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Authors: Andrea Camilleri

Tags: #Policíaco

La Nochevieja de Montalbano (10 page)

BOOK: La Nochevieja de Montalbano
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—¿Cuándo terminará este rollo? —murmuró el otro.

* * *

—Vamos a pensar un poco —se dijo Montalbano, tumbado en la cama en calzoncillos, camiseta y calcetines—. Un imbécil que se apellida como yo es contratado para que asesine a una señora. El imbécil no conoce el domicilio de la víctima: le será comunicado en cierto establecimiento mediante una llamada desde Nueva York. Mi tocayo, que llega con retraso a la cita telefónica, se dirige corriendo a la
trattoria
de Peppe, pero lo arrolla un automóvil y muere poco después. Por una casualidad que raya en lo increíble, yo, que me apellido Montalbano como él, acudo a esa
trattoria
y contesto a la llamada. Y ocurre lo que ocurre. Al cabo de unas horas, soy yo el que llama a Nueva York, y allí me facilitan una dirección equivocada. La primera era correcta, pero la segunda, no. ¿Por qué? Vamos a reflexionar. Durante la primera llamada, los de Nueva York no tienen ninguna posibilidad de pensar que se ha producido una confusión, pues Giovanni Montalbano acaba de morir en el hospital, y me facilitan la información correcta. Al cabo de unas horas, yo les llamo a ellos, les digo que todo ha ido bien y les pregunto adónde tengo que dirigirme para cobrar el resto del dinero. Y ellos me facilitan a propósito una dirección equivocada. Hacen deliberadamente una cosa que puede resultar muy peligrosa para ellos: si no pagan lo que deben al asesino a sueldo, es decir, si lo colocan en la situación de no poder cobrar la otra mitad del dinero, se exponen a su reacción. Cierto que todo ha sido organizado por profesionales, pero, si se corre la voz de que los de Nueva York no pagan los trabajos que encargan, está claro que será perjudicial para la organización. Sería algo así como un suicidio comercial. Sólo queda una conclusión, sencilla y trivial. Mientras a mí me sometían a interrogatorio en el cuartel de los carabineros, alguien les ha revelado lo ocurrido con la señora Cosentino. A saber, que el sicario encargado del trabajo no había acudido al chalet y, en su lugar, se había presentado un cabrón, es decir, el que suscribe. Cuando he llamado, me han dado una respuesta inteligente, me han tranquilizado durante unas cuantas horas mientras ellos, en Nueva York, hacían desaparecer las huellas de la organización.

De repente, todo quedó a oscuras. No en el sentido de que se apagara repentinamente la luz sino en el de que los párpados de Montalbano se cerraron y él se quedó dormido sin darse cuenta, amodorrado por el cansancio y el calor del radiador, puesto al máximo.

Lo despertó el teléfono. Miró el reloj: había dormido tres horas.

—¿Señor Montalbano? Hay un capitán de los carabineros que desea hablar con usted.

—Pásemelo.

—¿Señor Montalbano? Soy el capitán De Maria. Nos conocimos anoche.

Tuvo la sensación de que, al pronunciar la última frase, el señor capitán se cachondeaba un poco de él.

—Dígame —contestó, enojado.

—Quisiera intercambiar unas palabras con usted.

—Deme tiempo para vestirme y voy al cuartel.

—¿Qué necesidad hay de ir al cuartel? He venido yo a verle. Tómeselo con calma, lo espero en el bar.

En fin, ¡menudo rollo! Perdió deliberadamente tiempo en lavarse y vestirse y después bajó y se dirigió al bar. Al verlo, el capitán se levantó. Ambos se estrecharon la mano. El bar estaba desierto. Se sentaron en torno a la mesita de un rincón. El capitán estaba esbozando una sonrisita que al comisario le molestaba un poco.

—Tengo que pedirle disculpas —empezó diciendo De Maria.

—¿Por qué?

—Usted, desde que abandonó anoche nuestro cuartel, ha sido seguido por uno de nuestros hombres, experto en esta clase de trabajos. Imagínese que usted mismo...

—... yo mismo he hablado con él —lo interrumpió Montalbano—. Iba disfrazado de vigilante, ¿verdad?

El otro lo miró, estupefacto.

—Dejémoslo correr —dijo el comisario, magnánimo—. ¿Qué sospechaban de mí?

—En realidad, no sospechábamos nada de usted. Pero yo me dije: alguien como Montalbano no deja las cosas a medias. Si ha entrado por casualidad en esta historia, la querrá recorrer hasta el fondo. Vamos a seguirlo y a ver adónde nos lleva.

—Gracias. ¿Y ha llegado usted a las mismas conclusiones que yo?

—Creo que sí. Supongo que, antes de que usted llamara a Nueva York desde mi despacho, alguien ya había advertido a los organizadores de que el plan había fallado. Y le facilitaron la falsa dirección de la zapatería.

—¿Tiene usted alguna idea de quién fue el que avisó a los de Nueva York?

—Yo sí —contestó el capitán.

—Yo también —dijo Montalbano.

—¿Habla usted o hablo yo?

—Hable usted.

—La única persona que sabía que el plan había fallado era la señora Cosentino.

—Exactamente. La cual, mientras ustedes me llevaban al cuartel, llamó al bar de Nueva York desde su casa. Pero ustedes le habían pinchado el teléfono y ella no lo sabía.

—Exactamente —dijo a su vez el capitán—. Con toda esta historia el marido...

—No tiene absolutamente nada que ver. Jamás se le había pasado por la cabeza mandar asesinar a su mujer. Era ella la que quería librarse de él. No sé cómo, se puso en contacto con alguien para escenificar un falso intento de asesinato. Les avisó a ustedes y consiguió que le ofrecieran protección. Sin embargo, mi tocayo no sabía que, entrando en aquel chalet, caería en una trampa. En caso de que confesara, le haría el juego a la señora: no habría tenido más remedio que decir que le habían pagado para que la matara. Y el marido lo habría pasado muy mal.

—Exacto —dijo el capitán.

—Y ahora ¿qué van a hacer?

—Ya lo hemos hecho —contestó el capitán—. Hemos detenido a la señora y la hemos sometido a un duro interrogatorio. Ha confesado y ha revelado los nombres.

—¿Por qué me ha querido contar esta historia? —preguntó Montalbano.

—Pues no sé. Porque sí. Acéptelo como un regalo de Navidad.

Catarella resuelve un caso

—Pero ¿quién me manda meterme en este lío? —se preguntó Montalbano mientras bajaba del coche y miraba a su alrededor.

A las seis, la mañana prometía ofrecerle una consoladora serenidad. Ahora, después de media hora de camino en dirección a Fela y de un cuarto de hora circulando por un sendero impracticable, le quedaba como mínimo otro cuarto de hora, pero a pie, pues el sendero se había convertido de repente en un camino de cabras. Miró hacia arriba. En la cumbre del pequeño altozano que tenía que subir no se distinguía el viejo búnker, oculto entre las matas de plantas silvestres. Soltó una sarta de maldiciones, respiró hondo como si fuera a bucear a pulmón libre e inició la subida.

Una hora y media antes lo habían despertado los timbrazos del teléfono.

—¿Oiga,
dottori
? ¿Es usted en persona personalmente?

—Sí, Catarè.

—¿Qué hacía, estaba durmiendo?

—Hasta hace un minuto, sí, Catarè.

—¿Y ahora, en cambio, ya no duerme?

—No, ahora ya no duermo, Catarè.

—Ah, menos mal.

—¿Por qué menos mal, Catarè?

—Porque así no lo he despertado,
dottori
.

O pegarle un tiro en la cara a la primera ocasión o hacer como si nada.

—Catarè, si no es mucha molestia, ¿me quieres decir por qué me llamas?

—Porque el subcomisario Augello tiene resfriado con fiebre.

—Catarè, ¿y a mí qué coño me importa eso que me vienes a contar a las cuatro y media de la madrugada de que Augello está enfermo? Avisa a un médico y llama a Fazio.

—Es que Fazio tampoco está. Está haciendo labores de vigilancia con Gallo y Galluzzo.

—Vale, Catarè, ¿qué es lo que ocurre?

—Ha llamado un pastor. Dice que ha encontrado un muerto.

—¿Dónde?

—En el pueblo de Passo di Calle. Dentro de un viejo bánker. ¿Usía recuerda que estuvo allí hace unos tres años por...?

—Sí, ya sé dónde está, Catarè. Y eso se llama búnker.

—¿Por qué, yo qué he dicho?

—Bánker.

—Bueno, es lo mismo,
dottori
.

—¿Desde dónde ha llamado ese pastor?

—¿Y desde dónde quiere que llame? Desde el banbúnker,
dottori
.

—¡Pero si allí no hay teléfono! ¡Aquello es un lugar dejado de la mano de Dios!

—El pastor ha llamado con su múvil,
dottori
.

¿Cómo hubiera podido ser de otro modo? Unos añitos más y cualquiera que en Italia fuera sorprendido sin móvil sería detenido inmediatamente.

—Muy bien, Catarè, voy para allá. Y, en cuanto regrese alguien al despacho, me lo envías al búnker.

—¿Y cómo lo haré,
dottori
?

—¿Qué quieres decir?

—¿Cómo lo haré para saber si alguien regresa al despacho? Yo estoy aquí.

El comisario se quedó helado.

—¿Me estás diciendo que has ido tú al búnker?

—Sí,
dottori
. Como no había nadie...

—Espérame ahí y no toques nada, por lo que más quieras. Por cierto, ¿desde dónde me llamas?

—Ya se lo he dicho. He salido fuera porque dentro no coge la línea. Le tilifoneo con mi múvil.

—Pues, aprovechando que tienes un múvil, muviliza a Pasquano y al juez.


Dottori
, pido perdón, no se dice muvilizar. Aunque uno llame con un múvil, también se dice tilifonear.

En cuanto lo vio en la distancia, Catarella empezó a agitar los brazos como un náufrago en una isla desierta al ver pasar un barco.

—¡Estoy aquí,
dottori
! ¡Estoy aquí!

El búnker había sido construido justo en el borde de un precipicio de pared casi perpendicular. Abajo había una estrecha franja de arena amarillo oro, y el mar. Montalbano vio un automóvil estacionado en la playa.

—¿Cómo es que hay un coche allí abajo?

—Yo lo sé,
dottori
.

—Pues dilo.

—Porque yo he venido con ese coche. Es mío de propiedad.

—¿Y cómo te las has arreglado para subir hasta aquí?

—He subido escalando la pared. Soy mucho mejor que un soldado de las tropas alpinas de alta montaña.

Catarella llevaba colgada del cuello una enorme linterna. Por una vez, había hecho lo correcto, pues el búnker debía de estar completamente a oscuras. Tras bajar por un escalón que antaño debió de ser de cemento y que ahora parecía un contenedor de basura, dentro encontraron aún más porquería. Bajo la luz de la linterna de Catarella, el comisario avanzó pisando una espesa capa de mierda, bolsas de plástico, cajas, botellas, preservativos y jeringuillas. Había incluso un cochecito de niño oxidado. El cuerpo yacía boca arriba, con la mitad inferior sepultada bajo los desperdicios. Era una mujer con el torso desnudo y unos vaqueros medio abiertos sobre el vientre. Los roedores y los perros le habían destrozado el rostro, que estaba irreconocible. Montalbano pidió la linterna y examinó el cuerpo con más detenimiento.


Dottori
, si me permite, yo salgo fuera —dijo Catarella, que no debía de poder resistir el espectáculo.

No se observaban señales de heridas por arma de fuego. Pero quizá la habían estrangulado o atacado con un arma blanca por la espalda. Lo único que se podía hacer era salir y esperar al doctor Pasquano, entre otras cosas porque allí dentro no se podía respirar, pues el pestazo se pegaba a la garganta.

—¿Me da un cigarrillo? —le preguntó Catarella con la cara muy pálida.

Ambos se pasaron un rato fumando en silencio con la mirada perdida en el mar.

—¿Y el pastor? —preguntó el comisario.

—Se fue porque tenía quehacer con las ovejas. Pero anoté el nombre, el apellido y la dirección.

—¿Te dijo por qué había entrado en el búnker?

—Se le estaba escapando una necesidad.

—Yo tengo cierta idea de quién podría ser esa pobrecilla —dijo Fazio, a su regreso de una fallida misión de vigilancia con vistas a la captura de un prófugo.

Montalbano había regresado a su despacho inmediatamente después de que el doctor Pasquano se llevara el cadáver para hacer la autopsia. El forense le había prometido decirle algo al día siguiente.

—¿Quién es, a tu juicio?

—Debe de ser Maria Lojacono, casada con un tal Salvatore Piscopo, vendedor ambulante.

El comisario dio muestras de estar empezando a ponerse nervioso. La meticulosidad descriptiva de Fazio siempre lo sacaba de quicio.

—Y tú ¿cómo lo sabes?

—Porque hace tres meses el marido denunció su desaparición. Tengo su fotografía, voy a traérsela.

Maria Lojacono era una hermosa muchacha de sincero y sonriente rostro y grandes ojos negros. Debía de tener unos veinte años.

—¿Cuándo ocurrió?

—Hoy se cumplen exactamente tres meses.

—¿El marido reveló algún detalle?

—Sí, señor. María Lojacono se casó recién cumplidos los dieciocho años. A los nueve meses nació una niña. Murió al cabo de dos meses. Algo terrible: asfixiada por una regurgitación. A partir de entonces, la chica empezó a sufrir trastornos mentales, se quería matar, decía que ella tenía la culpa de la muerte de su hija. El marido la llevó a Montelusa para que la sometieran a tratamiento, pero no hubo nada que hacer. Estaba cada vez peor. Tanto, que Piscopo, el marido, no quería dejarla sola cuando tenía que salir por ahí y la llevaba a casa de una hermana de ella para que la vigilara. Una noche, la hermana se acostó y, antes de quedarse dormida, oyó que Maria iba al cuarto de baño. Se durmió porque estaba muy cansada. Cuando se despertó, sobre las cuatro de la madrugada, tuvo una especie de presentimiento y se levantó. La cama de María estaba fría y vacía. La ventana del cuarto de baño estaba abierta. Maria se había escapado por lo menos cinco horas antes. El marido regresó a casa antes de una hora y se puso a buscarla por las inmediaciones. Después nos avisó a nosotros y a los carabineros. Desde entonces ya no se supo nada más de la pobrecilla.

—¿Piscopo describió cómo iba vestida su mujer?

—Sí, señor. He echado un vistazo a la denuncia cuando he ido a buscar la fotografía. Vestía unos pantalones vaqueros, una blusa de color rojo, un jersey negro, zapatos...

—Pues mira, Fazio, cuando hoy la hemos visto, no llevaba sujetador, y la blusa y el jersey habían desaparecido.

—Ay, Dios mío.

—Bueno, eso no quiere decir que se puedan sacar conclusiones. Hazme un favor. Coge una linterna potente y ve al búnker. Que te acompañe Galluzzo. Poneos unos guantes resistentes y procurad no lastimaros las manos. Buscad alguna prenda que pueda haberle pertenecido.

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