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Authors: David Wishart

Tags: #Histórico, intriga

Las cenizas de Ovidio (13 page)

BOOK: Las cenizas de Ovidio
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Sonreí.

—Bueno, puedo ser muy persuasivo una vez que me pongo en marcha.

—No, no es eso. No fue nada que tú hayas dicho. —¡Por Júpiter! Adiós a mi orgullo. Directo a la mandíbula, sin siquiera un parpadeo. Esa muchacha tenía tanto tacto como una maza—. Pero hoy eres la segunda persona que defiende a Julia. Lo atribuí a que se ponía del lado de la mujer, pero ahora no estoy tan segura.

Uno de nosotros estaba diciendo disparates, y estaba seguro de que no era yo.

—Perila, ¿por qué no repites eso? Quizá me perdí algo en alguna parte.

Entonces llegó el esclavo con la bandeja de vino. En vez de responder, Perila lo miró a los ojos.

—Glauco —dijo—, pídele a Harpala que salga, por favor.

—Sí, ama. —El esclavo nos sirvió a los dos y se fue. Bebí un sorbo indolente. Cuando el vino me llegó al paladar y se puso a cantar, cambié de actitud y bebí con atención. Esto no era cualquier cosa. Era autentico cécubo, puro néctar de la zona de Fundi, tan raro como una virgen de veinte años en un lupanar. El viejo Fabio debía de haberlo puesto a añejar en la época de la batalla de Accio. Cualquiera que lo tratase sin absoluto respeto merecía ser hervido en vinagre y devorado por los puercos.

—¿Corvino?

—¿Sí?

—¿Te encuentras bien?

—Sí… Eh, ¿quién es Harpala?

—Mi única aportación a la investigación, hasta ahora. Lo verás cuando llegue.

No tuve que esperar mucho tiempo; y no me importaba esperar, con una jarra de cécubo de cincuenta años al lado y Perila como paisaje. Una esclava anciana salió de la casa. Se movía despacio y noté que su pie derecho estaba torcido hacia dentro.

—¿Me buscabas, ama? —preguntó.

—Sí, Harpala. —Perila señaló un banco de piedra contra la pared—. Siéntate, por favor.

La anciana se sentó y puso una mano sobre la otra, como una niña tímida en su primera fiesta de adultos.

—Él es Valerio Corvino, el caballero que te mencioné. —La esclava ladeó la cabeza hacia mí—. Corvino, ella es Harpala. Hasta que mi tía Marcia la compró, era la doncella personal de Julia.

¡Por Júpiter!

15

—Muy bonito. —Yo debía mirar a la anciana con una sonrisa feroz, porque empezó a moverse y se puso muy nerviosa—. Muy, muy bonito. ¿Dónde la encontraste?

Perila frunció el ceño.

—Te lo acabo de decir, Corvino. Mi tía Marcia la compró cuando exiliaron a Julia. La sucesión se repartió y se vendió la propiedad. Ahora, hazme el favor de portarte bien y no asustar a la pobre mujer. —Se volvió hacia la esclava—. No temas, Harpala. Él no te causará ningún daño. Ésa es su expresión natural.

—Descuida, amiga. —Traté de parecer benigno, pero la vieja esclava me miraba como un conejo mira a una serpiente. Sus ojos eran de un azul acuoso y claro: franco y levemente estúpido—. Sólo quiero que respondas unas preguntas, Harpala. ¿Vale?

—Sí, señor. —La voz de la mujer era frágil como una hoja seca.

—Bien. Empecemos, pues. Fuiste doncella de Julia. ¿Era un ama bondadosa?

La sonrisa de la anciana fue sorpresivamente dulce e inocente.

—Sí, señor. Era realmente bondadosa. Julia era una señora encantadora.

—¿Tenía muchos amigos?

Harpala bajó los ojos. No sería demasiado lista, pero entendía adónde apuntaba mi pregunta, y guardó silencio tanto tiempo que creí adivinar la respuesta.

—Algunos, señor. Literatos, como el padrastro de mi ama Perila.

—¿Qué hay de Silano?

La mujer frunció los finos labios.

—Me preguntaste por los amigos de Julia.

—¿Y?

—Silano frecuentaba la casa, señor. Pero no cuando el ama estaba sola. Sólo si se encontraba el amo. Eran muy amigos, señor, él y el amo Paulo. Aunque no venía mucho a cenar. No era esa clase de amistad. Llegaba a horas extrañas. Habitualmente a media tarde. O por la noche. Era posible que el ama también estuviera en la sala, pero él quería ver al amo. Se le notaba, señor. Cualquiera que tuviera ojos podía verlo.

Vaya. Miré de soslayo a Perila.

—Háblale del hombre del anillo —dijo ella.

Harpala se volvió hacia Perila.

—No, ama. No tenía anillo. De eso se trataba. —Los ojos claros se volvieron hacia mí—. Él también venía a horas raras, señor. A veces con Silano, a veces solo.

Se me erizó el vello de la nuca.

—¿Ese tipo tenía nombre, Harpala?

—Yo no lo sabía, señor. Sólo lo vi una vez, y… —su mano bosquejó una capucha o un manto— tenía la cabeza cubierta.

—¿Qué es eso del anillo?

—No llevaba anillo, señor. Al menos… —Extendió la mano huesuda y se señaló el meñique—. Tenía la marca, pero faltaba el anillo.

—Tal vez lo hubiera mandado reparar.

—No, nunca llevaba anillo. Así me lo dijo Davo.

—¿Davo?

—El portero, señor. Él hacía pasar al caballero, desde luego. Él tampoco sabía quién era, aunque lo vio una vez.

¡Por Júpiter!

—¿Quieres decir que lo vio? ¿Le vio la cara?

—Sí, señor. Sólo esa vez, al final, cuando se deslizó la capucha del caballero.

—¿Pero no lo reconoció?

—Él no lo admitió, señor. Pero Davo era así, no se lo contaba a nadie, ni siquiera a los demás esclavos, si el ama le ordenaba que no lo hiciera.

Vi algo que no debía haber visto y no lo denuncié
.

¿Un tipo que se tapaba la cara y visitaba al traidor Paulo a horas extrañas? ¡Mierda! La nuca me picaba como si tuviera pulgas.

—¿Es posible que el padrastro de Perila haya visto a ese hombre en alguna ocasión, Harpala? ¿Que lo haya visto y reconocido?

Por el rabillo del ojo, vi que Perila me miraba sorprendida. Un tanto para mi equipo. Obviamente ella no había pensado en esa posibilidad.

—Quizá, señor. Davo también debe saber eso.

—¿Quieres decir que Davo todavía vive? —Oí el jadeo de Perila: segundo tanto. Sonaron campanillas celestiales. Júpiter, pensé, si me concedes esto…

—Sí, señor. Davo vive. Claro que sí.

Me recliné en la silla. Tenía ganas de abrazar a la anciana y besarla, pero eso habría sacado de quicio a Perila.

—¿Y dónde está ahora? ¿Podemos hablar con él?

Los ojos francos dejaron de ser francos; ahora la anciana los clavaba en su regazo.

—Escapó, señor —dijo—. Después de que arrestaran a mi ama.

—¿Adónde fue? —intervino Perila. La anciana no respondió, y ella insistió—: ¡Harpala, dinos, por favor! Esto es importante. Lo sabes, ¿verdad?

—Sí, lo sé. —La voz de la anciana era casi inaudible, y me imaginé por qué. Un esclavo fugitivo no recibe muchas consideraciones cuando lo capturan: le marcan la cara con un hierro candente y lo mandan a las minas, o un establecimiento agrícola. De un modo u otro, no sobrevive mucho tiempo, si tiene suerte—. No puedo decirte dónde está Davo, ama. Ese secreto no me pertenece. Pero si sólo queréis hablar con él, puedo organizarlo.

Yo no había notado que contenía el aliento. Lo solté.

—Está bien —dije—. Perfecto. En el momento y lugar que él elija. No le causaré ningún problema, te lo prometo. Más aún, quizá pueda hacerle un par de favores.

Ella sacudió la cabeza.

—No, señor. Gracias, pero no —dijo con firmeza—. Davo está bien, señor. Ahora no necesita nada. Le gustaría que exculparan al ama, igual que yo, y si esto ayuda hablará contigo con gusto. Mi señora Julia era inocente, señor. Se lo dije, incluso cuando me partieron la pierna para que les dijera otra cosa. —Le miré el pie deforme. Sí, tenía sentido. El testimonio de una esclava contra su dueño sólo es válido bajo tortura—. Mi ama no era una cualquiera, señor. Y tampoco su madre.

Se hizo un gran silencio, tan profundo que oí el murmullo de la fuente en la piscina ornamental del interior de la casa.

La madre de Julia, la otra Julia, la hija de Augusto, también había sido exiliada. Y también por adulterio…

—Eh… ¿puedes repetirme eso, Harpala? —Traté de mantener la calma—. ¿Sólo para asegurarme?

Harpala estaba muy serena, como si mencionara el hecho más obvio del mundo. Quizá lo era, para ella.

—Sí, señor —dijo sonriendo—. Yo fui un regalo para Julia la menor en su boda, pero antes de eso fui la doncella de su madre. Esa Julia también era inocente.

16

Harpala volvió cojeando a la casa.

—Perila, ¿qué carajo está pasando?

—Dímelo tú. Tú eres el experto. —Parecía un poco irritada, pero noté que no había puesto reparos a mi lenguaje. Quizá fuera mi mala influencia.

—Sí, desde luego. —Mi copa estaba vacía, así que la llené—. Bien, ¿qué sabemos? Ante todo, Silano nunca tocó a Julia. Esa historia del adulterio fue una mentira de cabo a rabo, un pretexto que Augusto usó para encubrir otra cosa. ¿Vale?

—Continúa.

—Pero para que fuera plausible, alguien tenía que cargar con la culpa, y Silano fue el afortunado ganador… bien porque se prestó voluntariamente, por cierto precio, bien porque alguien lo presionó. ¿De acuerdo?

—Sí, Corvino. Así parece.

No seré un gigante intelectual, pero sé cuando me toman el pelo, y ese comentario parecía salido de la parte socarrona de un diálogo socrático. Miré a Perila con suspicacia. Ni la sombra de una sonrisa. Quizá la muchacha tuviera su sentido del humor, a pesar de todo.

—Sí, de acuerdo. De un modo u otro —continué—, al margen de la recompensa que le ofrecieran o la presión que le aplicaran, le prometieron que saldría bien parado, y así fue. No lo exiliaron formalmente, pero Augusto lo alentó a emprender un largo viaje por las provincias. Y para salvar las apariencias, le prohibió proseguir con su carrera política. Eso sería el acabose para un político ambicioso, pero Silano era un hedonista que no tenía interés en la política, así que no sufrió grandes desvelos.

—De ese modo, tampoco podía estar en Roma para que le hicieran preguntas embarazosas.

—Exacto. Y como saldo positivo, a modo de compensación, su primo, que sí es un político ambicioso, se queda con la hija de Julia, un vínculo familiar con la familia gobernante, y toda la palanca adicional que lo acompaña.

—¿Aunque Julia quedara deshonrada?

—Aun así. Augusto no era vengativo. Ningún miembro de la familia fue castigado cuando exiliaron a la madre. Todo lo contrario.

—Pero si Julia la mayor también era inocente, como dijo Harpala…

—Sí, es verdad. —Fruncí el ceño—. Si Harpala está en lo cierto, hay todavía más chanchullos, pero necesitaremos algo más que la palabra de una esclava. Necesitaremos pruebas concretas.

—Si existen.

—No te preocupes. Escarbaré. Hay alguien a quien le puedo hacer preguntas, un amigo de mi abuelo. Ahora está retirado y vive en las afueras, cerca de la vía Apia. Déjalo por el momento. Ya tenemos bastantes dolores de cabeza. —Me serví más vino y lo saboreé—. Bien, si no hubo adulterio, ¿por qué exiliaron a nuestra dulce Julia? Por lo que dice Harpala, Silano parece más implicado que Paulo. Y Paulo fue ejecutado por traición, así que es razonable suponer que los otros dos, Julia y Silano, estaban en la misma tramoya.

—¿Cuál fue el delito de Paulo? ¿Lo sabes?

—Ni idea. Pero obviamente se trataba de una conspiración contra Augusto. Es otra cosa que debemos averiguar.

—¿Y crees que Julia era cómplice?

—¿Por qué no? Era culpable de algo, sin duda. Si la acusación de adulterio era un pretexto, la traición es un delito tan bueno como cualquier otro. Digamos que ella y Paulo operaban como un equipo de marido y mujer, y los pillaron. Paulo fue ejecutado pero Julia, siendo nieta de Augusto, sólo sufrió el exilio.

—¿Y por qué no los acusaron a ambos de traición? ¿Por qué molestarse con el adulterio?

—Perila, acabo de decirlo. Julia era la nieta del emperador. ¿Crees que Augusto estaría dispuesto a admitir que su propia familia intentaba traicionarlo?

Ella asintió.

—De acuerdo. Quizá tengas razón, Corvino.

—Claro que tengo razón.

—No te pases de listo. ¿Qué hay de Silano? Ni lo has mencionado. ¿Cómo encaja él?

—También era cómplice de la conspiración, como he dicho. Eso es obvio, por lo que nos dijo Harpala. Si estoy en lo cierto, fue Silano quien le sopló el asunto a Augusto. Quizá se acobardó, quizá decidió que el juego había terminado y que le convenía salvar el pellejo mediante la delación. Cualquiera de las dos cosas explicaría por qué salió tan bien librado, por qué estaba dispuesto a admitir la falsa acusación de adulterio, y por qué lo recompensaron bajo cuerda.

—¿Y el hombre del anillo?

—Ah, claro. —Alcé la copa de vino. ¡Por Júpiter, ese vino era excelente! Mi cerebro ronroneaba como una de esas máquinas refinadas que los griegos inventan a veces para dar la hora o contar los votos—. Nuestro cuarto conspirador. Él obtiene el papel protagónico. ¿Por qué alguien se quitaría el anillo cuando va de visita?

—¿Porque lo identificaría?

—No sólo eso.

—Un anillo de oro revelaría que era un noble.

Ni más ni menos. Sólo los nobles tenían derecho a usar anillos de oro. Era una de esas reglas estúpidas que quizá hubiera ideado mi padre.

—Sí, pero alguien que visitara a Paulo no sería estibador en el mercado, ¿verdad? Aun así, hay nobles de sobra. Tiene que ser algo más que cualquier anillo de oro. —Extendí la mano derecha—. ¿Notas algo?

Como buen aristócrata, yo llevaba un grueso anillo de sello para los documentos. Perila se reclinó.

—¡Corvino, eso es brillante! El anillo tendría su rúbrica. Y si era conocido, o pertenecía a una familia muy eminente…

—El sello lo habría delatado aunque se cubriera la cara. Así es. —Sorbí el vino—. Diez contra veinte a que el cuarto conspirador era un pez gordo.

—Pudo haberse cambiado el anillo. Pudo haber dejado el suyo en casa y usar otro.

—Claro que sí. Pero no lo hizo. ¿Para qué llegar a tal extremo? ¿A quién le importa lo que ve un esclavo? Mejor dicho, lo que no ve.

—¿Crees que por eso exiliaron a mi padrastro? ¿Porque vio al hombre y lo reconoció?

—Es posible. Y si sabía que pasaba algo raro y no lo denunció…

Callé. Perila fruncía el ceño.

—No —dijo—. No, lo siento, pero eso no encaja. Te concedo lo demás, pero no el exilio de mi padrastro. Augusto no tenía necesidad de ser excesivamente severo. A fin de cuentas, la conspiración ya había fracasado. Paulo fue ejecutado, Julia fue exiliada, Silano se fue de Roma. —Agitó la mano—. Fin de la historia.

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