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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (43 page)

BOOK: La mano del diablo
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–¡Joder! –gritó D'Agosíta–. ¡Hijo de puta!

Bullard retrocedió jadeando. Le sudaban las palmas de las manos. Se las secó en la manga de su chaqueta y volvió a coger con fuerza la navaja, pero al ver el reloj de la pared se dio cuenta de que casi eran las tres. No podía entretenerse en una distracción de poca monta. Tenía cosas más importantes que hacer antes del alba. Algo muchísimo más importante.

Miró a su jefe de seguridad.

–Mátales, y luego deshazte de los cadáveres, pero con las armas encima. Usa la mina. No quiero que entren forenses en el recinto, y menos cerca del laboratorio. Ya me entiendes: pelo, sangre... Nada que lleve el ADN. No dejes ni que escupan.

–A la orden.

–Oiga... –empezó a decir Pendergast, pero Bullard se volvió y le hizo doblarse con un gancho tremendo en el estómago.

–Amordázales. A los dos.

Los de seguridad les introdujeron bolas de tela en la boca y aplicaron cinta adhesiva encima.

–Y vendadles.

–Sí, señor Bullard.

Bullard miró a D'Agosta.

–¿Te acuerdas de que te prometí que me las pagarías? Pues ahora tienes el dedo tan corto como la picha.

D'Agosta forcejeó e hizo ruidos inarticulados mientras le vendaban.

Bullard se volvió hacia su ayudante y señaló la mesa con la cabeza.

–Límpiala. Luego, que no te vea por aquí.

Cincuenta y cinco

Amordazado, vendado y con las manos esposadas en la espalda, D'Agosta se dejó llevar por uno de los dos hombres de seguridad. Oía el tintineo de las esposas de Pendergast a su lado. Parecían estar recorriendo un pasadizo subterráneo largo y húmedo. Apestaba a moho. Sintió que el frío y la humedad le calaban la ropa, a menos que fuera su propio sudor. Tenía el dedo corazón como si se lo hubieran metido en plomo líquido; palpitaba al mismo ritmo que su corazón, mientras la sangre bajaba chorreando por la parte baja de su espalda.

La situación tenía algo de irreal. En cualquier otro momento, la idea de haberse quedado sin la yema de un dedo le habría obsesionado, pero ahora su único pensamiento se centraba en el dolor. Había ido todo tan deprisa... Pocas horas antes casi se le habían saltado las lágrimas pensando que por fin veía su tierra, y ahora... Ahora tenía un trapo sucio en la boca, una venda en los ojos, los brazos atados y le llevaban derecho al paredón.

En el fondo le costaba creer que estuvieran a punto de matarle. Sin embargo, era lo que sucedería, a menos que se les ocurriera algo a él o a Pendergast. Por desgracia les habían registrado a fondo, y el arma más poderosa de Pendergast (su lengua) había sido silenciada. Parecía imposible. Impensable. La verdad, sin embargo, era que le quedaban pocos minutos de vida.

Trató de disipar la sensación de irrealidad, olvidarse del tremendo dolor e idear alguna escapatoria de último minuto, algo que les permitiera invertir la situación respecto a los dos hombres que les llevaban a la muerte, como si fuera lo más normal del mundo, pero no encontraba inspiración en nada, ni en su formación ni tampoco en las novelas policíacas que había escrito o leído.

Pararon un momento. D'Agosta oyó el chirrido de algo oxidado al abrirse. Después le dieron un empujón, oyó grillos y olió el aire húmedo de la noche. Estaban fuera.

Algo le obligó a avanzar, sin duda el cañón de una pistola. Iban por lo que, a juzgar por sus zapatos blandos, parecía un camino de hierba. Oyó el murmullo de las hojas sobre su cabeza. Sensaciones tan nimias e insignificantes... De repente, sin embargo, les prestaba un valor insoportablemente alto.

–¡Mierda! –dijo uno de los hombres–. Este rocío me estropeará los zapatos. Acabo de comprarlos por doscientos euros en Panzano. Son hechos a mano.

El otro se rió.

–Pues a ver si tienes suerte y consigues otro par, porque ese tío hace como uno al mes.

–Siempre nos toca bailar con la más fea. –Dio otro empujón a D'Agosta, como si fuera una manera de subrayar sus palabras–. Ya están empapados. ¡Mierda!

D'Agosta se dio cuenta de que estaba pensando en Laura Hayward. ¿Vertería alguna lágrima por él? Curiosamente, lo que más le apetecía era poder contarle cómo se había muerto. Le parecía más soportable que desaparecer sin más, sin llegar a saber...

–Un poco de betún y estarán como nuevos.

–El cuero, cuando se moja, ya no vuelve a ser como antes.

–¡Qué plasta con los zapatitos!

–Si hubieras pagado doscientos euros también te cabrearías.

La sensación de irrealidad aumentó. D'Agosta hizo el esfuerzo de concentrarse en el dedo. Mientras pudiera sentir el dolor, sabría que aún estaba vivo. Lo que temía era la desaparición de ese dolor...

Quedaban pocos minutos. Dio dos pasos seguidos y tropezó con algo entre la hierba.

Recibió un bofetón en un lado de la cara.

–Mira donde pisas, gilipollas.

El aire se había enfriado. Olía a tierra y hojas en descomposición. D'Agosta sintió una impotencia terrible. La mordaza y la venda le quitaban cualquier posibilidad de establecer contacto visual con Pendergast, hacerle una señal o lo que fuera...

–El camino de la cantera vieja es por ahí.

Se oyó un ruido de hojas, y un gruñido.

–¡Cuánto hierbajo!

–Sí, tío. Tú mira por dónde vas.

D'Agosta notó que volvían a empujarle. Estaban cruzando una zona de vegetación húmeda.

–Es aquí delante. En el borde hay muchas piedras. No tropecéis, que la bajada es muy larga.

Una carcajada, seguida de nuevos empujones por arbustos y hierba mojada. De pronto, D'Agosta sintió que le frenaban bruscamente.

–Tres metros más –dijo el que se encargaba de él.

Silencio. Algo húmedo y frío llegó a su nariz: el aire enrarecido de una mina.

–Primero uno y luego el otro, que a ver si la cagamos. Tú primero. Yo me quedo esperando con el mío. ¡Y date prisa, que me estoy helando!

D'Agosta oyó cómo empujaban a Pendergast. Luego un rumor de pasos húmedos por la maleza. El primer hombre le tenía bien sujeto por las esposas, mientras le encañonaba una oreja. Era el momento de reaccionar; tenía que hacer algo, pero ¿qué? Al menor movimiento sería hombre muerto. Le parecía mentira verse en esa situación. Su cerebro se negaba a aceptarla. Comprendió que en el fondo estaba seguro de que Pendergast realizaría algún milagro, de que se sacaría otro conejo de la chistera, pero ya no quedaba tiempo. ¿Qué podía hacer Pendergast al borde de un precipicio, amordazado, vendado y con una pistola en la cabeza? Perdió el último rayo de esperanza.

–No sigas –dijo a unos diez metros una voz ligeramente amortiguada por el follaje.

Era el segundo hombre hablando con Pendergast. D'Agosta percibió otro soplo de aire frío de la mina. Le zumbaban insectos en la oreja. Su dedo palpitaba.

Decididamente era el final.

Oyó el ruido de una bala al ser introducida en la recámara de una pistola.

–Venga, cerdo, haz las paces con Dios.

Una pausa. Lo siguiente fue el ruido de un disparo increíblemente fuerte. Otra pausa. Luego, desde muy abajo, distorsionado por el eco del conducto, el impacto de algo pesado con el agua.

Esta vez el silencio fue más largo. Finalmente se oyó la voz del sicario, un poco entrecortada.

–Vale, trae al otro.

Cincuenta y seis

Las tres de la madrugada. Locke Bullard paseaba por el gran
salone
abovedado de su villa del sur de Florencia, situada en la soledad de una colina. Solo el lento movimiento de los músculos de su potente mandíbula delataba su estado interior. Se acercó a las ventanas emplomadas que daban al jardín amurallado y las abrió con una mano temblorosa y agarrotada. Era una noche completamente negra, en que las nubes tapaban las estrellas; una noche perfecta para determinada actividad, como perfecta había sido esa otra, años atrás... ¡Cuánto daría por borrarla! El recuerdo le produjo escalofríos. A menos que fuera el frío hálito del viento que suspiraba entre los viejos árboles de
lapineta,
al otro lado del jardín...

Se quedó bastante rato en la ventana, tratando de serenarse y no dejarse dominar por la aprensión. Abajo, en la terraza, brillaban suavemente las formas blancas e indistintas de varias estatuas de mármol. Recordó que pronto habría pasado todo. Entonces sería libre. ¡Libre! De momento no había que perder la calma. Era necesario dejar aparcada su visión racional del mundo, aunque solo fuera por espacio de una noche. Al día siguiente podría decirse que todo había sido una pesadilla.

Hizo el gran esfuerzo de aclarar sus ideas y tratar de concentrarse en otra cosa, aunque solo fuera unos minutos. Más allá del balanceo de la copa de los pinos se veía la silueta de los cipreses de las colinas del fondo, y más lejos aún la cúpula del Duomo, junto al campanario de Giotto, muy iluminado. ¿Quién dijo que para ser un verdadero florentino era necesario vivir en un lugar desde donde se viera el Duomo? Aquel paisaje correspondía exactamente al que veía Maquiavelo: las colinas, la famosa cúpula, el campanario en la distancia... Cinco siglos antes, quizá Maquiavelo se hubiera paseado por el mismo lugar mientras pensaba en los detalles de
El príncipe.
El libro, que Bullard había leído a los veinte años, era una de las razones de que no se lo hubiera pensado dos veces a la hora de comprar la villa, donde nació y pasó su infancia Maquiavelo.

Se preguntó cómo habría reaccionado el gran cortesano ante una situación así. Seguro que habría sentido lo mismo: miedo y resignación. ¿Cómo elegir cuando se tiene un problema y ese problema solo admite dos soluciones, ambas intolerables? Se corrigió: intolerable solo lo era una. La otra resultaba inconcebible.

Y lo intolerable se aceptaba.

Dio la espalda a la ventana y miró el reloj del fondo del salón, sobre la chimenea en penumbra. Las tres y diez. Los últimos preparativos no podían esperar.

Se acercó a una mesa y encendió una vela enorme, antigua, cuya luz se posó sobre un viejo pergamino. Era una página de un libro de magia del siglo XIII. Después cogió el antiguo cuchillo
arthame,
que tenía al lado, y empezó a trazar con gran esmero un círculo en la terracota del suelo del salón. Se tomó todo el tiempo del mundo para asegurarse de que fuera un círculo ininterrumpido. Después cogió un carboncillo especialmente preparado y empezó a distribuir letras en griego y arameo alrededor del círculo, con algunas pausas para consultar el libro. Lo siguiente que hizo fue inscribir el conjunto en dos estrellas de cinco puntas y añadir un círculo menor (y discontinuo) al lado del primero. No tenía miedo de que le interrumpiesen. Había dado la noche libre a todo su equipo de seguridad y al resto de los empleados. No quería arriesgarse a que hubiera testigos, y todavía menos a ser interrumpido. Cuando se estaba a punto de hacer algo así, cuando se quería invocar lo que él tenía la esperanza de invocar, no había interrupción, error ni descuido posibles. Estaba en juego algo más que su vida (ya que al parecer las consecuencias no terminarían con la muerte).

Cuando solo quedaban los últimos preparativos, se permitió un descanso. Faltaba poco. Cuando todo hubiera pasado, podría empezar desde cero. Naturalmente que habría algunos cabos sueltos que solucionar, como la desaparición de Pendergast y D'Agosta, o los chinos y lo que había sucedido en Paterson, pero sería un alivio volver a sus negocios cotidianos. En todo caso se trataba de problemas peliagudos, pero pertenecían al mundo real, y podían resolverse. En comparación con lo que tenía entre manos, eran peccata minuta.

Volvió a consultar la página del manuscrito. Lo hizo dos veces, para asegurarse de que no olvidaba nada. Después, casi contra su voluntad, miró la antigua caja rectangular que había en la mesa. Había llegado su momento.

Extendió el brazo y abrió el cierre de latón. Tras una caricia a la pulida superficie de la caja, venció su angustiosa reticencia y levantó la tapa, liberando un suave aroma de madera antigua y crin. Lo respiró. ¡Qué antiguo perfume! ¡Qué fragancia de valor incalculable! Su mano temblorosa buscó en la oscuridad de la caja hasta acariciar la lisa superficie del objeto que contenía. No se atrevía a sacarlo. Su manejo siempre le atemorizaba un poco. No estaba destinado a él. De ninguna manera. Estaba hecho para otros; otros a quienes, si tenía éxito, no volvería a ver jamás...

De repente le acometió una mezcla de arrepentimiento, rabia, miedo e impotencia, cuya fuerza le dejó aturdido. Era increíble que un simple pensamiento casi pudiera doblarle las rodillas. Respiró hondo y se aferró a la mesa. Si tenía que hacerlo, lo haría.

Cerró la caja con cuidado, bajó el cierre y la dejó en el suelo dentro del círculo pequeño y discontinuo. No quiso volver a contemplarla ni torturarse más de la cuenta. Miró el reloj con gran zozobra. Este respondió dando los cuartos, y ofreciendo un extraño contraste entre sus campanadas y la asfixiante oscuridad del salón. Bullard tragó saliva, apretó la mandíbula y, en un esfuerzo supremo, pronunció las palabras que tanto empeño había puesto en memorizar.

Recitar todo el conjuro le llevó diecinueve segundos.

Al principio no pasó nada. Aguzó el oído, pero no se oía ni un suspiro. Nada. ¿Se habría equivocado en alguna palabra? Sin criados en la casa, reinaba un silencio sepulcral.

La vista se le fue hacia la página del manuscrito. ¿Tenía que volver a recitarlo? No, la ceremonia debía hacerse con precisión, sin la menor desviación. Repetir algo podía tener consecuencias funestas e inimaginables.

Mientras esperaba en la penumbra, se preguntó si a fin de cuentas no era todo falso, pura y simple superstición. Fue una idea ante la que reaccionó con una mezcla de esperanza e incertidumbre, con desesperación, pero tuvo que descartarla. No se equivocaba, no. Cualquier otra respuesta era impensable.

Justo entonces sintió, o creyó sentir, un cambio extraño en el aire. Un leve olor flotó por el
salone
hasta llegar a su nariz. Era el olor punzante del azufre.

Las cortinas se movieron por un golpe de brisa. La luz parecía haberse atenuado, como si se acercara una gran oscuridad por todas partes. Bullard sintió que se ponía rígido debido al miedo y a la expectación. Estaba ocurriendo. Fiel a la promesa, el conjuro había surtido efecto.

Aguardó, casi sin atreverse a respirar. El olor se hacía más fuerte. De hecho, casi parecía que en el aire perezoso de la sala flotaran pequeñas cintas de humo, lamiendo las ventanas y enroscándose por los rincones. Bullard tuvo una sensación extraña de aprensión, de miedo físico. Sí, era una sensación física, un presagio de lo que se avecinaba. El aire parecía cuajarse a causa del creciente calor.

BOOK: La mano del diablo
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