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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Las cenizas de Ovidio (18 page)

BOOK: Las cenizas de Ovidio
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Silencio. Al fin asintió.

—De acuerdo. Lo lamento, Marco. Tienes toda la razón. ¿Qué más?

—Tercero y último, ni una palabra. Al menos, no cuando estemos a pie en una zona edificada. Ya tenemos bastantes problemas con tu aspecto como para preocuparnos también por tu voz, y cuanto menos llamemos la atención, mejor. Acepta las tres condiciones ahora, o puedes quedarte en casa embotellando encurtidos.

—Te amo, Corvino. ¿Lo sabías?

No hay respuesta para eso. No con palabras, al menos. Una vez que ella me enjugó el zumo de nuez de la cara con el bordadillo de la capa, fuimos a nuestra cita con Davo.

21

Dejamos la litera en la linde oeste del Palatino, cruzamos la vía Toscana y nos sumergimos en el laberinto de mercados e inquilinatos del este del Velabro. Para mi alivio, nadie prestaba la menor atención a Perila. Al menos, no más que a mí. Los Amigos Entrañables se mantenían cerca y no intentaban pasar inadvertidos, lo cual era buena idea: más de un personaje sospechoso clavó los ojos en mi túnica patricia y se salvó a duras penas de que un hombro de granito lo triturase contra una pared.

Al menos los muchachos se divertían. Tendría que sacarlos a pasear con más frecuencia, pensé.

Yo no conocía demasiado el Velabro, no tanto como la Suburra, aparte de la zona de la plaza de Hacienda. Como dije, es la zona de comercio mayorista, y como es el principal vínculo de la ciudad con Ostia, la mayor parte del tráfico entre el foro y el río pasa por allí. La ley prohíbe a los senadores practicar el comercio, así que no se ven muchas togas por esos lares. Claro que la prohibición no es difícil de sortear. Sólo hace falta organizar empresas fantasma a través de un par de libertos y embolsar las ganancias. Sin embargo, un senador no se ensucia las manos con el comercio, pues es otra de esas cosas que no se consideran decorosas. Los aristócratas nos ganamos el dinero respetablemente de otras maneras. Por ejemplo, alquilamos habitaciones a precios exorbitantes en inquilinatos precarios. Siempre hay clientes que buscan cuatro paredes y un suelo donde dormir. Y cuando los inquilinatos se desmoronan o se incendian con gente dentro, siempre se pueden edificar algunos más y reemplazar a los inquilinos muertos por otros nuevos.

Los bienes raíces son un mercado de oferta que nunca pierde su rentabilidad. ¿Para qué ensuciarse las manos cuando no es necesario?

Gracias a los muchachos llegamos a las zonas edificadas del este y el centro del Velabro sin grandes tropiezos y nos desplazamos hacia la zona de los muelles, al lado del río; calles de graneros y almacenes donde los mayoristas depositan las remesas de grano, aceite de oliva y salsa de pescado que llegan en barcazas desde Ostia. Cualquier otro día el gentío habría zumbado en ese distrito como moscas en un trozo de carne agusanada, pero siendo el Festival de Primavera todo estaba cerrado y las calles estaban desiertas. Aun así, despedían un aroma agradable y rancio que era una mezcla de vino con queso y aceite, con el tenue olor almizclado del grano seco.

—¿Cuánto falta? —preguntó Perila.

—Ya estamos cerca. —Había averiguado dónde quedaba el almacén de Paquio gracias a Batilo (¿quién si no?)—Está a poca distancia del puente Sublicio.

—Ah, bien. Siempre que hablemos realmente del Sublicio, y no de otro que no conozco cinco millas río arriba.

La irritación era comprensible, e hice las concesiones del caso. Habíamos recorrido un largo trecho esa mañana.

—Te estás cansando, ¿verdad?

—Un poco.

Señalé.

—Allá está el río.

—Nunca lo habría adivinado, Marco. ¿Siempre huele a rosas?

¡Por Júpiter, qué quisquillosa estaba! Aun así, concedo que los aromas que nos llegaban eran bastante maduros. El lodo del Tíber debe de ser una de las sustancias más tóxicas conocidas por el hombre.

—Bien, agradece que estamos corriente arriba respecto de la Cloaca. Allí el agua es tan espesa que puedes caminar hasta la otra margen sin puente. Siempre que no mires hacia abajo para ver lo que estás pisando.

Ella tembló.

—Basta, Corvino.

—¿Crees que exagero?

—No me importa. No quiero saberlo, es todo.

Seguimos caminando hasta llegar a un cruce, y viramos a la derecha por una calle de almacenes que bordeaban la orilla.

—Allá está —dije. No veía ningún nombre pintado, pero Batilo me había indicado qué buscar: un edificio levemente separado del resto con una carreta destartalada pudriéndose contra la pared del lateral—. ¿Ves a alguien?

—No.

—Yo tampoco. —El lugar parecía tan desierto como los edificios vecinos—. Espera aquí con los muchachos y echaré un vistazo.

—Ni hablar. Iremos juntos.

—Reglas básicas, recuerda.

—Pero Corvino…

—No te preocupes. Si Davo está allí, vendré a buscarte.

—Entonces cuídate.

—Sí, claro. —Sonreí.

—¡Marco, hablo en serio!

—Lo sé. Tendré cuidado.

Saqué la daga de la vaina de mi muñeca izquierda. Había adquirido una nueva después de mi encontronazo con los sicarios, y caminé hacia las puertas. Aún tenía rígido el hombro izquierdo, pero el masaje de Escílax había obrado milagros y pensé que podría apañármelas bastante bien si algo salía mal. Pero, ¿qué podía salir mal?

Me paré en la entrada del almacén. La puerta doble no estaba atrancada, lo cual era extraño: como dije, todos los lugares por donde habíamos pasado estaban cerrados por la fiesta. Pero yo no sabía por qué Davo había escogido ese sitio. Quizá trabajara allí. Quizá iba y venía cuando le venía en gana y nos había dejado la puerta abierta. De todos modos, empuñé la daga con cuidado y entré cautelosamente.

—¿Davo? —grité.

Ninguna respuesta. Estaba oscuro después de la luz del día. Me quedé quieto y esperé a que mis ojos se adaptaran. Luego miré en torno.

Paquio se dedicaba a almacenar grano, como sus vecinos. En cada pared del cobertizo había una hilera de cajas para cereal. Las tapas estaban abiertas y vi que la mayoría estaban llenas de grano seco. En el fondo había un molino enorme con sacos de harina (supuse) apilados contra la pared, listos para ser distribuidos cuando el almacén abriera al día siguiente.

Volví a llamar a Davo, y tampoco recibí respuesta. Quizá se ocultaba hasta cerciorarse de que era seguro salir. Pero en ese sitio no había lugar donde ocultarse.

—Oye, está todo bien. Soy un amigo. Valerio Corvino. Me manda Harpala.

Algo correteó a mi izquierda y me volví, daga en ristre, pero sólo era una rata. Caminé por el centro del almacén hacia el molino.

Habían levantado la tapa de la última caja y había una pila de grano sobre el suelo de piedra. Descansando al lado de la pila, la suela hacia mí, había una sandalia. O quizá no sólo una sandalia. Me acerqué para mirar, con el vello de la nuca erizado, porque ya sabía lo que encontraría.

Tenía razón, pero aun así moví el grano para asegurarme.

El modo en que había muerto fue evidente en cuanto le di la vuelta y vi el tajo bajo la barbilla cubierta de barba gris. Le habían cortado la garganta de oreja a oreja con un cuchillo muy afilado. Me fijé en el grano que tenía debajo. Estaba seco, y no había rastros de sangre. Mientras yo revisaba, sus ojos me miraban, impávidos y acusadores.

Podía olvidarme de conseguir el nombre del cuarto conspirador. Si el esclavo de Julia había sabido quién era, ya no me lo informaría. Ese camino estaba muerto. Literalmente.

—Mierda —susurré.

Oí pasos a mis espaldas, y me giré.

—Corvino, si esperas que me quede fuera mientras tú… —empezó Perila.

Luego vio los restos de Davo, y fue demasiado tarde para dar explicaciones.

22

El viaje de regreso fue un infierno, a pesar de la ayuda de los muchachos. Tuve que cargar con Perila la mayor parte del trayecto hasta llegar al sitio donde habíamos dejado la litera, lo cual causó bastante revuelo. Luego, aun estando en una casa conocida —la residencia de los Fabios era la más cercana—, necesitó dos copas de vino puro y muchas palabras tranquilizadoras para reponerse un poco.

Yo no quería repetir semejante experiencia. Nunca.

Había vuelto a envararse, y se sentaba muy erguida y hablaba racionalmente; pero sus ojos aún estaban raros y supe que pasaría largo tiempo antes de que perdieran ese aire de extravío.

—Marco, ¿quién querría matar a Davo? —dijo—. Era sólo un esclavo inofensivo.

Sorbí mi vino, sosteniendo la copa con ambas manos para no derramarlo. Encontrar al viejo también me había conmocionado, más de lo que estaba dispuesto a confesar.

—Davo no era inofensivo, Perila. Al menos, lo que sabía no era inofensivo. Y lo mataron para prevenirme. Eso está bastante claro.

—¿Por qué lo dices?

—No lo hicieron en el almacén. No había sangre. Alguien lo llevó allí deliberadamente y lo dejó para que lo encontráramos.

Perila tembló.

—Desistamos de esto —dijo—. No merece la pena.

Sacudí la cabeza.

—No puedo. Y menos ahora. Aunque Davo no fuera cliente mío, yo era responsable de él. Confió en mí y lo decepcioné. Lo menos que puedo hacer es hallar al asesino.

De pronto ella ensanchó los ojos.

—¿Cómo se lo diremos a Harpala? —susurró—. Le di mi palabra de que a él no le pasaría nada.

Sí, yo me había preguntado lo misino, y no esperaba el momento con ansiedad, aunque la anciana quizá ya lo supiera gracias a los rumores de los esclavos. No los detalles, sólo que Davo había muerto.

—Manda a buscarla ahora. ¡Por favor, Marco!

Le hice una señal al esclavo que servía el vino, que aguardaba nerviosamente cerca de la puerta. Se marchó deprisa.

—No fue culpa tuya —dije—. En todo caso, el responsable fui yo. Sabía que me vigilaban. Si alguien me espiaba, no le habrá resultado difícil seguir a Harpala cuando llevó el mensaje.

—Entonces pudieron haberte matado a ti también. Pudieron estar esperando allí.

—¿Y vérselas con los galos? No, como te dije, esto fue sólo una advertencia. El importante era Davo. Nuestro único testigo, y se lo entregué. —Brillante, pensé con amargura. Muy listo, Corvino. Un punto para el equipo local.

El esclavo regresó con Harpala. Ya lo sabía, se le notaba en los ojos. Su mirada acusadora me recordó a la de Davo.

—Lo siento, Harpala —dijo Perila.

—Ya estaba muerto cuando llegamos nosotros. —Yo no podía afrontar los ojos de la anciana. Me levanté de donde estaba, de rodillas junto a Perila, y me dirigí a mi silla.

Harpala no me prestó atención.

—¿Qué sucedió, ama? —preguntó en voz baja.

—Lo degollaron. Lo dejaron allí para que lo encontráramos.

La anciana asintió, como si lo hubiera esperado. Quizá lo esperaba.

Luego se volvió hacia mí.

—Lo prometiste, señor. Lo prometiste. —No había acusación en su voz. Sólo describía un hecho—. Me prometiste que no correría peligro.

Mierda.

—Sé que lo prometí —dije—. Pero no pude hacer nada.

De pronto, sin aviso, la anciana se plegó como si alguien le hubiera sacado los huesos. Perila la cogió mientras caía y la guió hacia una silla. La observamos con culpabilidad (ninguno de nosotros la tocaba) hasta que se recobró.

—Lo lamento, ama —dijo. Su voz era lánguida como la de un fantasma.

—Está bien. Sólo…

—Verás, Davo era mi hermano.

Perila me miró con sobresalto. Llamé al esclavo que aguardaba en el trasfondo. Perila cogió la copa que él le entregó y la acercó a los labios de Harpala. Ella sacudió la cabeza.

—Estoy bien, ama. Sólo dame un momento. Por favor. —Aguardamos a que recobrara la respiración—. Él siempre supo que lo encontrarían. Después de escaparse, consiguió trabajo en los muelles, donde no hacen muchas preguntas. Yo era la única que sabía dónde vivía. —Me miró a los ojos—. Fue culpa mía, ¿verdad señor? Yo los guié hacia él.

—No —respondí—. Tú eras sólo la mensajera, Harpala. La culpa no fue tuya.

Pero la anciana no escuchaba. Había empezado a mecerse suavemente, como hacen las campesinas ante una muerte.

—Él sabía que no tendría que haber visto la cara de ese caballero. Él me lo dijo. Me dijo que lo conocía. Eso fue todo, pero no quiso darme el nombre. Cuando arrestaron al amo, ese mismo día, hizo su petate y se fue de la casa. Dijo que corría peligro. Mi Davo siempre fue listo. Demasiado listo, para ser esclavo.

El amo
. Ése era Paulo. Davo había huido el día en que arrestaron a Paulo por traición. Así que sabía que la información era importante. Y que podía perjudicarlo. Un esclavo demasiado listo, sin duda.

—¿Ellos lo buscaron? —pregunté—. Los hombres del emperador.

Ella asintió.

—Pero no le había dicho a nadie que se iba, señor. Ni siquiera a mí. Tardé meses en saber dónde estaba, cuando nos cruzamos en el mercado de verduras. Y me hizo jurar que no diría nada sobre él, ni siquiera a los demás esclavos. —Rompió a llorar, sin taparse la cara con las manos, sino abiertamente, y las lágrimas le surcaban las mejillas como la savia que gotea en el tronco de un árbol—. Luego desterraron a mi ama, y fui a casa de Marcia. No nos veíamos con frecuencia porque él decía que era arriesgado. Sólo en ocasiones, en el mercado del Velabro, o en un festival, cuando ambos estábamos libres. Él ya trabajaba para Paquio, descargando grano y operando el molino. Yo quería encontrarle un empleo mejor, pero él no quería. Prefería estar a salvo, aunque el trabajo fuera más duro. Y cuando pillaron al amo, supe que tenía razón.

Algo me sonaba mal. Miré a Perila, pero ella acariciaba el pelo de la anciana.

—¿Por qué dices que pillaron al amo, Harpala? —pregunté—. Claro que capturaron a Paulo. Nos dijiste que lo arrestaron el día en que Davo huyó.

Quizá se le habían confundido los tiempos, pensé. Quizá fuera el lapsus de memoria de una anciana fatigada.

Sus siguientes palabras me dejaron sin aliento.

—No, señor —dijo, y sus ojos, a pesar de las lágrimas, eran brillantes y sinceros—. No me refería al amo Paulo. Me refería a mi nuevo dueño, el esposo de Marcia. Fabio.

El tiempo pareció pararse. Perila detuvo la mano sobre la frente de la anciana, y me miró azorada. Se me erizó el vello de la nuca.

Cuando pillaron al amo… Cuando pillaron al amo…

Mierda. ¿Otro cadáver más? Ya teníamos de sobra sin que aparecieran más cuerpos.

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