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Authors: Elisabeth Kübler-Ross

La muerte, un amanecer (5 page)

BOOK: La muerte, un amanecer
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Después de cada seminario el pastor y yo tomábamos a la vez el ascensor y terminábamos nuestra discusión sobre el trabajo cuando uno de los dos se detenía. El problema de este pastor es que oía mal, lo que lo complicaba todo. Entre la sala de conferencias y los ascensores le dije tres veces que debía volver a los cursos, pero no me escuchaba y continuaba hablando de otra cosa. Yo estaba al borde de la desesperación, y cuando me desespero me vuelvo muy activa. Antes de que el ascensor se detuviese lo cogí por el cuello, aunque él era gigantesco, y le dije: «Quédese ahí. He tomado una decisión muy importante de la que quisiera informarle».

En ese momento apareció una mujer delante del ascensor. Sin querer, yo la miraba fijamente. No puedo describirla, pero os podéis imaginar cómo se siente uno cuando se encuentra con alguien a quien se conoce mucho y de pronto no se sabe quién es. Le dije entonces al pastor: «Dios mío, ¿quién es? Yo conozco a esa mujer, me mira y espera que usted tome el ascensor para acercarse a mí». Estaba tan preocupada por la visión de esa mujer que se me había olvidado por completo que seguía asiendo al pastor por el cuello. Con esa aparición mi proyecto fue desbaratado.

La mujer era muy transparente, pero no tanto como para poder ver a través de ella. Le pregunté una vez más al pastor si la conocía, pero no me respondió. No insistí y lo último que le dije fue más o menos esto: «¡Vaya! Iré a verla y le diré que por el momento no recuerdo su nombre». Éstas fueron mis últimas palabras antes de que él partiera.

Desde el momento en que subió al ascensor la mujer se acercó a mí y me dijo: «Doctora Ross, yo debía volver. ¿Me permite que la acompañe a su despacho? No abusaré de su tiempo». Dijo algo más o menos parecido, y cómo aparentemente sabía dónde estaba mi despacho y conocía mi nombre me sentí aliviada al no tener que admitir que yo no recordaba el suyo. Sin embargo, fue el camino más largo de mi vida. Yo soy psiquiatra y trabajo desde hace mucho tiempo con enfermos esquizofrénicos a los que quiero mucho. Cuando me cuentan alucinaciones visuales les contesto siempre: «Sí, ya lo sé, ves una virgen en la pared pero yo no puedo verla». Y ahora yo me digo a mí misma: «Elisabeth, tú sabes que ves a esta mujer y, sin embargo, esto no puede ser verdad». ¿Podéis poneros en mi lugar? Mientras caminaba desde los ascensores hasta mi despacho, me seguía preguntando si era posible lo que estaba viendo, me decía a mí misma: «Estoy demasiado cansada y necesito vacaciones. Tengo que tocar a esta mujer para saber si está caliente o fría». Fue el camino más increíble que yo haya hecho nunca.

Durante todo el tiempo ni siquiera sabía por qué hacía todo esto ni quién era ella. De hecho, incluso rechacé el pensamiento de que esta aparición pudiera ser la de la señora Schwarz, que había sido enterrada hacía algunos meses. Cuando juntas alcanzamos la puerta de mi despacho, ella la abrió como si yo fuera la invitada en mi casa. La abrió con una finura, una dulzura y un amor irresistible y dijo; «Doctora Ross, yo debía venir por dos razones. La primera, para darle las gracias a usted y al pastor G. (se trataba del maravilloso pastor negro con el que me entendía tan bien) por todo lo que hicieron por mí, pero la verdadera razón por la que debía volver es para decirle que no debe abandonar este trabajo sobre el morir y la muerte, por lo menos, no por ahora».

Yo la miraba, pero no puedo ahora decir si en aquel momento pensaba realmente que la señora Schwarz estaba delante de mí, sabiendo que había sido enterrada hacía diez meses. Además yo no creía que tales cosas fueran posibles.

Finalmente me fui a mi despacho. Toqué los objetos que conocía como reales. Toqué mi escritorio, pasé la mano por la mesa, palpé la silla. Todo estaba concretamente presente. Podréis imaginaros que todo ese tiempo yo esperaba que por fin aquélla mujer desapareciese. Pero no desaparecía sino que me repetía insistente pero amablemente: «Doctora Ross, ¿me escucha? Su trabajo no ha terminado todavía. Nosotros la ayudaremos, sabrá cuándo podrá dejarlo, pero se lo ruego, no lo interrumpa ahora. ¿Me lo promete? Su trabajo no ha hecho más que comenzar».

Durante ese tiempo yo pensaba: «Dios mío, nadie me creerá si cuento lo que estoy viviendo ahora ni siquiera mis más íntimos amigos».

En aquella época, evidentemente, yo no me imaginaba que un día podría hablar delante de centenares de personas. Por fin la científica que hay en mí termino sobreponiéndose y astutamente le dije: «Ya sabrá usted que el pastor G. vive actualmente en Urbana, puesto que ha vuelto a una parroquia». Y continué casi inmediatamente: «Seguramente estará encantado de recibir una nota suya. ¿Ve usted algún inconveniente?». Y le pasé un lápiz y una hoja de papel.

Naturalmente, no tenía ninguna intención de enviar esas líneas a mi amigo, pero necesitaba una prueba palpable, puesto que está claro que una persona enterrada no puede escribir una carta. Esa mujer, con una sonrisa muy humana, mejor dicho, no humana, con una sonrisa llena de amor, podía leer todos mis pensamientos. Yo sabía mejor que nunca que se trataba de lectura de pensamiento. Cogió el papel y escribió varias líneas. (Naturalmente, las enmarcamos y las guardamos como un tesoro.) Después dijo, sin abrir la boca: «¿Está usted contenta?». Yo la miraba fijamente y pensaba: «No podré compartir con nadie esta experiencia, Pero conservaré esta hoja de papel». Después, preparándose para partir me repitió: «Doctora Ross, me lo promete, ¿verdad? Yo sabía que me hablaba de la continuación de mi trabajo, y le respondí: «Sí, lo prometo». Desapareció. Guardamos todavía sus líneas manuscritas.

Hace alrededor de un año y medio se me informó que mi trabajo relacionado con los moribundos había terminado puesto que otros podrían continuarlo y que ese trabajo no era la verdadera vocación para la que yo había venido a la tierra. Mi trabajo sobre el morir y la muerte no sería para mí más que una prueba para verificar si era capaz de imponerme a pesar de las dificultades, la difamación, la resistencia y muchas cosas más. Salí bien de este examen y lo aprobé. La segunda prueba consistía en verificar si la gloria se me subiría a la cabeza, pero no se me subió, y también la pasé.

Mi tarea verdadera, y en este punto necesito vuestra ayuda, consiste en decir a los hombres que la muerte no existe. Es importante que la humanidad lo sepa, pues nos encontramos en el umbral de un período muy difícil, no únicamente en América sino en todo el planeta Tierra. La falta tiene que ver con nuestra sed de destrucción, incumbe a las armas atómicas, incumbe también a nuestra codicia, a nuestro materialismo y a nuestro comportamiento en materia de polución. Somos culpables de haber destruido muchos dones de la naturaleza de haber perdido toda espiritualidad. Yo exagero un poco, pero seguramente no demasiado. El único modo de aportar un cambio para el advenimiento del tiempo nuevo, consiste en que la tierra comience a temblar a fin de conmovernos y tomar conciencia.

Es necesario que lo sepáis, pero no que tengáis miedo. Sólo abriéndoos a la espiritualidad y perdiendo el miedo llegaréis a la comprensión y a revelaciones superiores. A esto podéis llegar todos.

Para ello, no es necesario dirigiros a un guía, ni tenéis la obligación de iros a la India, ni siquiera os hace falta un curso de meditación. Es suficiente con que aprendáis a entrar en contacto con vuestro yo, y esto no os cuesta nada. Aprended a tomar contacto con vuestro ser profundo y aprended a desembarazaros de cualquier miedo.

Una manera de no volver a tener miedo es saber que la muerte no existe y que todo lo que nos sucede en esta vida sirve para un fin positivo. Desembarazaos de vuestra negatividad, empezad a tomar la vida como un reto, como un lugar de examen para poner a prueba vuestras capacidades internas y vuestra fuerza.

La casualidad tampoco existe. Dios no es alguien que castiga y condena. Después de haber dejado definitivamente vuestro cuerpo físico, llegaréis al lugar que se designa como cielo o infierno, lo que no tiene nada que ver con el Juicio Final. Lo que hemos aprendido por nuestros amigos que se fueron, lo que aprendimos de los que volvieron, es la certeza de que cada ser, después de su pasaje, debe mirar algo que recuerda a una pantalla de televisión, en la que se reflejan todos nuestros actos, palabras y pensamientos terrestres. Esto sucede después de haber experimentado un sentimiento de paz, equilibrio y plenitud, habiendo encontrado a una persona querida para ayudarnos a dar este paso. De esta manera, tenemos la ocasión de juzgarnos a nosotros mismos en lugar de ser juzgados por un Dios severo. A través de vuestra vida aquí-abajo vosotros creáis desde entonces vuestro infierno o vuestro cielo en el más allá.

La vida, la muerte, y la vida después de la muerte

Quisiera hablaros de algunas experiencias que hemos podido tener a lo largo de los últimos diez años y que se refieren a la vida, a la muerte, y a la vida después de la muerte, y esto después de estudiar seriamente el campo de la muerte y de una vida después de la muerte. Después de habernos ocupado durante muchos años de los enfermos moribundos, hemos entendido que nosotros, los humanos, no hemos encontrado aún respuesta a la pregunta quizá más importante de todas, a pesar de que nuestra presencia en la tierra se remonta a millones de años: la definición, el significado y el fin de la vida y de la muerte.

Me gustaría compartir con vosotros algunos aspectos de las investigaciones en el campo de la muerte y de la vida después de la muerte. Pienso que ha llegado el tiempo de reunir todo lo descubierto por nosotros, en un lenguaje accesible a todos, con el fin de estar capacitados para ayudar, eventualmente, a los hombres que deben afrontar la pérdida de un ser querido. Sobre todo cuando se trata de una muerte repentina en la que no podemos entender por qué nos sucede ese drama. También hay que conocer estas cosas cuando se trata de asistir a los moribundos y a sus familias. Además, siempre escuchamos estas preguntas: «¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Por qué los niños tienen que morir, sobre todo los más pequeños?».

Por diferentes razones, hasta el presente no hemos dado a conocer con la debida amplitud los resultados de nuestras investigaciones. Desde hace largo tiempo estudiábamos las experiencias del umbral de la muerte, pero en nuestro espíritu guardábamos el hecho de que se trataba
solamente
de una experiencia del umbral de la muerte y no de la muerte verdadera.

Antes de saber qué les sucedía a las personas al final de esa transición, hemos preferido no hablar de nuestras investigaciones, con la preocupación de no propagar verdades a medias. Lo único que publicó el centro Shanti Nilaya sobre este tema fue una carta que yo escribí e ilustré con lápices de colores, a un chico de nueve años del sur de los Estados Unidos que tenía cáncer y que me planteaba en una carta esta pregunta emocionante: «¿Qué es la vida? ¿Qué es la muerte? ¿Por qué los niños mueren y deben morir?».

Anteriormente la gente tenía un contacto mucho más estrecho con todo lo referente a la muerte y creía en un cielo o en una vida después de la muerte. Solamente hace cien años que empezó este proceso en virtud del cual cada vez es menor el número de personas que sabe con certeza que después de abandonar el cuerpo físico nos espera otra vida. Pero no es ahora el momento ni éste el lugar para demostrar este proceso.

Actualmente estamos ya en un nuevo tiempo de valores espirituales (en oposición a los valores materiales), aunque no hay que identificar la expresión valores espirituales con religiosidad. Se trata más bien de una toma de conciencia, de la comprensión de que existe algo mucho más grande que nosotros que ha creado el universo y la vida, y que en esta creación representamos una parte importante y bien determinada que puede contribuir al desarrollo del todo.

En el momento del nacimiento cada uno de nosotros ha recibido la chispa divina que procede de la fuente divina. Esto quiere decir que llevamos una parte de este origen, y gracias a ello nos sabemos inmortales.

Mucha gente empieza a comprender que el cuerpo físico no es más que una casa, un templo, como nosotros solemos llamarle, el «capullo de seda» en el que vivimos durante un cierto tiempo hasta la transición que llamamos muerte. Cuando llega la muerte abandonamos el capullo de seda y somos libres como una mariposa. Nos servimos de esta imagen del lenguaje simbólico y la utilizamos al hablar con los niños moribundos o con sus hermanos y hermanas.

A lo largo de estos últimos veinte años me he ocupado esencialmente de enfermos moribundos. Al empezar este trabajo no estaba interesada en la vida después de la muerte, incluso no tenía una idea precisa sobre la definición de la muerte, dejando de lado, por supuesto, la definición desde el punto de vista médico, que evidentemente me era familiar.

Cuando se reflexiona sobre la definición de la muerte, muy pronto se comprende que nos referimos únicamente al cuerpo físico, como si el hombre sólo fuera esa envoltura. Yo misma formaba parte del conjunto de científicos que no habían cuestionado nunca esa concepción. Creo que la definición de la muerte volvió a adquirir notoriedad en el curso de la década de los años sesenta, cuando se planteó el problema de los trasplantes de órganos, sobre todo los de hígado y corazón. Desde el punto de vista ético, miles de científicos cuestionaron seriamente el momento en que se tendría derecho a tomar de alguien un órgano para trasplantarlo a un enfermo con el objeto de procurar salvar su vida.

En los últimos años, el deber de afrontar estos problemas ha provocado varios planteamientos de tipo jurídico. Nuestro materialismo ha alcanzado un punto en el que los médicos fuimos acusados por personas que pretendían que tal miembro de la familia aún vivía cuando se le había quitado el órgano en cuestión, o bien se nos acusaba de haber esperado demasiado tiempo para realizar el trasplante, prolongando quizás inútilmente la vida del enfermo del que se trataba. Las compañías de seguros contribuyeron también a poner en evidencia este problema porque en el momento de un accidente familiar con frecuencia les resulta importante saber cuál de las personas falleció primero, aunque sólo se trate de minutos, por cuestiones relativas a la herencia.

Es inútil decirles que estas querellas me hubieran dejado indiferente si no hubiera tenido que afrontar tales problemas por razón de mi trabajo y de mis propias experiencias junto a los moribundos.

Yo soy por naturaleza una persona semicreyente, algo escéptica, para decirlo prudentemente, y como tal no me interesaba la eventualidad de una vida después de la muerte, pero ciertas observaciones se repetían con tal frecuencia que me vi forzada a asomarme a la cuestión. En aquella época empezaba yo a preguntarme por qué nadie había estudiado aún este problema, no por razones científicas precisas o para poder hacer uso de las conclusiones en caso de un proceso judicial, sino únicamente por curiosidad natural.

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