldas y el secretario esperaba para escoltarme.

—Adiós, Valerio Corvino —dijo Livia con envarada formalidad—. Veré de que se hagan los trámites pertinentes.

Me incliné y di media vuelta. Casi había llegado a la puerta cuando se me ocurrió algo más.

—Otra cosa, excelencia —dije—. Quiero a una muchacha. Ella me fulminó con la mirada y oí el brusco jadeo de alarma del secretario. Luego la emperatriz sonrió por primera vez.

—¿Cualquier muchacha, Corvino?

—Una muchacha especial. Ya sabes a quién me refiero.

—Sí. Sé a quién te refieres. Cuenta con ello.

Volví a inclinarme, y me marché.

44

Pero el día aún no había terminado. Cuando llegué a casa, Batilo me recibió en el vestíbulo.

—Tienes una visita, amo —murmuró.

—¿Sí? —Me quité la capa y el manto y se los di—. ¿Y quién es?

—Me tomé la libertad de conducirlo a tu estudio. Pensé que preferirías hablar a solas.

La puerta del estudio estaba cerrada. Cuando la abrí, el hombre que estaba dentro se volvió.

Asprenas.

Quise echar mano de la daga que siempre llevaba en la muñeca izquierda, pero recordé que no la tenía encima. Habitualmente no llevas dagas cuando visitas el palacio. Asprenas reparó en el movimiento. Sonrió y meneó la cabeza.

—No, Corvino. Ahora estás a salvo de mí, máxime cuando has optado por manejar el asunto con sensatez. Todo ha terminado. Y si quisiera matarte, no escogería tu propia casa para hacerlo.

Sin apartar los ojos, me volví hacia la puerta.

—¡Batilo! Un poco de vino. Hablaré contigo más tarde. —Luego, a Asprenas—: No eres bienvenido aquí. Lárgate. Ya.

Cogió una silla y se sentó.

—No culpes al esclavo. Lo presioné un poco.

—Pues cometió un error. —Yo también me senté, lejos de él, por si las dudas. Además, no quería respirar el mismo aire que él, si podía evitarlo.

—Acabas de tener tu entrevista con la emperatriz.

—Sí.

—Y ella te dijo que nuestra intención era humillar a Varo, y por su intermedio al emperador.

Asentí.

—Me lo figuraba. Por cierto, me alegra que hayas optado por Livia en vez de Tiberio. Me libera de mis obligaciones.

Aferré los brazos de la silla, para impedir que mis manos temblaran de repulsión.

—¿Entonces qué quieres? Dímelo, y lárgate de mi casa.

Él sonrió.

—No quiero nada. Tengo todo lo que necesito, gracias. Pero pensé que merecías unas felicitaciones. Y quizá una aclaración final.

—¿Qué aclaración? Si es sobre lo que le hiciste a Varo, puedes ahorrarte el esfuerzo.

—Se trata precisamente de eso. —Se reclinó en la silla, totalmente a sus anchas—. Primero las confesiones. Sí, fui el intermediario de Livia ante Arminio. Sí, falsifiqué la carta que te mostramos. Eso no tendría que haber sido necesario, pero mi tío se negaba categóricamente a incriminarse por escrito. Y sí, fui totalmente responsable de los ataques contra tu persona y del secuestro de Perila Rufia. Sobre éstos, la emperatriz no sabía nada, aunque en tal caso lo hubiera aprobado. Sin embargo, no puedo dejarte con la impresión de que Livia es totalmente inocente… inocente de quince mil muertes, quiero decir. No soy tan altruista.

Llamaron a la puerta: Batilo con el vino. Le ordené que se fuera.

Asprenas se inclinó hacia delante.

—Corvino, ¿de veras crees que Livia no sabía lo que se proponía Arminio? Sí, los problemas en Germania habrían perjudicado a Augusto. Pero Livia no sólo quería perjudicarlo. Quería destruirlo.

No podía creerlo.

—¿Me estás diciendo que Livia quería una matanza desde el principio?

Asprenas sonrió.

—Claro que sí. Recibí órdenes antes de irme de Roma. Sin detalles, desde luego, sólo el plan general. También Arminio, aunque él actuaba por su cuenta, al igual que Livia.

—Te equivocas, Asprenas. Ni siquiera Livia es tan canalla.

Me estudió con la mirada.

—¡Piensa, muchacho! ¿No es obvio? Ella tenía que hacer algo porque su posición era cada vez más desesperada. Augusto había comprendido que lo estaban manipulando. Póstumo aún estaba con vida y era una amenaza creciente. Era preciso destruir a Augusto mientras ella aún ejerciera influencia sobre él.

—¿Y por qué no lo envenenó, como al resto de la familia? No me digas que tenía escrúpulos.

—No podía. Augusto aún no había reconocido formalmente a Tiberio como sucesor. Tenía que minar la confianza del emperador en sí mismo y asegurarse de que acudiera a Tiberio. Entiendes esa parte, ¿verdad, Corvino?

Recordé las anécdotas sobre la reacción de Augusto cuando la noticia de la matanza llegó a Roma. De noche se despertaba gritando.

¡Quintilio Varo, devuélveme mis legiones!

—Sí, entiendo esa parte.

—¿Entonces me crees?

—No sé. —Sacudí la cabeza—. Ya no sé qué pensar.

Se levantó.

—Me crees. Tienes que creerme, porque es la verdad.

—¿Estás dispuesto a jurarlo?

Enarcó las cejas, sorprendido.

—Si lo deseas.

—¿Significaría mucho si lo hicieras?

—No gran cosa, pero lo haré si insistes.

Sentí un nudo en la garganta.

—Fuera de mi casa, Asprenas. Lárgate.

Se encogió de hombros y se giró, se detuvo con la mano en el pomo de la puerta.

—Me alegra no haber logrado matarte, Corvino. No soy un asesino. Al menos, no a sangre fría. Con una vez fue suficiente.

—¿Una vez? —dije, y luego recordé a Davo, tendido con un tajo en la garganta bajo una pila de grano. Conque había sido el mismo Asprenas. Me sorprendió que me lo confesara.

—Por cierto —continuó Asprenas, siempre sonriendo, y totalmente relajado—, no somos muchos los que conocemos la historia de Varo, y somos un grupo privilegiado. La emperatriz tiene que tratarnos bien. Hoy día no tiene mucha influencia sobre su hijo, pero aún puede conseguir un par de favores. Vas por buen camino, muchacho.

Apreté los puños, pero ni siquiera quería tocar a ese cabrón.

—No me interesa la política, Asprenas —dije—. No la que tú practicas, al menos.

—Es tu deber, hijo, tu deuda con el estado. No olvides que te lo advertí.

Cerró la puerta en silencio. Cuando se fue, pedí a los esclavos del baño que me frotaran hasta escocerme la piel. Luego me emborraché.

45

Lo sepultamos en diciembre, un día antes del comienzo del Festival de Invierno, en el jardín de su villa de las afueras de Roma. No tenía mausoleo, ni siquiera una piedra, pero eso no era importante: descansaba en suelo romano, no en el odioso y escarchado suelo de Tomi. Había sólo cuatro deudos, si deudos es la palabra adecuada para algo que era, a pesar de todo, una ocasión feliz: mi padre, Perila, la viuda y yo. Fabia Camila presenció la ceremonia con ojos ausentes, pero cuando terminé de bajar la urna en ese agujero angosto, ella arrojó un puñado de capullos de rosa secos. Rellené el agujero, puse el césped cortado encima y lo aplané con los pies.

—Descansa en paz, padre —susurró Perila junto a mí—. Has vuelto a tu hogar.

Regresamos a la casa entre las ramas desnudas del huerto.

—Escribió casi todos sus poemas en este jardín. —Perila sonreía, como si no viera un lúgubre día de diciembre sino el estridente color amarillo de los narcisos contra un cielo azul y despejado. Quizá era lo que veía—. Él lo habría aprobado. «Cada sitio tiene su propio sino».

Por el tono, adiviné que era una cita, pero yo no la conocía. Quizá un verso del propio Ovidio.

—¿Queréis cenar conmigo esta noche? —Mi padre apoyó una mano en mi hombro, la otra en el de Perila. Ella sonrió.

—Sí, padre.

¿Le respondí yo, o Perila? Ya no me acuerdo. En todo caso, no tenía importancia.

Nota del autor

Los principales personajes de
Las cenizas de Ovidio
son históricos. Sin embargo, me he tomado ciertas libertades menores con ellos por imposición de la trama.

Primero, el auténtico Valerio Corvino era mucho mayor que mi personaje: él y su tío Cota compartieron el consulado en el 20 d. C. (un año después del cierre de la narración), así que debía de tener más de treinta años.

Junio Silano aún estaba en las provincias en el momento de la historia. Tiberio no autorizó su regreso hasta el año siguiente.

La Perila de la poesía de Ovidio es simplemente «Perila». El raro patronímico Rufia sólo se difundió en una fecha más tardía, y se lo di por motivos personales. No tiene ninguna relación con el apellido de su esposo.

Sulio Rufo aún es mal visto por los historiadores. Fue desterrado en tiempos de Tiberio, regresó por orden de Calígula y se transformó en notorio informador para Mesalina, la esposa de Claudio. Por otra parte, él y Perila (por lo que yo sé) eran felices en su matrimonio y tuvieron hijos. Rufo no podría haber sido, como yo insinúo, el «falso amigo» que intentó privar a la esposa de Ovidio de su patrimonio y a quien llama Ibis en sus poemas.

No he difamado a Nonio Asprenas, al menos en cuanto a su carácter. La acusación de que se apropió de ciertas herencias después de la matanza de Varo fue hecha por el historiador Patérculo, que sirvió en Germania poco después y habría hablado con hombres que lo conocían. Al describir la masacre, Patérculo también menciona la «vil actuación del comandante de campo Ceonio, que aconsejaba entregarse y prefería la muerte por ejecución, propia de un delincuente, antes que la muerte en batalla, propia de un soldado», y la contrasta con la conducta del noble Egio. En consecuencia, era un candidato natural para hacer el papel de malvado.

Por último, me siento culpable por la imagen que he dado de la burocracia de palacio, mucho más apropiada para el reinado de Claudio (41-54 d.C.) que para el de Tiberio.

DAVID WISHART, (1952) nació en Arbroath, Escocia. Profesor de secundaria, viajó por el mundo durante once años, impartiendo clases de inglés en Kuwait, Grecia y Arabia Saudí. Volvió a Escocia en 1990 y actualmente vive con su familia en Carnoustie, donde compagina su carrera de escritor con un puesto de profesor en la Universidad de Dundee.

La mayoría de sus novelas forman parte de la serie de
Marco Corvino
, ambientada en la Roma clásica de principios del Imperio. Inaugurada con
Las cenizas de Ovidio
, la serie suma hasta el momento doce entregas.

Sus dos obras independientes también están situadas en la Roma clásica:
I, Virgil
, una biografía del poeta
Virgilio
, y
Nero
, sobre el inestable emperador
Nerón
.

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