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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La muerte, un amanecer (7 page)

BOOK: La muerte, un amanecer
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Todos tenemos estas experiencias a lo largo de ciertas fases del sueño, pero son pocos los que se dan cuenta de ello. Los niños que mueren, y sobre todo los que están preparados interiormente, tienen una espiritualidad mayor que los niños sanos de su misma edad, y toman mejor conciencia de sus breves experiencias extracorporales. Esto los ayuda en el momento de su tránsito porque se familiarizarán más pronto con su nuevo entorno.

Los niños y adultos nos hablan de la presencia de seres que les rodean, les guían y les ayudan en el momento de su salida del cuerpo. Los niños pequeños les llaman con frecuencia «compañeros de viaje». Las iglesias les han llamado «ángeles de la guarda», mientras que la mayoría de los investigadores les llaman «guías espirituales». No tiene ninguna importancia la designación que les demos, pero es importante saber que cada ser humano, desde el primer soplo hasta la transición que pone fin a su existencia terrestre, está rodeado de guías espirituales y de ángeles de la guarda que le esperan y le ayudan en el momento del paso al más allá. Somos siempre recibidos por aquellos que nos precedieron en la muerte y que en otro tiempo amamos.

Entre aquellos que nos acogen pueden encontrarse, por ejemplo, los hijos que perdimos precozmente, o los abuelos, o el padre o la madre u otras personas muy cercanas a nosotros en la tierra.

La tercera razón por la que no estamos solos en el momento de nuestra transición es porque después de abandonar nuestro cuerpo físico (lo que puede ocurrir antes de la muerte verdadera) nos encontramos en una existencia en la que no hay ni tiempo ni espacio y podemos desplazarnos instantáneamente donde queramos.

La pequeña Susy, que muere de leucemia en un hospital, está acompañada permanentemente por su madre. La pequeña se da cuenta de que cada vez le será más difícil dejarla pues ella se inclina a veces sobre su cama y murmura: «No te mueras, querida, no me puedes hacer esto. No podré vivir sin ti». Esta madre —y se parece a muchos de nosotros— culpabiliza al moribundo. Susy, que ha abandonado su cuerpo durante el sueño y también en estado de vigilia para ir allá donde tenía ganas, tiene la certeza de una existencia después de la muerte y pide sencillamente a su madre que se vaya del hospital. En estas situaciones los niños suelen decir: «Mamá, tienes aire de cansada. ¿Por qué no te vas a casa para ducharte y descansar? De verdad, yo estoy muy bien». Quizá media hora después suena el teléfono de casa y alguien del hospital dice: «Señora Schmidt, estamos desolados al tener que informarle que su hija acaba de morir». Desgraciadamente, estos padres se culpabilizan después. Se avergüenzan y se reprochan por no haberse quedado media hora más y haber podido estar presentes en el momento de la muerte de su hijo. Estos padres no saben generalmente que nadie muere solo. Nuestra pequeña Susy había deshecho ya sus contactos terrestres, había adquirido la capacidad de abandonar su envoltura y liberarse de ella rápidamente para volver con la velocidad del pensamiento cerca de su mamá o su papá o hacia cualquier persona que la atrajese. Como ya lo dije anteriormente, todos llevamos el sello divino. Recibimos ese don hace millones de años y además del libre albedrío, también recibimos la capacidad de abandonar nuestro cuerpo y no sólo en el momento de la muerte, sino también en momentos de crisis después de un agotamiento, en circunstancias extraordinarias, así como en diferentes fases del sueño.

Viktor Frankl ha escrito un maravilloso libro:
The search for meaning
,
[3]
en el que describe sus vivencias en un campo de concentración. Probablemente es el científico más conocido y el que mejor ha estudiado las experiencias extracorporales.

Hace unos quince años, cuando el interés por estos temas era todavía mínimo, ya consignaba los relatos de gente que había tenido caídas en la montaña y veían cómo se desarrollaba su propia vida como una película. Estudió las experiencias visualizadas durante los pocos segundos de la caída, para llegar a la conclusión de que en éstas no interviene el factor tiempo. Muchas personas han tenido una experiencia semejante al ahogarse o en otras situaciones de gran peligro.

Nuestras investigaciones en este campo han sido confirmadas por experiencias científicas realizadas en colaboración con Robert Monroe, el autor del libro
Journeys out of the body
.
[ 4]
Yo misma, no sólo he vivido una experiencia extracorpórea espontánea, sino también otras que fueron inducidas en laboratorio bajo la vigilancia de Monroe, observadas y corroboradas por varios sabios de la Fundación Menninger, en Topeka. Actualmente muchos sabios e investigadores vuelven a tener en cuenta sus métodos y los encuentran realizables y opinan favorablemente. Estas investigaciones los llevan obligatoriamente a reflexiones más profundas concernientes a otra dimensión que se concilia difícilmente con nuestro pensamiento científico tridimensional.

De la misma manera se nos han reclamado pruebas concluyentes por afirmar la existencia de guías espirituales, de ángeles de la guarda y de parientes que precedieron al muerto, presentes en el momento del pasaje para recogerles. Pero, sin embargo, ¿cómo probar científicamente una afirmación repetida tan a menudo?

Como psiquiatra, para mí era interesante imaginar que miles de hombres sobre la tierra tenían la misma alucinación en el momento de su muerte, es decir, la percepción de la presencia de parientes o amigos muertos antes que ellos. Después de todo, había que intentar saber si detrás de esta afirmación de los moribundos no había una verdad. Hemos intentado pues encontrar los medios para verificar estas afirmaciones, y poder probarlas seguidamente como exactas o desenmascararlas sencillamente como proyecciones del deseo.

Para ello pensamos que la mejor manera de estudiar este problema era sentarnos a la cabecera de la cama de los niños moribundos después de accidentes familiares. Centramos estas investigaciones en los días de fiesta, como el 4 de julio, el Memorial Day, el Labor Day, los fines de semana, etc., ya que familias enteras tenían la costumbre de desplazarse en sus grandes automóviles. En estas colisiones frontales muchos miembros de la familia morían en el acto y otros eran llevados a diferentes hospitales. Puesto que me ocupo particularmente de los niños, me propuse como tarea el sentarme a la cabecera de los que estaban en estado crítico. Yo sabía con certeza que estos moribundos no conocían ni cuántos ni quiénes de la familia ya habían muerto a consecuencia del accidente. Para mí era fascinante, por ello, comprobar que conocían siempre muy exactamente si alguien había muerto y quién era.

Yo me siento a su lado, los observo tranquilamente, algunas veces les tomo la mano. De esta manera percibo inmediatamente cualquier agitación que tengan. Poco antes de la muerte se manifiesta a menudo una apacible solemnidad, lo que representa siempre un signo importante. En ese momento yo les pregunto si están dispuestos y si son capaces de compartir conmigo sus actuales experiencias y me responden a menudo en los mismos términos de aquel niño que decía: «Todo va bien. Mi madre y Pedro me están esperando ya». Yo ya sabía que su madre había muerto en el lugar del accidente, pero ignoraba que Pedro, su hermano, hubiera muerto también. Poco tiempo después supe que su hermano Pedro había fallecido diez minutos antes.

Durante todos estos años en los que hemos reunido tales casos no hemos oído nunca a un niño mencionar en esas circunstancias el nombre de alguien que no hubiera fallecido ya, aunque sólo fuera unos minutos antes. Para mí eso se explica solamente porque esos moribundos han percibido ya a sus familiares. Éstos los esperan para reunirse de nuevo con ellos en una forma de existencia diferente. A pesar de estos datos, son muy numerosas las personas que no pueden imaginarse semejante desarrollo.

Otra experiencia me emocionó más que las de los niños. Se trata del caso de una india americana. En nuestros documentos tenemos pocos elementos referentes a los indios, puesto que ellos hablan poco del morir y de la muerte. Esta joven india fue atropellada en una autopista por un mal conductor que se dio a la fuga después. Un extranjero se detuvo para ayudarla y ella le dijo calmadamente que no había nada que hacer, salvo prestarle el siguiente favor: si un día, por casualidad, se encontraba cerca de la reserva india, que fuera a visitar a su madre y le transmitiera el siguiente mensaje: «Que estaba bien y que su padre estaba ya muy cerca de ella». Después murió en los brazos del extranjero, que quedó tan impresionado por lo sucedido que se puso inmediatamente en camino para recorrer una gran distancia que nada tenía que ver con su itinerario. Al llegar a la reserva india supo por la madre que su marido, el padre de la joven, había muerto de un fallo cardíaco sólo una hora antes del accidente que había tenido lugar a más de mil kilómetros de allí.

Disponemos de numerosos casos como éste en que los moribundos, ignorantes del fallecimiento de uno de los suyos, dicen, sin embargo, cómo fueron recibidos por él. También sabíamos que estos enfermos no tenían ninguna intención de convencernos de la no existencia de la muerte, sino que únicamente querían compartir con nosotros una experiencia que consideraban como un hecho. Si vosotros mismos estáis dispuestos a abriros a estas cosas sin prejuicios, podréis tener vuestras propias experiencias en este terreno. Si se suscitan, se obtienen fácilmente.

En cada auditorio de ochocientas personas, al menos hay doce individuos que han tenido una experiencia semejante del umbral de la muerte y estarían dispuestos a compartirla con vosotros si no os cerraseis a tal información por la crítica, la negatividad, el juicio y la idea fija de ponerle inmediatamente a ese informe la etiqueta de psiquiátrico. La única razón que impide a estas personas hablar de su experiencia es la increíble actitud de nuestra sociedad, que se obstina en ridiculizar o en negar estas cosas, pues nos molestan y no cuadran con nuestros preceptos ni con nuestras ideas científicas o religiosas. Todos estos hechos que yo os he relatado os llegarán en una situación crítica o un poco antes de vuestra muerte.

No olvidaré nunca mi caso más dramático, en el «pedid y se os dará» con relación a una experiencia del umbral de la muerte. Se trataba de un hombre al que toda su familia iría a buscarlo a su lugar de trabajo el día de Memorial Day para visitar a unos parientes en el campo. Cuando el autobús en el que viajaban sus suegros, su mujer y sus ocho hijos estaba en camino, entró en colisión con un camión de carburante. Habiéndose inflamado la gasolina se esparció sobre el autobús y abrasó a todos los ocupantes. Cuando el hombre tuvo conocimiento del accidente permaneció algunas semanas en estado de
shock
y de embotamiento total. No se volvió a presentar al trabajo pues no era capaz de dirigir la palabra a nadie y finalmente, y para resumir la historia, se convirtió en una persona viciosa que bebía medio litro de whisky al día y se drogaba con cualquier clase de producto, incluso la heroína, para calmar su dolor. No fue capaz de volver a trabajar de forma regular y terminó en la cuneta, en el sentido literal de la palabra.

En el curso de mis agotadoras giras yo había dado ya dos conferencias en Santa Bárbara sobre el tema de la vida después de la muerte cuando un grupo del personal sanitario me pidió una conferencia más. Al aceptar esta tercera conferencia me di cuenta de que estaba cansada de contar las mismas historias y me dije a mí misma: «Dios mío, ¿por qué no me envías a algún oyente que haya tenido una experiencia en el umbral de la muerte y que esté dispuesto a compartirla con los demás? Así yo podré descansar y los oyentes tendrán un testimonio de primera mano sin tener que escuchar únicamente mis historias de siempre. En ese momento el organizador del grupo me pasó unas líneas escritas que contenían un mensaje de carácter urgente enviado por un hombre que vivía en un asilo destinado a los vagabundos. Solicitaba poder contar su experiencia personal del umbral de la muerte. Interrumpí la conferencia y le envié la respuesta aceptando su intervención. Algunos minutos después, tras un veloz recorrido en taxi, el hombre hizo su aparición. En lugar del negligente vagabundo que yo esperaba, teniendo en cuenta el tipo de domicilio en que vivía, subió al estrado, frente al público, un hombre correctamente vestido, de porte sofisticado, que deseaba compartir con nosotros la experiencia que había vivido.

Contó cuánto se había alegrado con la expectativa del encuentro familiar aquel fin de semana, y cómo sobrevino el trágico accidente en el cual todos sus familiares perecieron quemados. Habló de su tremenda impresión inicial, que lo paralizó. No podía creer al principio que fuese verdad que de golpe se convirtiese en un hombre solo, él, que había tenido hijos, ya no los tendría más, habiendo perdido a toda su familia en ese único accidente. Describió luego su actitud al no poder superar semejante prueba, convirtiéndose de miembro de una familia burguesa, esposo y padre, en un vicioso vagabundo, alcoholizado permanentemente, consumiendo cualquier tipo de drogas, y, en una palabra, tratando vanamente de suicidarse. Nos explicó también el último recuerdo que tenía de esa vida que llevó durante dos años: él estaba acostado, borracho y drogado, sobre un camino bastante sucio que bordeaba un bosque. Sólo tenía un pensamiento: no vivir más y reunirse de nuevo con su familia. Entonces vio aproximarse un camión, y al no tener la fuerza suficiente como para alejarse fue literalmente aplastado por él.

Nos contó cómo en ese preciso momento se encontró él mismo a algunos metros por encima del lugar del accidente, mirando su cuerpo gravemente mutilado que yacía en la carretera. Entonces apareció su familia ante él, radiante de luminosidad y de amor. Una feliz sonrisa sobre cada rostro. Se comunicaron con él sin hablar, sólo por transmisión del pensamiento, y le hicieron saber la alegría y la felicidad que el reencuentro les proporcionaba. El hombre no fue capaz de darnos a conocer el tiempo que duró esa comunicación y encuentro con los miembros de su familia. Pero nos dijo que quedó tan violentamente turbado frente a la salud, la belleza, el resplandor que ofrecían, lo mismo que la aceptación de su actual vida y su amor incondicional, que juró no tocarlos ni seguirlos, sino volver a su cuerpo terrestre para comunicar al mundo lo que acababa de vivir, y de ese modo reparar sus vanas tentativas de suicidio.

Enseguida se volvió a encontrar en el lugar del accidente y observó a distancia cómo el chófer estiraba su cuerpo en el interior del camión. Llegó la ambulancia y vio cómo lo transportaban a urgencias de un hospital, donde lo ataron a una cama. Fue en ese momento cuando volvió a su cuerpo y se despertó, arrancando las correas con las que lo habían atado. Se levantó y abandonó el hospital sin mostrar el menor síntoma de delírium trémens o de intoxicación por los abusos de drogas y alcohol.

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