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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Las cenizas de Ovidio (34 page)

BOOK: Las cenizas de Ovidio
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—En efecto.

—¿De cuánto dinero hablamos?

—En conjunto, las solicitudes habrán totalizado dos o tres millones. —Solté un silbido. Semejante fraude era de primera categoría. Conocía a varios jóvenes libertinos que venderían a su abuela a un chulo de la zona portuaria por la mitad de esa suma. Mi padre dejó el cuchillo en la mesa—. No digo que se debía haber iniciado un proceso. Pero las conexiones con esa carta que incrimina a Varo son, por así decirlo, significativas.

—Dicho de otro modo, todos saben que Asprenas es un malandrín y un falsificador pero nadie puede probarlo. O nadie quiere probarlo.

Mi padre no respondió, lo cual ya era una respuesta.

—Quizá sea un malandrín —dijo Perila—. Pero, ¿es un traidor?

—Sí, tiene que serlo.

—Por favor, Marco. ¡Tendrás que ser más convincente!

—Sobre todo si quieres presentar este asunto al emperador —añadió mi padre—. Asprenas es hombre de Tiberio. Más aún, es útil: una figura consolidada, un administrador competente, un éxito militar. Tiberio no querría perderlo y por cierto no lo condenaría sin pruebas fehacientes. Tiberio escuchará tu plan, Marco, te lo garantizo; pero pedirá algo más que tu opinión y un revoltijo de teorías infundadas. Necesitará una causa legal bien formulada. ¿La tienes? —Titubeé, y él insistió—: ¿Qué dices, hijo?

Apechuga o cierra el pico, decía su voz. Contemporicé.

—Papá, una vez hablamos de retener información. Cuando te pregunté por Julia, ¿recuerdas?

—Desde luego. Te dije que la responsabilidad significaba saber cuándo no pasar información que causaría más mal que bien.

—De acuerdo. Bien, hoy te alegraré el día, pues me disculparé por tercera vez. Tenías razón. No puedo presentar esto ante Verruga, a menos que sea imprescindible. El remedio sería peor que la enfermedad.

—Marco, si sabes que Asprenas fue responsable del desastre de Germania, es tu deber decírselo al emperador.

—Ése es el problema. El responsable no fue sólo Asprenas. Había otra persona implicada. Una persona más importante.

—Si hablas de Varo, no creo que Tiberio, después de este tiempo…

—No hablo de Varo. Hablo de la emperatriz. Hablo de Livia.

Con eso se calló, tal como yo esperaba; pero si creía que lo conmocionaría, me olvidaba de que Valerio Mesalino era ante todo un político. Se reclinó y me miró impasiblemente.

—Eso cambiaría las cosas —dijo.

—Sí, eso pensé.

—Aunque el emperador y la emperatriz discrepan en muchas cosas hoy día, dudo que a Tiberio le agrade que le digan que su madre es una traidora. ―Se permitió una sonrisa glacial—. No, al menos, en lo concerniente a ciertas inesperadas imputaciones de traición. Además, esa información causaría graves complicaciones. Complicaciones políticas. Siempre que pueda probarse.

—Tengo buenos argumentos, sí —dije—. Pruebas circunstanciales, lo concedo, aunque esa carta ayudaría. En los archivos tiene que haber ejemplos de la letra de Varo que nos permitan cotejarla. Pero no quiero crear un gran escándalo por puro gusto.

—Bien, Marco. Muy bien. A pesar de todo, tienes pasta de político, hijo mío. —Sonreí. No pude evitarlo—. ¿Qué quieres entonces? ¿Con qué te conformarías?

—¿En qué sentido?

—Los políticos hacen tratos. Es nuestra función en la vida. ¿Cuál sería el precio de tu silencio?

—Quiero que traigan las cenizas de Ovidio de vuelta a Roma, papá. Ése era mi único propósito. No más, pero no menos.

Mi padre calló largo rato, tamborileando sobre la mesa con los dedos.

—Muy bien —dijo al fin—. Y supongo que quieres que yo actúe como tu representante. Ante la emperatriz.

Traté de hablar con la mayor calma posible.

—No. Quiero que conciertes un encuentro privado. Sin esclavos ni secretarios. Sólo nosotros dos, Livia y yo.

Mi padre se quedó tieso.

—¡No!

—¡Marco, si tienes razón ella te matará! —Perila ensanchó los ojos—. Y si no tienes razón, también te matará. ¡No merece la pena!

—Claro que sí. Mira, he pensado en esto. Y una conversación directa con Livia es el único modo que veo de zanjar la cuestión para siempre.

—¿Por qué no encarar a Asprenas, obligarlo a decir la verdad?

—No serviría de nada, Perila. No tengo pruebas concretas, ¿recuerdas? Él negaría todo y acudiría a Livia. ¿Y cuánto crees que duraría yo después de eso?

—Pero…

—Aguarda. No había terminado. Digamos que tengo un seguro.

—¿Qué clase de seguro?

—Digamos que consigno todo por escrito. Lo que sé. Mis conjeturas. Nombres y fechas cuando puedo darlos. Se lo dejo a alguien de mi confianza. Si algo me sucede, Verruga lo recibe.

—¿Y si Tiberio ya lo sabe? —insertó mi padre en voz baja.

Gracias, papá. Esperaba que nadie pensara en eso, salvo yo.

—No lo sabe —dije.

—¿Apostarías tu vida a esa certeza?

Tragué saliva. Apechuga o cierra el pico.

—Sí, la apostaría. Verruga tendrá muchos defectos, pero tiene principios. Tiene principios, y es militar.

—Muy bien, hijo. —La voz de mi padre se tornó extrañamente fría y formal—. Si estás absolutamente seguro de que esto es lo que quieres, concertaré una cita con la emperatriz, cuanto antes.

—¡Marco!

—No te preocupes, Perila. Sé lo que hago. —Sí, como una pulga haciendo arrumacos a un elefante—. Hay algo más, papá.

—¿Sí?

—El documento. Si puedes aguardarme una hora, podrás llevarlo contigo.

Arrugó el entrecejo.

—Lo siento, Marco. No lo entiendo.

—Mi póliza de seguro. Quiero entregársela a alguien de confianza. Alguien que me garantice que Verruga la recibirá si es necesario. Lo lamento, papá, pero te he elegido a ti. Siempre que estés de acuerdo, naturalmente.

Nos miramos largo rato. Al fin carraspeó.

—Desde luego, hijo. Ve a escribirlo mientras hablo con Perila.

Fui al estudio y los dejé conversando.

Mi padre no había ido muy lejos con el precioso documento en el pliegue del manto cuando llegaron las dos últimas pruebas que yo necesitaba; la primera por parte de Agrón, vía Batilo, la segunda por parte de Calías. Quintilia había empezado a perder la vista doce años antes, y desde entonces un secretario le leía las cartas. Los porteadores que habían secuestrado a Perila, dijo Calías, habían pertenecido a un tal Curcio Macro. Macro los había vendido baratos después de comprarle a Asprenas un conjunto de nubios a precio de ganga. Y Macro, me informó Batilo, era primo lejano de la esposa de Asprenas…

Dos aciertos consecutivos, y ya eran demasiados para ser coincidencia. Habíamos hallado a nuestro cuarto conspirador. Ahora mi único problema era pinchar a ese cabrón donde le doliera al tiempo que salvaba mi propio pellejo.

42

Más tarde mi padre envió los detalles de la cita. La emperatriz me vería a la mañana siguiente, una hora antes del mediodía.

Muchos habían muerto de vejez esperando citas imperiales. Quizá yo sólo tenía suerte, o quizá la cancelaran a última hora. O quizá Livia tuviera tanto interés en verme a mí como yo en verla a ella.

El breve trecho que caminé hasta el palacio fue uno de los más largos que había recorrido. Al menos Perila estaba a salvo. La había enviado a Bayas, a quedarse con un amigo que era dueño de una embarcación de buen calado y me debía un favor. En el peor de los casos, se largaría de Italia a todo trapo. Marsella no es el centro del universo, pero el marisco es bueno, y el clima sería mucho más saludable que el de Roma hasta que Livia nos hiciera el favor de morirse.

Los dos pretorianos de la puerta me echaron una ojeada suspicaz, y me pregunté si serían los mismos sujetos que casi me habían echado la última vez que había visitado esta parte del Palatino; pero quizá fuera mi imaginación. Todos estos gorilas tienen la misma pinta. Grandotes y amenazadores. Pasé entre ellos y le di mi nombre al secretario de la recepción. Él examinó su lista, alzó la mirada. Sus ojos eran burocráticamente impasibles.

—Todo parece estar en orden. Su excelencia te verá de inmediato. ―Chasqueó los dedos y una cosa grande y peluda se materializó de golpe—. Hermes, conduce a este caballero hasta los aposentos de su excelencia la emperatriz.

Sin una palabra, el simio mensajero se internó contoneándose en el laberinto, dejando que yo lo siguiera como pudiese. Esa maraña de pasillos habría matado de envidia a Dédalo. Si la entrevista salía mal y yo tenía que poner pies en polvorosa, podía darme por muerto. Después de caminar un buen rato, entramos en un corredor corto y en una sala de espera más suntuosa que las que habíamos dejado atrás. Un hombrecillo con una túnica color limón muy elegante se pulía las uñas ante un escritorio, junto a dos imponentes puertas con paneles.

El simio mensajero habló. Fue como si un perro de pronto citara a Platón.

—Marco Valerio Mesala Corvino para ver a su excelencia, la emperatriz Livia.

El hombrecillo de la túnica se levantó. Me cogió con cierta brusquedad del brazo y me impulsó hacia las puertas con paneles. Un golpe discreto, un empellón no tan discreto en mi espalda, y estuve dentro. Las puertas se cerraron y quedé a solas con la emperatriz.

Livia estaba sentada ante un gran escritorio. Era la primera vez que la veía de cerca, y daba la impresión (no exagero, y tampoco era producto de mi nerviosismo) de no ser del todo real, de no estar del todo viva. Su rostro era una compleja máscara cosmética como la que usan los actores, o las plañideras contratadas en una procesión fúnebre, y sus ojos estaban… muertos. No se me ocurre otra palabra. Ni vacíos, ni opacos, ni inertes.

Muertos.

—Pediste verme, Marco Valerio Corvino.

Su voz también estaba muerta.

Tragué saliva.

—Sí, excelencia.

Quizá hubiera cometido un error. Quizá fuera el último que había cometido. De pronto mi póliza de seguro parecía bastante frágil. Frágil y pueril.

—¿Y el motivo?

¡Por Júpiter! Yo estaba al borde del pánico. ¿Cómo acusas a la madre del emperador reinante y la esposa de su predecesor deificado de traición al estado?

Creo que traicionaste a Varo, excelencia. Creo que causaste la muerte de quince mil hombres y la pérdida de tres águilas y casi perdiste Germania tan sólo para dar a tu hijo la oportunidad de vestir la púrpura

Ella esperaba. Carraspeé.

—He descubierto algunas… irregularidades, excelencia. En relación con la conducta de Lucio Nonio Asprenas.

Había esperado que ese nombre arrancara un destello a los ojos muertos. No fue así. Empecé a sudar.

—¿Irregularidades?

—Sí, excelencia. —Hice una pausa enfática—. Irregularidades rayanas en la traición.

Ella se limitó a mirarme. Quizá me hubiera equivocado, a pesar de todo, pensé. No había nada en esos ojos, ni culpa ni inquietud. Nada. Una mosca me cruzó la cara y se posó en el escritorio frente a ella. Por Júpiter, si estaba equivocado, no era el mejor momento para averiguarlo.

—La traición es asunto del emperador —dijo—. Tu cita era conmigo.

—Creo que Asprenas trabajaba para su excelencia.

¿Yo dije eso? La máscara se endureció. El silencio se estiró como una cuerda de lira tensada al máximo. Al fin ella habló.

—Hace un tiempo viniste al palacio para inquirir sobre el poeta Ovidio. ¿Existe alguna relación entre eso y esta impertinencia?

Supe que me ponía a prueba. Esto era crucial. Tenía que convencerla de que sabía todo. Aunque no fuera así.

—Sí, excelencia. Existe.

—Pues quizá tengas la bondad de explicármela. —Un movimiento del dedo me indicó la silla de los visitantes: vieja, egipcia y bastante frágil, quizá parte del botín que Augusto había traído de Alejandría después de que Cleopatra tuvo su encontronazo con el áspid. Me senté con cautela. La silla crujió—. Bien, joven. ¿Qué son esas «irregularidades rayanas en la traición» por las que responsabilizas a Nonio Asprenas? ¿Y por qué él trabajaría para mí?

Sus ojos eran pinchos de hierro.

—Asprenas formaba parte de la conspiración de Paulo, excelencia. Representaba, o alegaba representar, a su tío Varo, a quien tu difunto esposo…

—El divino Augusto.

—Perdón, excelencia. —Mierda, empezaban a sudarme las manos. Me las enjugué en el manto—. A quien el divino Augusto había otorgado el mando de Germania.

—¿Estás diciendo que Varo era cómplice de Paulo y Julia?

—No, excelencia. No precisamente cómplice. —Hice una pausa—. En primer lugar, no había causas para ninguna complicidad.

—No te entiendo, joven.

Sentí que el sudor me perlaba la frente, pero no me lo enjugué. Ella sabía que yo estaba nervioso. Claro que lo sabía. Así como yo sabía que tenía que conservar la dignidad porque era la única defensa que tenía.

—La conspiración era falsa, excelencia. Estaba destinada a destruir a Julia, tal como ya estaba destruido el resto del linaje de tu esposo.

La máscara no se movió, pero los ojos titilaron.

—¿Destruido por quién?

¡Por Júpiter! ¡Esto era como hacer malabarismos con navajas!

—No cosa que me incumba, excelencia.

—Muy bien. —¿La sombra de una sonrisa le cruzaba los finos labios?—. Continúa, Corvino.

—¿Puedo hablar con franqueza, excelencia?

—Tenía la impresión de que ya hablabas con franqueza.

Me moví nerviosamente y la silla volvió a crujir. De pronto olí a alcanfor, un olor viejo, el olor de la edad. ¿Livia o la silla? Vejez, viejos huesos, viejos crímenes.

—El problema era que Augusto no creería otra acusación de adulterio —dije—. Su hija, la madre de Julia, había sido exiliada por la misma razón, y no resultaba convincente. Aunque estuvieran respaldadas por la confesión de Junio Silano, las pruebas habrían sido endebles. Se necesitaba algo más contundente. Algo que Augusto tomara en serio, aunque nunca lo diera a conocer al público.

—¿Y qué era eso?

—La prueba de que Julia era una traidora.

Livia no dijo nada. La mosca vaciló, se frotó las patas delanteras y comenzó a arrastrarse por la vasta extensión de escritorio que mediaba entre nosotros.

—El problema, excelencia —continué—, era que Paulo y Julia estaban alerta. Sabían que estaban en la mira. Y no se limitarían a esperar de brazos cruzados. Tarde o temprano habrían acudido a Augusto para convencerlo, siempre que él ya no lo supiera, de que la muerte de sus sucesores no era sólo mala suerte y que ellos podían ofrecer una alternativa viable, al margen de tu hijo.

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