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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La muerte, un amanecer (6 page)

BOOK: La muerte, un amanecer
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El hombre existe sobre el planeta Tierra desde hace millones de años. Con todo, en su forma actual —en aquella que comprende su semejanza con Dios— no es demostrable que se trate de algunos millones de años. Cada día los hombres mueren por todas partes. Y nuestra sociedad, sin embargo, no ha realizado ningún esfuerzo para estudiar la muerte y llegar a una definición actualizada y universal de la muerte humana, mientras que ha triunfado enviando hombres a la luna y logrando igualmente que regresaran sanos y salvos. ¿No resulta extraño?

En el período en que estaba entregada a mi trabajo con los moribundos y además daba clases, mis estudiantes y yo misma decidimos un buen día intentar buscar una definición actualizada y universal de la muerte. En alguna parte se ha dicho: «Pedid y se os dará. Buscad y encontraréis. Llamad y se os abrirá». En otras palabras: «Llegará el Maestro cuando el discípulo esté preparado». Esta frase resultó justa para nosotros puesto que ya durante la primera semana, después de enunciar la pregunta y habernos comprometido a encontrar la respuesta, vinieron a vernos algunas enfermeras para compartir con nosotros una experiencia provocada por una mujer que estaba en cuidados intensivos por decimoquinta vez. En esta ocasión se esperaba su muerte, y de nuevo consiguió salir del hospital para vivir durante semanas o meses. Podemos decir ahora que fue nuestro primer caso de una experiencia del umbral de la muerte.

Mientras estábamos estudiando este caso, yo vigilaba junto a mis pacientes moribundos, con una atención y una sensibilidad acentuadas, todos estos fenómenos inexplicables que se presentaban justo antes de la muerte. Eran numerosos los que comenzaban a «alucinar» y a repetir las palabras de los parientes que habían muerto antes que ellos y con los que parecían tener una especie de comunicación, aunque yo no podía ver ni entender a esos seres. Observaba también que aun los enfermos más rebeldes y difíciles se calmaban poco antes de su muerte y se desprendía de ellos una paz solemne apenas cesaban los dolores, aunque sus cuerpos estuvieran invadidos por tumores o metástasis.

Podía observar también que inmediatamente después del fallecimiento, el rostro de mis enfermos expresaba paz, equilibrio y una expresión solemne de júbilo, y esto era tanto más incomprensible en los casos en los que el moribundo poco antes de morir se encontraba en un estado de cólera, de agitación o de depresión.

Mi tercera observación, y sin duda la más subjetiva, era el hecho de que estando siempre muy próxima a mis enfermos, y comunicándome con ellos con un amor profundo, influyeron en mi vida al tiempo que yo influía en la de ellos, de una forma muy personal e incisiva. Sin embargo, minutos después de su muerte mis sentimientos por ellos ya no existían, lo que me extrañaba tanto que me preguntaba si yo era normal. Cuando los miraba en su lecho de muerte, tenía la impresión de que se habían quitado el abrigo de invierno, como cuando llega la primavera, ya que no les hacía falta nada más. Tenía la certeza increíble de que esos cuerpos no eran más que unas envolturas y de que mis queridos enfermos ya no estaban en la cama.

Se sobreentiende que yo, como científica, no tenía explicación sobre ese fenómeno y tenía por ello la tendencia a dejar de lado estas observaciones, y seguramente hubiera mantenido esta actitud si la señora Schwarz no hubiera producido un cambio en mí.

Su marido era esquizofrénico y cada vez que tenía una crisis intentaba matar a su hijo menor, que era el único de sus muchos hijos que vivía todavía en casa. La enferma estaba convencida de que si moría ella demasiado pronto su marido perdería el control y su hijo estaría en peligro de muerte. Gracias a una organización de ayuda social llegamos a colocar al hijo cerca de familiares, así la señora Schwarz dejó el hospital aliviada y liberada sabiendo que, aunque no viviera mucho tiempo, su hijo al menos estaba seguro.

Esta enferma volvió a nuestro hospital después de un año, más o menos, y fue nuestro primer caso de una experiencia en el umbral de la muerte. Tales experiencias han sido publicadas estos últimos años en numerosos libros y periódicos y son por consiguiente conocidas por el gran público.

Por su informe médico, la señora Schwarz fue admitida en un hospital local de Indiana, puesto que su estado crítico no le permitía un traslado hasta Chicago, que estaba demasiado lejos. Recuerdo que estaba muy delicada, y que la ubicaron inmediatamente en una habitación privada. Entonces comenzó a reflexionar sobre si debía desafiar una vez más a la muerte o si podía dejarse llevar tranquilamente para abandonar su envoltura. Fue entonces cuando vio entrar a la enfermera, echar una mirada sobre ella y precipitarse fuera de la habitación. La señora Schwarz se vio deslizarse lenta y tranquilamente fuera de su cuerpo físico y pronto flotó a una cierta distancia por encima de su cama. Nos contaba, con humor, cómo desde allí miraba su cuerpo extendido, que le parecía pálido y feo. Se encontraba extrañada y sorprendida, pero no asustada ni espantada.

Nos contó cómo vio llegar al equipo de reanimación y nos explicó con detalle quién llegó primero y quién último. No sólo escuchó claramente cada palabra de la conversación, sino que pudo leer igualmente los pensamientos de cada uno. Tenía ganas de interpelarlos para decirles que no se dieran prisa puesto que se encontraba bien, pero cuanto más se esforzaba en explicarles más la atendían solícitamente, hasta que poco a poco comprendió que era ella únicamente la que podía entender, mientras que los demás no la oían. La señora Schwarz decidió entonces detener sus esfuerzos y perdió su conciencia, como nos dijo textualmente. Fue declarada muerta cuarenta y cinco minutos después de empezar la reanimación y dio signos de vida después, viviendo todavía un año y medio más. Compartió su experiencia con mis estudiantes y conmigo en uno de mis seminarios. No necesito decir aquí que este caso representó para mí algo nuevo, puesto que yo no había oído hablar nunca de tal experiencia de muerte aparente, aunque era doctora en medicina desde hacía tiempo. Mis estudiantes se extrañaron de que no clasificase esta experiencia simplemente como una alucinación, una ilusión o como la desintegración de la conciencia de la personalidad. Querían a toda costa dar un nombre a esta vivencia para identificarla, clasificarla y no tener que pensar más en ella.

Estábamos convencidos de que la experiencia de la señora Schwarz no era un caso aislado. Esperábamos ahora descubrir otros casos similares e incluso eventualmente recoger suficiente información como para saber si la muerte aparente era un acontecimiento frecuente, raro o únicamente vivido por la señora Schwarz.

No necesito decir, puesto que en la actualidad es notorio, que numerosos investigadores médicos y psicólogos, así como los que estudian los fenómenos parapsicológicos, se han propuesto el registro estadístico de casos como el nuestro, y en el transcurso de los últimos años han proporcionado más de veinticinco mil en el mundo entero.

Lo más sencillo será resumir lo que estas personas, que están clínicamente muertas, viven en el momento en que su cuerpo físico deja de funcionar. Lo llamamos simplemente experiencia de muerte aparente o del umbral de la muerte
(near death experience)
puesto que todos estos enfermos, una vez restablecidos, la han podido compartir con nosotros. Más adelante hablaré de lo que les ocurre a los que no vuelven más. Es importante saber que de todos los enfermos con alteraciones cardíacas graves y que han vuelto después de una reanimación, solamente un diez por ciento guarda el recuerdo de las experiencias vividas durante su paro cardíaco. En otro orden, esto se comprende fácilmente teniendo en cuenta que también todos soñamos y sólo un pequeño porcentaje de personas recuerdan sus sueños al despertarse.

Hemos ido reuniendo tales experiencias en varios países además de las recogidas en los Estados Unidos, Canadá y Australia. La persona más joven tenía dos años y la mayor noventa y siete. Disponemos así de experiencias del umbral de la muerte de hombres de orígenes culturales diferentes, como por ejemplo los esquimales, aborígenes de Australia, hindúes, o pertenecientes a distintas religiones como los budistas, protestantes, católicos, judíos y los que no pertenecen a ninguna religión, comprendidos los que se consideran agnósticos o ateos. Era importante poder hacer el recuento de los casos en ámbitos religiosos y culturales tan diferentes como fuese posible, con el fin de estar bien seguros de que los resultados de nuestras investigaciones no fuesen rechazadas por falta de argumentos. A lo largo de las mismas hemos podido probar que esta experiencia del umbral de la muerte no está limitada a un cierto medio social y que no tiene nada que ver con una u otra religión. Tampoco tiene ninguna importancia que esté precedida por un asesinato o un accidente, por un suicidio o por una muerte lenta. Más de la mitad de los casos de que disponemos, relatan las experiencias después de una muerte aparente brutal, de manera que las personas no han tenido tiempo de prepararse o de esperar ningún acontecimiento.

Después de haber reunido muchos casos durante muchos años, podemos decir que en todas estas experiencias hay ciertos hechos que se pueden retener como denominador común.

En el momento de la muerte vivimos la total separación de nuestro verdadero yo inmortal de su casa temporal, es decir, del cuerpo físico. Este yo inmortal es llamado también alma o entidad. Si nos expresamos simbólicamente, como lo hacemos con los niños, podríamos comparar este yo, que se libera del cuerpo terrestre, con la mariposa que abandona el capullo de seda. Desde el momento en que dejamos nuestro cuerpo físico nos damos cuenta de que no sentimos ya ni pánico, ni miedo, ni pena. Nos percibimos a nosotros mismos como una entidad física integral. Siempre tenemos conciencia del lugar de la muerte, ya se trate de la habitación donde transcurrió la enfermedad, de nuestro propio dormitorio en el que tuvimos el infarto o del lugar del accidente de automóvil o avión. Reconocemos muy claramente a las personas que forman parte de un equipo de reanimación o de un grupo que intenta sacar los restos de un cuerpo del coche accidentado. Estamos capacitados para mirar todo esto a una distancia de metros sin que nuestro estado espiritual esté verdaderamente implicado. Permitidme que hable de estado espiritual, puesto que en la mayoría de los casos ya no estamos unidos a nuestro aparato de reflexión física o cerebro en funcionamiento.

Estas experiencias tienen lugar, a menudo, en el momento mismo en que las ondas cerebrales no pueden ser medidas para poder probar el funcionamiento del cerebro, o cuando los médicos no pueden ya comprobar el menor signo de vida. En el momento en que asistimos a nuestra propia muerte, oímos las discusiones de las personas presentes, notamos sus particularidades, vemos sus ropas y conocemos sus pensamientos, sin que por ello sintamos una impresión negativa.

El cuerpo que ocupamos pasajeramente en ese momento y que percibimos como tal, no es el cuerpo físico sino el cuerpo etérico. Más tarde hablaré de las diferencias entre las energías física, psíquica y espiritual que originan este cuerpo.

En este segundo cuerpo temporal nos percibimos como una entidad integral, como ya he mencionado. Si nos hubiese sido amputada una pierna, dispondremos de nuevo de nuestras dos piernas. Si fuimos sordomudos, podremos de nuevo oír, hablar y cantar. Si una esclerosis en placas nos clavaba en la silla de ruedas con trastornos en la vista, con problemas de lenguaje y parálisis en las piernas, podremos cantar y bailar.

Es comprensible que muchos de nuestros enfermos reanimados con éxito, no siempre agradezcan que su mariposa haya sido obligada a volver a su capullo de seda, puesto que con la vuelta a nuestras funciones físicas debemos aceptar de nuevo los dolores y las enfermedades que les son propias, mientras que en nuestro cuerpo etérico estábamos más allá de todo dolor y enfermedad.

Muchos de mis colegas piensan que este estado se explica por una proyección de deseos, lo que parece lógico. Si alguien está paralítico, sordo, ciego o minusválido desde hace años, espera sin duda el tiempo en que el sufrimiento termine, pero en los casos de que disponemos no se trata de proyecciones de deseo y esto se deduce de los hechos que relataremos seguidamente.

En primer lugar, la mitad de los casos de experiencias en el umbral de la muerte que hemos recogido, son el resultado de accidentes brutales, e inesperados, en los que las personas no podían prever lo que les iba a suceder. Por no hablar más que de un caso, citaré el de uno de nuestros enfermos que perdió sus dos piernas a consecuencia de un accidente en el que fue atropellado y el conductor se dio a la fuga. Mientras se encontraba fuera de su cuerpo físico incluso vio una de sus piernas en el suelo, y fue perfectamente consciente de encontrarse en un cuerpo etérico absolutamente perfecto y tener sus dos piernas. No podemos suponer que este hombre sabía de antemano que perdería las dos piernas y que su visión era sólo la proyección del deseo de andar de nuevo.

También hay una segunda prueba para eliminar la tesis de una proyección del deseo y nos llega por parte de los ciegos que a lo largo de este estado de muerte aparente dejan de serlo. Les pedimos que compartieran con nosotros sus experiencias. Si sólo se hubiera tratado en ellos de una proyección del deseo, no estarían capacitados para precisar el color de un jersey, el dibujo de una corbata o el detalle de los dibujos, colores y cortes de prendas que llevaban los presentes. Interrogamos a una serie de personas con ceguera total y fueron capaces de decirnos no solamente quién entró primero en la habitación para reanimarlo sino describir con precisión el aspecto y la ropa que llevaban los que estaban presentes, y en ningún caso los ciegos disponen de esta capacidad.

Además de la ausencia de dolor y la percepción de integridad corporal, en un cuerpo simulado perfecto que podemos llamar cuerpo etérico, los hombres toman conciencia de que nadie llega a morir solo. Hay tres razones que lo afirman, y cuando digo «nadie» entiendo igualmente el que muere de sed en el desierto a algunos centenares de kilómetros de la persona más cercana, como el astronauta que atraviesa sin meta el espacio en su cápsula, después de haber fracasado la misión, hasta finalmente llegar a morir.

Cuando nosotros preparamos para la muerte —y esto es frecuente con niños que tienen cáncer—, nos damos cuenta de que todos tenemos la posibilidad de abandonar nuestro cuerpo físico y llegar a lo que llamamos una experiencia extracorporal.

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