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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La Nochevieja de Montalbano (6 page)

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
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En efecto. Una mañana a las siete, la señora Antonia Joppolo, de cincuenta y tantos años, esposa del abogado Giuseppe, fue despertada de su sueño por el timbre del teléfono. Cogió el auricular y reconoció inmediatamente la voz de su marido.

—Ninetta, cariño —dijo el abogado.

—¿Qué ocurre? —preguntó la señora, inmediatamente alarmada.

—He tenido un pequeño accidente automovilístico a la entrada de Palermo. Estoy ingresado en una clínica. Te he querido avisar yo personalmente antes de que te enteraras por boca de otros. No te asustes, no es nada.

Pero la señora se asustó.

—Cojo el coche y voy ahora mismo.

Este diálogo se lo refirió el abogado Giuseppe Joppolo al comisario cuando éste lo fue a ver a la clínica Sanatrix.

Era lógico, por tanto, suponer que la señora se vistió precipitadamente y salió corriendo de su casa para dirigirse al aparcamiento, situado a unos cien metros de distancia. Tras dar unos cuantos pasos, un ciclomotor la adelantó. Annibale Panebianco, que estaba saliendo en aquel momento del edificio en el que vivía, tuvo tiempo de ver cómo la señora le entregaba el bolso al hombre del ciclomotor, oír un disparo y asistir paralizado por el miedo a la caída al suelo de la pobrecilla y a la fuga de la moto. Cuando estuvo en condiciones de moverse y correr hacia la señora Joppolo, a la que conocía muy bien, ya no había nada que hacer, el disparo la había alcanzado de lleno en el pecho.

En su cama del hospital, el abogado Giuseppe estaba totalmente desesperado.

—¡La culpa es mía! ¡Y pensar que le dije que no viniera, que se quedara en casa, que no era nada grave! ¡Mi pobre Ninetta, cuánto me quería!

—¿Hacía mucho que se encontraba usted en Palermo, señor abogado?

—¡Qué va! La había dejado en Vigàta durmiendo y me había ido en mi coche a Palermo. Dos horas y media después sufrí el accidente, la llamé, ella insistió en venir a Palermo, ¡y ocurrió lo que ocurrió!

No pudo seguir, le faltaba el resuello de tanto sollozar. El comisario tuvo que esperar cinco minutos para que el hombre pudiera contestar a su última pregunta.

—Disculpe, abogado. ¿Su esposa solía llevar elevadas sumas de dinero en el bolso?

—¿Elevadas sumas? ¿Qué entiende usted por elevadas sumas? En casa tenemos una caja fuerte, donde siempre hay unos diez millones en efectivo. Pero ella sacaba lo estrictamente necesario. Por otra parte, hoy en día, con los cajeros automáticos, las tarjetas de crédito y el talonario, ¿qué necesidad hay de llevar mucho dinero encima? Bueno, esta vez, como tenía que venir a Palermo y debió de pensar que tendría que hacer frente a gastos imprevistos, es posible que sacara unos cuantos millones. Y debió de sacar también alguna joya. La pobre Ninetta acostumbraba a guardarse unas cuantas en el bolso cuando tenía que salir de Vigàta, aunque fuera por poco tiempo.

—Señor abogado, ¿cómo se produjo el accidente?

—Pues no sé, me debí de dormir. Fui a parar directamente contra un poste. No llevaba puesto el cinturón de seguridad; tengo dos costillas rotas, pero nada más.

Le volvió a temblar la barbilla.

—¡Y por una bobada como ésta Ninetta ha perdido la vida!

«Es cierto que la víctima no se dirigía a la iglesia para rezar puesto que su meta era el aparcamiento —dijo el comentarista político de Televigata insistiendo en su idea—. Pero ¿quién puede descartar que, antes de dirigirse a Palermo para reconfortar a su marido, la señora no se detuviera aunque sólo fuera unos minutos en la iglesia para elevar una oración por el abogado, que en aquellos momentos yacía en su lecho de dolor?» Por consiguiente, todo encajaba: aquel delito se tenía que atribuir a la secta de aquellos que, por medio del terror, querían vaciar las iglesias. Algo que ni en tiempos de Stalin ocurría. Estábamos por tanto en presencia de una espantosa
escalation
de violencia atea.

Hasta un furibundo Bonetti-Alderighi utilizó la palabra
escalation
.

—¡Es una
escalation
, Montalbano! Primero, dispara sólo pólvora; después, hiere de refilón, y finalmente, mata! Nada de valor cognitivo como dice su criminólogo francés, ¿cómo se llama? ¡Ah, sí, Marthes! ¿Sabe usted quién era la víctima?

—La verdad es que todavía no he tenido tiempo de...

—Yo le ahorraré el tiempo. La señora Joppolo, aparte de ser una de las mujeres más ricas de la provincia, era prima del subsecretario Biondolillo, que ya me ha telefoneado. Y tenía amistades importantes, ¿qué digo importantes?, importantísimas en los círculos políticos y financieros de la isla. ¿Se da usted cuenta? Mire, Montalbano, vamos a hacer una cosa, y no se lo tome a mal: el encargado de la investigación será el Jefe de la Brigada Móvil, en colaboración, como es natural, con el juez suplente. Y usted le prestará su apoyo. ¿Le parece bien?

Esta vez, al comisario le parecía magnífico. La idea de tener que contestar a las inevitables preguntas del subsecretario Biondolillo y de todos los círculos políticos y financieros de la isla ya le estaba empezando a provocar sudores; no por miedo, desde luego, sino por el insoportable desagrado que le producía el mundo al que había pertenecido la señora Joppolo.

Las investigaciones de la Móvil, que Montalbano se guardó mucho de apoyar (entre otras cosas, porque nadie le pidió que las apoyara), se resolvieron con las detenciones de dos drogatas propietarios de ciclomotores. Unas detenciones que el juez de primera instancia se negó a confirmar. Ambos fueron puestos nuevamente en libertad y allí terminó la investigación, pese a lo cual el jefe superior Bonetti-Alderighi seguía insistiendo en explicarles al subsecretario Biondolillo y a los círculos políticos y financieros que el homicida no tardaría en ser identificado y detenido.

Como es natural, el comisario Montalbano llevó a cabo por su cuenta una investigación paralela y extraoficial. Y llegó a la conclusión de que muy pronto se produciría una nueva agresión. Se guardó mucho de decírselo al jefe superior, pero se lo comentó a Mimì Augello.

—¡Pero cómo! —saltó Augello—. ¿Dices que ese tío se va a cargar a otra mujer y te quedas aquí sentado, tan tranquilo? ¡Si estás tan seguro, hay que hacer algo!

—Calma, Mimì. Yo he dicho que atacará y disparará contra otra mujer, no que la matará. Hay una diferencia.

—¿Cómo puedes estar tan seguro?

—Porque disparará sólo con pólvora, como hizo las dos primeras veces. Porque es una tontería eso de que el asesino no disparó balas de fogueo y de que, en el último momento, se arrepintió y desvió el arma... Bobadas. Ha sido una
escalation
, como dice el jefe superior. Planeada con mucha inteligencia. Disparará sólo con pólvora, pongo la mano en el fuego.

—Salvo, a ver si lo entiendo. Como no será fácil atrapar al autor de los disparos, ¿tú crees que va a haber, por este orden, dos mujeres víctimas de disparos con pólvora, una que resultará herida de refilón y una última que será asesinada?

—No, Mimì. Si estoy en lo cierto, sólo habrá otra viejecita que será víctima de un disparo con pólvora y que se llevará un susto de muerte. Esperemos que su corazón aguante. Pero todo terminará ahí, ya no habrá más agresiones.

Dos meses después de los solemnes funerales por la señora Joppolo, el teléfono de Marinella sonó sobre las siete de la mañana, cuando Montalbano aún estaba durmiendo porque se había acostado a las cuatro. Soltando maldiciones, el comisario aulló:

—¿Quién es?

—Tenías razón —dijo la voz de Augello.

—¿De qué me estás hablando?

—Ha disparado contra otra viejecita.

—¿La ha matado?

—No. Probablemente ha sido un disparo de fogueo.

—Voy enseguida.

Bajo la ducha, el comisario se puso a cantar con toda la fuerza de sus pulmones «O toreador ritorna vincitor».

Una viejecita, le había dicho Mimì por teléfono. La señora Rosa Lo Curto permanecía sentada muy tiesa delante de Montalbano. Gorda, fogosa y extravertida, aparentaba diez años menos de los sesenta que había declarado.

—¿Se dirigía usted a la iglesia, señora?

—¿Yo? Yo no pongo los pies en una iglesia desde que tenía ocho años.

—¿Está casada?

—Soy viuda desde hace cinco años. Me casé en Suiza por lo civil. No soporto a los curas.

—¿Por qué razón ha salido de casa tan temprano?

—Me ha llamado una amiga. Se llama Michela Bajo. Ha pasado una mala noche. Está enferma. Y yo entonces le he dicho que iba a verla. He cogido una botella de vino del bueno, del que a ella le gusta. Como no he encontrado una bolsa de plástico, llevaba la botella en la mano, total, la casa de Michela está a cinco minutos.

—¿Qué ha ocurrido exactamente?

—Lo de siempre. Me ha adelantado un ciclomotor. Ha girado en redondo y ha vuelto atrás. Se ha parado a dos pasos, ha sacado un revólver y me ha apuntado. «Dame el bolso», me ha dicho.

—¿Y usted qué ha hecho?

—Le he dicho: «No hay problema». He alargado la mano en la que sostenía el bolso. Y él, mientras lo cogía, me ha pegado un tiro. Pero yo no he notado nada, he comprendido que no me había dado. Entonces, con todas mis fuerzas, le he roto la botella en la mano que sujetaba el bolso y que tenía apoyada en el manillar, a punto para dar gas y largarse. Los de la comisaría han recogido los pedazos de la botella. Están manchados de sangre. Le debo de haber roto la mano al muy cabrón. El bolso se lo ha llevado. Pero no importa, dentro sólo llevaba unas cuantas decenas de miles de liras.

Montalbano se puso en pie y le estrechó la mano.

—Señora, mi más sincera admiración.

El comentarista político de Televigata, puesto que, en el transcurso de una entrevista, la señora Lo Curto había declarado que la mañana de la agresión ni siquiera se le había pasado por la cabeza la idea de ir a la iglesia, evitó su argumento preferido, el de la conjura encaminada a conseguir la desertización de las iglesias.

El que no lo evitó fue Bonetti-Alderighi.

—¡No y no! ¿Ya empezamos otra vez? ¡Piense que la opinión pública se sublevará ante nuestra pasividad! Pero por qué digo la nuestra? ¡La suya, Montalbano!

El comisario no pudo reprimir una sonrisita que intensificó las iras del jefe superior.

—Pero ¿por qué sonríe, maldita sea?

—Si me da un par de días, le traigo aquí a los dos.

—¿A qué dos?

—Al instigador y al ejecutor material de las agresiones y del homicidio.

—¿Bromea usted?

—De ninguna manera. Esta última agresión ya la había previsto. Era, ¿cómo le diría?, la prueba del nueve.

Bonetti-Alderighi se quedó pasmado y notó que le ardía la garganta. Llamó al ujier.

—Tráeme un vaso de agua. ¿Usted quiere uno también?

—Yo no —contestó Montalbano.

—¡Comisario! ¡Qué agradable sorpresa! ¿Cómo usted en Palermo?

—Estoy aquí para una investigación. Me quedaré unas cuantas horas y después regresaré a Vigàta. Me he enterado de que tanto en Vigàta como en Montelusa ha vendido todas las propiedades de su pobre esposa.

—Puede usted creerme, señor comisario, ya no soportaba vivir entre tan dolorosos recuerdos. He comprado este chalet en Palermo y aquí viviré a partir de ahora. Lo que no me hacía evocar dolorosos recuerdos lo he mandado traer aquí y lo demás lo he, ¿cómo diría?, enajenado.

—¿Ha enajenado también al gato? —le preguntó Montalbano.

El abogado Giuseppe Joppolo se quedó momentáneamente desconcertado.

—¿Qué gato?

—Dudit. El gato con el que tan encariñada estaba su esposa. También tenía un jilguero. ¿Los ha traído aquí con usted?

—Pues no. Me habría gustado, pero con todo el jaleo de la mudanza, por desgracia..., el gato se escapó y el jilguero, también. Por desgracia.

—Pues su esposa les tenía un gran cariño tanto al gato como al jilguero.

—Lo sé, lo sé. La pobrecita tenía esa manera infantil de...

—Perdone, señor abogado —lo interrumpió Montalbano—. Pero me he enterado de que entre usted y su esposa había diez años de diferencia. Quiero decir que usted tenía diez años menos que su mujer.

El abogado Giuseppe Joppolo se levantó de un salto de la silla y puso cara de indignación.

—Y eso ¿qué tiene que ver?

—En efecto, no tiene nada que ver. Cuando hay amor...

El abogado lo miró con lánguidos ojos entornados y no dijo nada. Montalbano añadió:

—Cuando se casó con ella, usted era prácticamente un pelagatos, ¿verdad?

—Fuera de esta casa.

—Enseguida me voy. Ahora, en cambio, con la herencia, es muy rico. Habrá heredado aproximadamente unos diez mil millones de liras. La muerte de las personas a las que amamos no siempre es una desgracia.

—¿Qué pretende insinuar? —preguntó el abogado, más pálido que un muerto.

—Simplemente eso: usted ordenó matar a su mujer. Y sé incluso quién lo hizo. Usted forjó un plan genial, me quito el sombrero. Las tres primeras agresiones fueron un falso objetivo pues el verdadero era la cuarta; el ataque mortal a su mujer. No se trataba de robar bolsos sino de disimular con robos fingidos el verdadero objetivo, el homicidio de su esposa.

—Perdone, pero después del homicidio de la pobre Ninetta me parece que en Vigàta intentaron cometer otro.

—Señor abogado, ya me he quitado el sombrero. Eso fue un toque de artista para apartar definitivamente de usted eventuales sospechas. Pero usted no pensó en el cariño que sentía su esposa por el gato Dudit y por el jilguero. Fue un error.

—¿Me quiere usted explicar qué estúpida historia es ésa?

—No es tan estúpida, señor abogado. Verá, yo he llevado a cabo mis propias investigaciones. Muy precisas. Usted, cuando fui a verlo a la clínica después del accidente y el asesinato de su esposa, me dijo que había insistido mucho por teléfono en que la señora permaneciera en Vigàta. ¿Es eso cierto?

—¡Pues claro que sí!

—Mire, inmediatamente después del accidente, fue usted ingresado en la clínica, en una habitación de dos camas. El otro paciente estaba separado por una mampara. Usted, aturdido por el fingido accidente que, a pesar de todo, lo había dejado magullado, llamó a su mujer. A continuación, lo trasladaron a una habitación individual. Pero el otro paciente oyó la llamada. Está dispuesto a declarar. Usted le suplicó a su mujer que fuera a verlo a la clínica y le dijo que estaba muy mal. En cambio, a mí me dijo, y lo acaba de repetir ahora, que insistió en que su mujer no se moviera de Vigàta.

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