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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (39 page)

BOOK: La mano del diablo
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Sus deliciosas elucubraciones fueron interrumpidas por un golpe en la puerta. Era el mozo con el equipaje.

–¿Dónde lo dejo, señor? –dijo en inglés.

D'Agosta hizo un gesto con la mano y se lanzó con toda naturalidad a hablar en italiano.


Buon giorno, guagliòe. Pe'placere lassate i valige abbecino o liett', grazie.

El mozo le miró con una expresión rara, en la que D'Agosta creyó entrever cierto desdén.

–¿Perdón? –dijo en inglés.

D'Agosta empezó a irritarse.


I
valige, aggia ritt', mettitele alla.

Señaló la cama.

El mozo dejó las dos maletas junto a ella. D'Agosta buscó en sus bolsillos, pero no encontró nada más pequeño que un billete de cinco euros. Se lo dio.


Grazie, signore. Lei
è
molto gentile. Se Lei ha bisogno di quialsiasi cosa, mi dica.

Y se marchó.

D'Agosta no había entendido ni jota a partir de «grazie, signore». No se parecía en nada al idioma de su abuela. Negó con la cabeza. Debía de ser el acento florentino que le despistaba. Estaba seguro de que no podía haber olvidado hasta ese punto. A fin de cuentas, el italiano era su idioma materno.

Miró a su alrededor. Nunca había estado en una habitación de hotel así. Era el summum del buen gusto y la elegancia, que conjugaba la limpieza y la discreción por no hablar de su tamaño, más parecido al de un apartamento, con dormitorio, sala de estar, baño de mármol, cocina y un bar bien surtido, además de grandes ventanales que daban al Arno, el Ponte Vecchio, la galería de los Uffizi y la gran cúpula del Duomo. Debía de costar una fortuna, pero ya hacía tiempo que D'Agosta no se preocupaba por cómo gastaba su dinero Pendergast (suponiendo que fuera suyo). El agente seguía tan misterioso como siempre.

Volvieron a llamar suavemente a la puerta. D'Agosta la abrió. Era Pendergast, con su indefectible traje negro (que en Florencia resultaba más acorde con el entorno que en Nueva York) y un fajo de papeles en la mano.

–¿Satisfecho con su alojamiento, Vincent?

–Bueno, estoy un poco estrecho, y la vista del puente es una birria, pero ya me acostumbraré.

Pendergast se sentó en el sofá y le dio los papeles.

–Aquí tiene: un
permesso di soggiorno,
un permiso de armas, una autorización de la Questura para investigar, su
codice fiscale
y algunos papelitos que firmar. Todo gracias a los buenos oficios del conde.

D'Agosta los cogió.

–¿Fosco?

Pendergast asintió con la cabeza.

–La burocracia italiana es lenta, y el bueno del conde le ha dado un empujón en nuestro beneficio.

–¿Está aquí? –preguntó D'Agosta con poco entusiasmo.

–No. Es posible que venga más tarde. –Pendergast se levantó para acercarse a la ventana–. Mire, el palacio de su familia. En la otra orilla del río, al lado del palacio Corsini.

D'Agosta vio un edificio medieval con almenas.

–Bonita mansión.

–Ni que lo diga. Pertenece a su familia desde el siglo XIII.

Volvieron a llamar a la puerta.


Avanti
–dijo D'Agosta, orgulloso de poder usar su italiano en presencia de Pendergast.

Volvía a ser el mozo, con una cesta de frutas.


Signori?


Faciteme stu piacere, lassatele 'ngoppa 'o tavule.

En vez de acercarse a la mesa, el mozo dijo en inglés:

–¿Dónde la dejo?

D'Agosta miró a Pendergast y detectó una chispa de diversión en sus ojos.

–'O
tavule
–contestó, más brusco.

Nada, que seguía con la cesta en la mano mirando la mesa y el escritorio, hasta que se decidió por este último. Ante su obstinada incomprensión, D'Agosta empezó a enfadarse. ¿No le había dado bastante propina? Sin querer, soltó las palabras que había oído decir mil veces a su padre:


Allora qual'è o problema, si surdo? Nun mi capisc? Ma che parlo francese? Mannaggi' 'a miseria.

El mozo, confuso, se batió en retirada. Al volverse hacia Pendergast, D'Agosta le sorprendió en pleno e infructuoso esfuerzo por disimular su alborozo.

–¿Dónde está la gracia? –preguntó.

Pendergast logró serenarse.

–No sabía que tuviera don de lenguas, Vincent.

–El italiano es mi lengua materna.

–¿Italiano? ¿También habla italiano?

–¿Cómo que también? ¿Qué cree que estaba hablando?

–Yo habría jurado que era napolitano, que a veces se presenta como un dialecto del italiano, aunque que en realidad es otro idioma; un idioma fascinante, pero incomprensible para un florentino, claro está.

D'Agosta se quedó de piedra. ¿Dialecto napolitano? Nunca se le había ocurrido pensarlo. En Nueva York, donde creció, había familias que hablaban en dialecto siciliano, naturalmente que sí, pero siempre había dado por supuesto que su idioma era italiano puro. ¿Napolitano? Imposible. Lo que hablaba era italiano.

Al ver su expresión, Pendergast añadió:

–En 1871, cuando la unificación de Italia, existían seiscientos dialectos. En esa época empezó a hacer furor un debate sobre qué idioma debía hablar el nuevo país. Para los romanos, el mejor dialecto era el suyo; a fin de cuentas, Roma era Roma. Los de Perugia pensaban que el suyo era el más puro porque ahí estaba la universidad más antigua de Europa. Los florentinos tenían la impresión de que el correcto era el que hablaban ellos, porque era el idioma de Dante. –Volvió a sonreír–. Ganó Dante.

–Ahora me entero.

–Aun así, la gente siguió hablando en sus dialectos. De hecho, cuando emigraron sus padres, Vincent, el número de los que hablaban italiano oficial aún era muy pequeño. La gente del país empezó a abandonar sus dialectos y a hablar el mismo idioma con la llegada de la televisión. Lo que usted considera «italiano» es en realidad el dialecto de Nápoles, un idioma muy rico, con vestigios de español y francés, pero que lamentablemente está en decadencia.

D'Agosta no salía de su asombro.

–¿Quién sabe? Quizá nuestras pesquisas nos lleven al sur, donde pueda lucirse. De momento, ya que se aproxima la hora de cenar, ¿qué le parece si salimos a comer algo? Conozco una
osteria
de la Piazza Santo Spirito que es una maravilla, y también hay una fuente muy curiosa que, si no me equivoco, podría ser interesante para nuestra investigación.

Cinco minutos después caminaban por las sinuosas calles de Florencia, que les condujeron a una plaza grande y espaciosa con castaños que le daban sombra y hermosos edificios del Renacimientos en tres de sus costados, con tonalidades marfil, amarillo y ocre en sus estucos. La parte más próxima al río estaba dominada por la sencilla fachada de la Chiesa di Santo Spirito, de severa simplicidad. En el centro de la plaza se alzaba alegre el chorro de una vieja fuente de mármol, rodeada de estudiantes con mochila que se dedicaban a fumar y conversar.

Pendergast sacó la foto de Beckmann del bolsillo, la levantó con naturalidad hacia la fuente y caminó despacio alrededor de la plaza hasta que los fondos coincidieron. Al cabo de un rato de intensa observación, se la guardó.

–Ahí es donde estaban los cuatro, Vincent –dijo señalando con el dedo–. Lo de detrás es el Palazzo Guadagni, que ahora es una pensión de estudiantes. Mañana preguntaremos si se acuerdan de alguno de nuestros amigos, aunque no tengo grandes esperanzas. Bueno, a cenar. Me apetece pedir unos
linguini
con trufas blancas.

–Pues a mí me gustaría una hamburguesa con queso y patatas, la verdad.

Pendergast se volvió con expresión acongojada. D'Agosta le sonrió burlón.

–Era una broma.

Atravesaron la plaza y se dirigieron hacia un pequeño restaurante, la Osteria Santo Spirito. Había mesas fuera. La gente comía, bebía vino y hablaba con animación, llenando la plaza con sus conversaciones.

Pendergast esperó a que les dieran una mesa e hizo gestos a D'Agosta de que se sentara.

–Vincent, debo decir que últimamente le veo más en forma.

–He estado yendo al gimnasio, y después de lo de Riverside Park también he hecho prácticas de tiro.

–Su puntería es legendaria. Quizá nos sea útil para la aventurita que nos espera mañana por la noche.

–¿Qué aventura?

D'Agosta estaba cansado; a Pendergast, en cambio, el jet lag parecía darle fuerzas.

–Iremos a Signa a visitar el laboratorio secreto de Bullard. Esta tarde, mientras usted se relajaba en el hotel, he hablado con varios funcionarios florentinos con la espereranza de que me dejaran consultar los archivos sobre Bullard y las actividades de BAI en el país, pero ha sido imposible, incluso con la influencia de Fosco. Al parecer Bullard tiene buenas relaciones, o al menos sabe cómo gastar su dinero. Lo único que he conseguido es un mapa sin actualizar de la zona de su fábrica. Lo que está claro, en todo caso, es que por las vías normales no llegaremos muy lejos.

–Supongo que él no sabe que estamos aquí.

–Nuestra visita adoptará la forma de una inserción. Mañana por la mañana podremos adquirir el equipo necesario.

D'Agosta asintió con lentitud.

–Podría ser divertido.

–Esperemos que no lo sea demasiado. Cuanto más viejo me hago, Vincent, más aprecio una tranquila velada en casa por encima de un estimulante tiroteo a oscuras.

Cincuenta y uno

Bryce Harriman caminaba hacia el norte por la Quinta Avenida, sorteando a la gente con la facilidad que le daba la práctica, mientras pensaba en los asesinatos diabólicos. Ritts tenía razón: el artículo sobre Von Menck había tocado la fibra de la ciudad. No dejaba de recibir llamadas; casi todas de chalados, como cabía esperar tratándose del
Post,
pero nunca había visto una reacción así a un artículo. Lo del número áureo, la absoluta coincidencia de las fechas históricas, con su aura matemática... Para los ignorantes sonaba a verdad científica. El propio Harriman tenía que admitir que la perfecta alineación de las fechas no dejaba de ser un poco rara.

Al pasar por el Metropolitan Club, vislumbró las maravillas de las viejas fortunas neoyorquinas. Era su mundo, o mejor dicho el de sus abuelos, y aunque Harriman se aproximaba a la edad en que, por obra y gracia de su padre, deberían empezar a llegarle invitaciones de prestigiosos clubes, temía que su trabajo en el
Post
fuera un impedimento. Necesitaba volver al
Times
lo antes posible.

Con ese artículo podía conseguirlo.

Ritts estaba encantado con él, al menos todo lo encantado que podía estar semejante reptil, pero un buen artículo era como una hoguera: había que alimentarlo, y esa hoguera empezaba a flaquear. La intuición le decía que el favor de Ritts podía tener un fin tan brusco como su principio, dejando en el aire su aumento de sueldo, y a él en una posición incómoda. Necesitaba alguna novedad, aunque hubiera que fabricarla. Era lo que esperaba conseguir con su nueva visita al edificio de Cutforth. Sus anteriores artículos ya habían engrosado las filas de los fanáticos de la Biblia, adoradores del diablo, góticos, friquis, satánicos y adeptos de la New Age, que se congregaban frente al edificio, cerca de Central Park. Ya se habían producido algunas peleas a puñetazo limpio, algunos insultos y algunas visitas de las fuerzas del orden para templar los ánimos, pero todo estaba desorganizado. Cualquier reacción necesitaba un catalizador. Era una regla universal.

Se estaba acercando a la calle Sesenta y ocho. Ya veía la reunión de friquis en el lado de la Quinta Avenida que lindaba con el parque, subdividida en grupitos. Se acercó furtivamente y se abrió camino por entre el corro de mirones. No había cambiado gran cosa desde su última visita, aunque había más gente. Un satánico vestido de cuero negro, con una Bud en la mano, soltaba improperios contra un adepto de la New Age, enfundado en una túnica de cáñamo. Olía a cerveza y a porros, al igual que en un concierto de rock. Al fondo, un hombre con vaqueros y camisa de cuadros azul y verde de manga corta se dirigía a un auditorio bastante nutrido. Harriman no oía sus palabras, pero parecía el número más gordo de todo el circo.

Se apartó del grupo de curiosos y se acercó al orador. Era evidente que estaba predicando, pero parecía una persona normal, y su tono era tranquilo, educado y razonable, sin quiebros histéricos. Sus palabras atraían cada vez a más gente, incluso a muchos curiosos, y hasta algunos satánicos y góticos prestaban atención.

–Esta ciudad es increíble –decía–. Solo llevo veinticuatro horas aquí, pero ya puedo decir sin miedo a equivocarme que en toda la tierra no existe nada igual. Edificios altos, limusinas, gente guapa... No te cansas de mirar. Es la primera vez que vengo a Nueva York, pero ¿sabéis qué me ha llamado la atención, más que todo el relumbrón y la elegancia? Las prisas. Mirad a vuestro alrededor, amigos; fijaos en los peatones, en lo deprisa que caminan hablando por teléfono o con la mirada fija hacia delante. Nunca había visto nada así. Mirad a la gente que pasa en taxi y en autobús. Da la impresión de que tengan prisa hasta cuando no se mueven. Y yo sé por qué están tan ocupados como parece. Desde que estoy aquí he escuchado mucho. Es muy posible que haya oído mil conversaciones, o mitades de conversaciones, porque en esta isla de Manhattan parece que la gente prefiera hablar por teléfono móvil que frente a frente. ¿Con qué están atareados? Consigo mismos. Con la reunión de mañana, que es importantísima. Con reservar una mesa para cenar. Con engañar a su mujer. Con clavarle una puñalada por la espalda a un socio. Toda clase de planes y de estratagemas que no van más allá del viaje del mes que viene al Club Med, por decir algo. ¿Cuánta de toda esta gente atareada se dedica a pensar, con treinta o cuarenta años de antelación, en su mortalidad? ¿Cuánta de toda esta gente se esfuerza en estar en paz con Dios? ¿O en pensar en las palabras de Jesús según san Lucas: «Yo os aseguro que no pasará esta generación hasta que todo esto suceda»? Yo diría que muy poca, o nadie.

Harriman se fijó en el predicador. Tenía el pelo rubio bien cortado, una cara de americano típico tirando a guapo, brazos fornidos, y estaba delgado, aseado y afeitado. No llevaba tatuajes,
piercings
ni un protector de cuero con tachuelas en la entrepierna. Si tenía una Biblia, no la enseñaba. Parecía estar hablando con un grupo de amigos, de gente que le merecía respeto.

BOOK: La mano del diablo
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