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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La Nochevieja de Montalbano (5 page)

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
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Maria Castellino tenía ordenados los documentos con el mismo esmero con que tenía arreglada la casa. Contratos de alquiler, escrituras notariales de compra de apartamentos o tiendas, extractos de cuentas bancarias, cargos y abonos. El comisario tardó dos horas en examinar los documentos. Después cogió tres hojas que había apartado, se las guardó en el bolsillo y se dirigió al despacho de Mimì Augello.

—Mimì, tengo que hablar contigo.

* * *

Si el director del instituto se llevó una sorpresa al verlos, no lo dejó traslucir. Los hizo sentar en el salón.

—Le presento al subcomisario Augello —dijo Montalbano—. Señor director, he venido a decirle que la persona que usted me ha indicado amablemente esta mañana no puede ser el asesino.

—¿No? ¿Por qué?

—Porque la víspera del homicidio lo ingresaron en una clínica de Palermo. Es evidente que usted no conocía ese detalle.

—No —dijo el director, palideciendo.

Con toda calma, Montalbano encendió un cigarrillo y le hizo señas a Mimì de que siguiera él.

Antes de empezar a hablar, Augello sacó del bolsillo tres hojas de papel y las estudió como si quisiera aprendérselas de memoria.

—Señor director, la señora Maria era muy ordenada. Entre sus papeles, que usted conoce en parte, pues Serafino nos ha dicho que los consultaban juntos, hemos encontrado tres anotaciones escritas a mano por la difunta. Acerca de la autenticidad de la caligrafía no existe la menor duda. La primera nota dice: «Préstamo de cien millones al profesor Vasalicò».

El director esbozó una sonrisita de suficiencia.

—Si es por eso, tiene que haber una segunda anotación en la que se habla de un préstamo de doscientos millones más. Y tendría que corresponder a dos años atrás.

—Exacto. ¿Y conoce también el contenido de la tercera hojita?

—No. Pero no tiene importancia porque no pedí otros préstamos a Maria. Y los trescientos millones se los devolví.

—Es posible, señor director. Pero ¿adónde fueron a parar esos trescientos millones de liras? No hemos encontrado ni rastro de recibos de pagos de ese tipo. Y en su casa no los tenía.

—¿Y por qué me preguntan a mí dónde los guardó?

—¿Está usted seguro de que se los devolvió?

—Hasta el último céntimo.

—¿Cuándo?

—Deje que lo piense. Digamos que hace aproximadamente un mes.

—Pues mire, la tercera hoja, de la que todavía no hemos hablado, es el borrador de una carta que la señora Maria le envió hace exactamente diez días. Pedía la devolución de los trescientos millones.

—A ver si lo entiendo —dijo el director, levantándose—. ¿Me están ustedes acusando de haber matado a María por un asunto de dinero?

—La verdad, no tenemos pruebas —terció Montalbano.

—Pues entonces ¡salgan inmediatamente de esta casa!

—Sólo un momentito —dijo Mimì, más fresco que una lechuga.

Ahora venía el momento más delicado de la actuación, pero Mimì interpretó como Dios la mentira que ambos habían decidido contarle al director.

—¿Sabe usted que a la señora la estrangularon con un cinturón?

—Sí.

El director, todavía de pie, lo escuchaba con los brazos cruzados.

—Pues bien, la hebilla, según el forense, produjo una profunda herida en el cuello de la víctima. Y no sólo eso, sino que, además, el cuero dejó unos restos microscópicos en la piel. Ahora yo le pido oficialmente que me entregue todos los cinturones que tenga, empezando por el que lleva en este momento.

El director se hundió repentinamente en el sillón. Le habían fallado las rodillas.

—Quería que le devolviera el dinero —farfulló—. Yo no lo tenía, lo perdí en la Bolsa. Amenazó con denunciarme y entonces yo...

Montalbano se levantó, cruzó la puerta y empezó a bajar la escalera. Lo que el director le iba a explicar a Mimì ya no le interesaba.

El gato y el jilguero

La señora Erminia Tòdaro, de ochenta y cinco años, esposa de un ferroviario jubilado, salió como todas las mañanas de casa para ir primero a misa y después a hacer la compra. La señora Erminia no era practicante por fe, sino más bien por falta de sueño, como les ocurre a casi todos los viejos: la misa matutina le servía para pasar un poco el rato en aquellos días que, año tras año, le iban resultando, cualquiera sabía por qué, cada vez más largos y vacíos. A aquella misma hora de la mañana, su marido, un ex ferroviario llamado Agustinu, se sentaba junto a la ventana, desde la cual se veía la calle, y no se movía de allí hasta que su mujer le decía que la comida ya estaba en la mesa. Así pues, la señora Erminia cruzó el portal, se arrebujó en el abrigo porque hacía un poco de frío y echó a andar. Llevaba colgado del brazo derecho un viejo bolso de color negro en el que guardaba el carné de identidad, la fotografía de su hija Catarina, de casada Genuardi, que vivía en Forlì, la fotografía de los tres hijos del matrimonio Genuardi, la fotografía de los hijos de los hijos del matrimonio Genuardi, una estampa con la imagen de santa Lucía, veintiséis mil liras en billetes y setecientas cincuenta en monedas. El ex ferroviario Agustinu declaró haber visto que al lado de su mujer circulaba un ciclomotor conducido por un hombre que llevaba casco. En determinado momento, el conductor del ciclomotor, como si se hubiera hartado de circular al paso de la señora Erminia, que ciertamente no se hubiera podido calificar de rápido, aceleró y adelantó a la mujer. Después hizo una cosa muy rara: giró en redondo y enfiló hacia la señora. Por la calle no pasaba ni un alma. A tres pasos de la señora Erminia, el motorista se detuvo, apoyó un pie en el suelo, sacó una pistola del bolsillo y apuntó a la mujer, que, como no era capaz de ver ni un perro a veinte centímetros de distancia, a pesar de los gruesos cristales de sus gafas, siguió caminando como si tal cosa en dirección al hombre que la estaba amenazando. Cuando la mujer se encontró casi cara a cara con él, vio el arma y se sorprendió muchísimo de que alguien tuviera algún motivo para pegarle un tiro.

—¿Qué haces, hijo mío, me quieres matar? —le preguntó, más sorprendida que asustada.

—Sí —contestó el hombre—, si no me das el bolso.

La señora Erminia se quitó el bolso del brazo y se lo entregó al hombre. En aquel momento, Agustinu ya había conseguido abrir la ventana. Se asomó aun a riesgo de desgraciarse y se puso a gritar:

—¡Socorro! ¡Socorro!

Entonces el motorista abrió fuego. Un solo disparo contra la señora, no contra el marido, que era quien estaba armando aquel escándalo. La mujer se desplomó, el hombre dio media vuelta con el ciclomotor, aceleró y desapareció.

A los gritos del ex ferroviario se abrieron varias ventanas y tanto hombres como mujeres bajaron a la calle para prestar ayuda a la señora tendida en mitad de la calle. Enseguida comprobaron con alivio que la señora Erminia sólo se había desmayado del susto.

La señorita Esterina Mandracchia, de setenta y cinco años, maestra de primaria jubilada, jamás se había casado y vivía sola en un piso heredado de sus padres. La originalidad de las tres habitaciones, el cuarto de baño y la cocina de la señorita Esterina Mandracchia consistía en el hecho de que todas las paredes estaban enteramente tapizadas con centenares de estampas de santos. Además, había varias imágenes: una de la Virgen bajo una campana de cristal, un Niño Jesús, un san Antonio de Padua, un crucifijo, un san Gerlando, un san Calogero y otros de más difícil identificación. La señorita Mandracchia iba a la primera misa del día y después regresaba para las vísperas. Aquella mañana, dos días después del disparo contra la señora Erminia, la señorita salió de casa. Como le dijo posteriormente al comisario Montalbano, acababa de enfilar la calle de la iglesia cuando la adelantó un ciclomotor conducido por un hombre con casco. Tras recorrer unos pocos metros, el vehículo trazó una curva cerrada para volver atrás, se detuvo a pocos pasos de la señorita, y el hombre sacó una pistola. La ex maestra, a pesar de su edad, tenía muy buena vista. Levantó los brazos como había visto hacer en la televisión.

—Me rindo —dijo temblando.

—Dame el bolso —le dijo el hombre.

La señorita Esterina se lo quitó y se lo entregó. El hombre cogió el bolso y disparó, pero erró el tiro. Esterina Mandracchia no gritó y no se desmayó: simplemente se dirigió a la comisaría y presentó una denuncia. En el bolso, declaró, aparte de más de un centenar de estampas de santos, llevaba exactamente dieciocho mil trescientas liras.

—Como menos que un gorrión —le explicó a Montalbano—. Un panecillo me basta para dos días. ¿Qué necesidad tengo yo de ir por ahí con dinero en el bolso?

Pippo Ragonese, comentarista político de Televigata, tenía dos cosas: una cara de culo de gallina y una retorcida fantasía que lo inducía a imaginar conspiraciones. Enemigo declarado de Montalbano, Ragonese aprovechó la ocasión para atacarlo una vez más. En efecto, afirmó que, detrás de los imperdonables tirones que habían sufrido las dos viejecitas, se ocultaba un propósito político muy definido, obra de unos extremistas de izquierdas no identificados que, con aquellas acciones terroristas, se proponían instaurar un nuevo ateísmo por la vía de disuadir a los creyentes de que fueran a la iglesia. La explicación de que la policía de Vigàta aún no hubiera conseguido detener al seudotironero había que buscarla en la inconsciente rémora que representaban las ideas políticas del comisario, que no tendían ciertamente ni hacia el centro ni hacia la derecha. «Inconsciente rémora», subrayó nada menos que dos veces el comentarista para evitar malos entendidos y denuncias.

Pero Montalbano no se enfadó, es más, soltó una buena carcajada. En cambio, al día siguiente no se rió cuando el jefe superior Bonetti-Alderighi lo mandó llamar. Ante un estupefacto Montalbano, el jefe superior no se casó con la tesis del comentarista, pero en cierto modo se comprometió con ella, e invitó al comisario a seguir «también» aquella pista.

—Pero, piénselo bien, señor jefe superior: ¿cuántos seudotironeros serían necesarios para disuadir a todas las viejecitas de Montelusa y provincia de que no fueran a la primera misa del día?

—Usted mismo, Montalbano, acaba de utilizar la palabra «seudotironeros». Convendrá conmigo, espero, en que no se trata de un
modus operandi
típico de un tironero. ¡Éste saca siempre la pistola y dispara! Le bastaría con alargar el brazo y apoderarse tranquilamente de los bolsos. ¿Qué motivo hay para intentar matar a esas pobres mujeres?

—Señor jefe superior —dijo Montalbano, a quien se le habían pasado las ganas de tomar el pelo a su interlocutor—, sacar un arma, una pistola, no equivale a querer matar al amenazado; muy a menudo la amenaza no tiene valor trágico sino cognitivo. Eso, por lo menos, sostiene Roland Barthes.

—Y ése ¿quién es?

—Un eminente criminólogo francés —mintió Montalbano.

—¡A mí me importa un carajo ese criminólogo, Montalbano! ¡Éste no sólo extrae el arma sino que, además, dispara!

—Pero no alcanza a las víctimas. Puede que se trate de un valor cognitivo acentuado.

—Póngase manos a la obra —lo cortó Bonetti-Alderighi.

—En mi opinión, es el clásico fulano drogado —dijo Mimì Augello.

—¿Pero no te das cuenta, Mimì? ¡En total, ha conseguido apoderarse de cuarenta y cinco mil liras con cincuenta! ¡Vendiendo las balas de la pistola seguramente ganaría mucho más! Por cierto, ¿las habéis encontrado?

—Hemos buscado pero no hemos encontrado nada. Cualquiera sabe adónde fueron a dar los disparos.

—¿Por qué disparará ese cabrón contra las viejas después de que le hayan entregado el bolso? ¿Y por qué falla?

—¿Qué quieres decir con eso?

—Quiero decir que lo hace a propósito, Mimì. Y nada más. Mira, la primera vez podemos suponer que reaccionó instintivamente cuando el marido de la señora Tòdaro empezó a pegar voces desde la ventana. Pero tampoco se entiende por qué, en lugar de disparar contra el hombre que gritaba, disparó contra la señora, que estaba a cuarenta centímetros de él. Un disparo desde cuarenta centímetros no se falla. La segunda vez, con la señorita Mandracchia, disparó mientras con la otra mano sujetaba el bolso. Entre ambos debía de haber un metro como mucho. Y esta segunda vez tampoco acierta. Así que ¿sabes qué pienso, Mimì? Yo creo que no erró los dos tiros.

—Ah, ¿no? ¿y cómo es posible que las dos mujeres ni siquiera resultaran heridas?

—Porque usó balas de fogueo, Mimì. Haz una cosa, manda que analicen el vestido que llevaba aquella mañana la señora Erminia.

Acertó. Al día siguiente, los de la Científica de Montelusa comunicaron que, incluso con un simple examen superficial, se observaba en el vestido de la señora Tòdaro, a la altura del pecho, una gran mancha de residuos de pólvora.

—Entonces es que está loco —dijo Mimì Augello.

El comisario no contestó.

—¿No estás de acuerdo?

—No. Y, si es un loco... hay mucha lógica en su locura.

Augello, que no había leído Hamlet o que, si lo había leído, lo había olvidado, no captó la cita.

—¿Y qué lógica hay?

—Mimì, a nosotros nos corresponde descubrirla, ¿no te parece?

Inesperadamente, cuando en el pueblo ya casi no se comentaban las dos agresiones, el tironero (¿de qué otra manera se lo hubiera podido calificar?) volvió a las andadas. A las siete de la mañana de un domingo, con el acostumbrado ritual, consiguió que la señora Gesualda Bonmarito le entregara el bolso. Después disparó. La alcanzó de refilón en el hombro derecho. A fin de cuentas, una heridita de nada. Pero echaba por tierra la teoría del comisario acerca del revólver cargado únicamente con pólvora. A lo mejor, los restos de pólvora encontrados en el vestido de la señora Tòdaro se debían a un repentino giro de la muñeca del autor del disparo que, en el último momento, se había arrepentido de lo que estaba haciendo. Esta vez la bala se encontró y los de la Científica le comunicaron a Montalbano que se trataba muy probablemente de un arma antediluviana. En el bolso de la señora Gesualda, que tenía más miedo que daño, había once mil liras. Pero ¿cómo era posible que un tironero (o lo que fuera) andara por ahí robando por el método del tirón a unas viejecitas que iban a misa a primera hora de la mañana? En primer lugar, un tironero serio y profesional no va armado, y, en segundo, espera a la jubilada que sale de la oficina de Correos con su pensión o a la señora elegante que va a la peluquería. No, algo no encajaba en todo aquel asunto. Después de la herida sufrida por la señora Gesualda, Montalbano empezó a preocuparse. Como aquel imbécil siguiera disparando balas de verdad, más tarde o más temprano acabaría matando a alguna pobre desgraciada.

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