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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (37 page)

BOOK: La mano del diablo
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El profesor parecía decepcionado.

–No, a nadie.

Pendergast arqueó las cejas de sorpresa.

–Es que no tenían mucho trato. No recuerdo haberle oído mencionar a nadie.

–Lástima. Y ¿dice que Beckmann se fue a Europa en 1974, justo después de licenciarse, y que desde entonces no ha sabido nada de él?

–Bueno, a finales de agosto de ese año me llegó una nota desde Escocia. Estaba a punto de irse de una especie de comuna agraria y de viajar a Italia. Tuve la sensación de que era una etapa por la que tenía que pasar, no sé si me entiende. Para serle sincero, hace más de una década que esperaba ver su nombre en alguna revista, u oír que inauguraba alguna exposición. De hecho, nunca le he olvidado. Mire, señor Pendergast, le estaría muy agradecido si pudiera contarme algo sobre él.

Pendergast guardó silencio.

–Sería una irregularidad muy grande, y...

No acabó la frase.

D'Agosta no pudo disimular una sonrisa. Ante el fracaso del halago, Pendergast había cambiado de estrategia. Al ver que Ponsonby mordía el anzuelo, el agente dijo:

–Murió alcohólico en un hotelucho de Yonkers. Fue enterrado en el cementerio de pobres.

El profesor soltó la cerilla encendida con cara de susto.

–¡Madre mía! No tenía ni idea.

–Muy trágico.

El profesor intentó disimular la impresión volviendo a abrir la caja de cerillas, pero el temblor de sus manos hizo que acabaran todas sobre el banco.

Pendergast le ayudó a recogerlas. El profesor las metió una a una en la caja, que temblaba, y guardó su pipa sin haberla encendido. D'Agosta quedó sorprendido al ver que se le empañaban los ojos.

–Con lo buen alumno que era... –murmuró Ponsonby.

Pendergast dejó que el silencio se prolongara un poco más. Luego sacó las
Vidas de los pintores
de Beckmann del bolsillo de su americana y enseñó el libro al profesor, quien lo cogió rápidamente y preguntó:

–¿De dónde lo ha sacado?

–Estaba entre los efectos personales del señor Beckmann.

–Es el libro que le regalé. –El profesor lo abrió por la guarda, y se le cayó la foto–. ¿Qué es esto? –preguntó, recogiéndola.

Pendergast no dijo ni preguntó nada.

–Es él –dijo el profesor, señalando la imagen–. Está igual que como le recuerdo. Debió de hacérsela en Florencia, en otoño.

–¿Florencia? –dijo Pendergast–. Podría ser en cualquier lugar de Italia.

–No, reconozco la fuente de detrás. Es la de la Piazza Santo Spirito, que siempre ha sido un lugar de reunión de estudiantes. Al fondo se adivina el
portone
del palacio Guadagni, una pensión destartalada de estudiantes. Digo otoño por cómo van vestidos, aunque supongo que también pudo haber sido en primavera.

Pendergast cogió la foto y preguntó, como si no tuviera importancia:

–¿Los otros estudiantes de la foto también eran de Princeton?

–No me suenan de nada. Debió de conocerles en Florencia. Ya le digo que la Piazza Santo Spirito era un lugar de reunión de estudiantes. De hecho aún lo es. –Cerró el libro. Parecía muy cansado, y se le quebró la voz–. Ranier... Ranier era tan prometedor...

–Todos prometemos al nacer, profesor. –Pendergast, ya en pie, titubeó–. Si quiere, puede quedarse el libro.

Pero Ponsonby no parecía haberle oído. Estaba encorvado, acariciando el lomo con una mano temblorosa.

Durante el camino de regreso a Nueva York, entrada la noche, D'Agosta, agitado, dijo desde el asiento del copiloto:

–Parece mentira que le haya sacado tanta información al profesor. ¡Y él sin enterarse!

En efecto, resultaba sorprendente, aunque no dejaba de ser un poco triste. A pesar de la altivez del profesor, y de su prepotencia, había dado muestras de una gran conmoción por la muerte de uno de sus alumnos favoritos, aunque llevara tres décadas sin verle.

Pendergast asintió con la cabeza.

–Existe una regla, Vincent: cuanto más reacio a dar información sea el interrogado, mejor será la información que facilite. La del doctor Ponsonby vale su precio en oro.

Sus ojos brillaban en la oscuridad.

–Conque se vieron en Florencia durante el otoño del setenta y cuatro...

–Exacto, y les ocurrió algo tan extraordinario que el resultado, treinta años después, ha sido, por ahora, dos asesinatos. –Pendergast se giró hacia el sargento–. ¿Conoce el dicho de que todos los caminos llevan a Roma?

–¿Shakespeare?

–Muy bien. En este caso, sin embargo, parece que todos los caminos llevan a Florencia. Y es exactamente donde debería llevarnos el nuestro.

–¿A Florencia?

–Ni más ni menos. Seguro que Bullard ya está en camino, suponiendo que no haya llegado ya.

–Me alegro de no tener que convencerle de que me deje ir con usted –dijo D'Agosta.

–No permitiría lo contrario, Vincent. Su instinto de policía es de primera clase, y su puntería asombrosa. Sé que puedo confiar en usted para las situaciones delicadas, y mucho me temo que en algún momento nos veremos envueltos en una de ellas. Por lo tanto, si tiene la amabilidad de volver a sacar el ordenador portátil, reservaremos ahora mismo los billetes. En primera, si no le molesta, y con la vuelta abierta.

–¿Cuándo salimos?

–Mañana por la mañana.

Cuarenta y ocho

D'Agosta bajó del taxi en el cruce de las calles Ciento treinta y seis y Riverside. Después de lo que le ocurrió en su primera visita a la añeja mansión de Pendergast, no pensaba volver a fiarse del transporte público. De todos modos, tuvo la precaución de bajar una manzana antes. Intuía que Pendergast lo preferiría así.

Sacó una maleta del asiento trasero y dio quince dólares al taxista.

–Quédese el cambio –dijo.

–Ya, ya...

El taxi se alejó. Se notaba que el taxista, al ver a D'Agosta con una maleta a la puerta del hotel, tuvo la esperanza de poder hacer un viaje al aeropuerto, y que no le gustó mucho saber que el destino era Harlem.

D'Agosta lo vio acelerar y desaparecer por la primera esquina. Después examinó atentamente Riverside Drive en ambos sentidos, fijándose en las ventanas, las entradas de los edificios y las zonas de oscuridad entre farola y farola. Todo parecía en calma. Levantó la maleta y empezó a caminar hacia el norte.

Había necesitado media hora para los preparativos del viaje. Ni siquiera se había molestado en avisar a su mujer, ya que, tal como estaban las cosas, había muchas posibilidades de que las siguientes noticias que tuviera de ella proviniesen de un abogado. A MacCready, el jefe de la policía de Southampton, le había encantado saber que D'Agosta salía de viaje como parte de su misión con el FBI. La lentitud de las investigaciones sobre el caso lo estaba poniendo contra las cuerdas, y al menos así tenía un hueso que arrojar a la prensa: «Policía de Southampton de misión a Italia para seguir una pista». Dado que salían al alba, Pendergast propuso que durmieran la última noche en su casa de Riverside Drive. Conque ahí estaba, maleta en mano, a pocas horas de pisar la tierra de sus antepasados. La idea le llenaba de una mezcla de entusiasmo y gravedad.

Al acercarse al final de la manzana, pensó que lo único que echaría de menos era su incipiente relación con Laura Hayward. El ritmo frenético de los últimos días les había mantenido separados casi todo el tiempo, pero D'Agosta se daba cuenta de que por primera vez en casi veinte años empezaba a sentir el hormigueo constante y de baja frecuencia que caracterizaba los primeros momentos del noviazgo. La llamó por teléfono desde el hotel para anunciarle que acompañaría a Pendergast a Italia a primera hora de la mañana, y la respuesta fueron varios segundos de silencio en el auricular. Al final, lo único que dijo Laura era «vete con ojo, Vinnie». D'Agosta rezaba para que el viajecito no lo dejara todo en agua de borrajas.

Vio dibujarse la mansión Beaux Arts del número 891 de Riverside Drive, con el afilado parapeto de su mirador clavándose en el cielo nocturno. Después de cruzar la calle, y la verja de hierro, recorrió el camino hasta la puerta cochera. Proctor, que abrió la puerta en respuesta a sus golpes, le acompañó en silencio por una serie de vastas galerías y de salas con tapices hasta llegar a la biblioteca. No se apreciaba ninguna otra luz que el fuego vivo de la chimenea. Era una sala majestuosa y repleta de libros. Al cabo de un rato divisó a Pendergast cerca de la pared del fondo. El agente estaba de espaldas a la puerta, escribiendo algo en una mesa larga, sobre una hoja de papel de color crema. D'Agosta oyó el chisporroteo de las llamas y la fricción de la pluma. No había señales de Constance, pero creyó distinguir (al límite de lo audible) las notas lejanas y quejumbrosas de un violín.

Carraspeó y llamó golpeando el marco de la puerta.

Pendergast se volvió rápidamente.

–¡Ah, Vincent! Pase.

Guardó la hoja en una cajita de madera con incrustaciones de nácar, la cerró con cuidado y la apartó. D'Agosta tuvo la impresión de que quería ocultar su contenido.

–¿Le apetece un refrigerio? –preguntó el agente, mientras cruzaba la sala–. ¿Coñac, calvados, armagnac, Budweiser?

Era la voz de siempre, lenta y meliflua, pero los ojos de Pendergast tenían un brillo peculiar que D'Agosta nunca le había visto.

–No, gracias.

–En ese caso, con el debido permiso, me serviré yo algo. Tome asiento, por favor.

Pendergast se acercó a un aparador para verter dos dedos de un líquido ámbar en una copa grande de coñac. El sargento lo observó con atención. Sus movimientos tenían algo inusual, un titubeo singular que, sumado a la expresión de su rostro, infundieron en D'Agosta una desazón que no habría sabido describir.

–¿Qué ha pasado? –preguntó instintivamente.

Pendergast no contestó enseguida. Dejó la licorera en su sitio, cogió la copa y se sentó enfrente de D'Agosta, en un sofá de piel. Al final, después de tomar algunos sorbos con expresión pensativa, dijo en voz baja, como si hubiera tomado una decisión:

–Bueno, quizá pueda contárselo. De hecho, si hay alguna persona viva que deba saberlo, supongo que es usted.

–¿Saber qué? –preguntó D'Agosta.

–Ha sucedido hace media hora –dijo Pendergast– en el momento más inoportuno, pero, bueno, ya no hay nada que hacer. Estamos demasiado metidos en el caso como para dejarlo ahora.

–Pero ¿qué? ¿Qué ha pasado?

–Esto. –La cabeza de Pendergast señaló una carta doblada, sobre la mesa que había entre los dos–. Cójala, cójala. Ya he tomado las precauciones necesarias.

Sin saber muy bien a qué se refería, D'Agosta se inclinó, cogió la carta y la abrió con cuidado. Era un papel muy bonito, que parecía fabricado a mano. Su parte superior contenía un escudo de armas en relieve: un ojo sin párpados, sobre dos lunas y un león rampante debajo. Al principio pensó que la hoja estaba en blanco, pero al cabo de un rato distinguió un numerito en el centro, anotado con una letra bonita y anticuada: «78». Parecía escrito con pluma de ganso.

Dejó la carta sobre la mesa.

–No entiendo nada.

–Es de mi hermano Diógenes.

–¿Su hermano? –dijo D'Agosta sorprendido–. Creía que estaba muerto.

–Para mí lo está. O lo estaba hasta hace poco.

D'Agosta esperó. No era tan tonto como para insistir. Las intervenciones de Pendergast se habían vuelto vacilantes, casi entrecortadas, como si sintiese una aversión insoportable hacia el tema.

El agente bebió un poco más de coñac.

–Verá, Vincent, ya hace muchas generaciones que existe una cierta propensión a la locura en mi familia. A veces reviste una forma benigna, e incluso benéfica, pero mucho me temo que se manifiesta con mayor asiduidad a través de una crueldad y una maldad asombrosas. Por desgracia, esta oscuridad ha llegado a su plenitud en la presente generación. Mi hermano Diógenes es al mismo tiempo el miembro más loco, más malvado y más brillante de nuestra familia que haya pisado la faz de la tierra. Lo tengo claro desde muy pequeño. En ese sentido, es una suerte que seamos los dos últimos representantes de nuestra estirpe.

D'Agosta permaneció a la expectativa.

–De niño, Diógenes se conformaba con ciertos... experimentos. Inventaba máquinas de gran complejidad para atraer, capturar y torturar pequeños animales: ratones, conejos, comadrejas... A su horrible manera, esas máquinas eran brillantes. El día en que fueron descubiertas, Diógenes las llamó orgullosamente fábricas de dolor. –Pendergast hizo una pausa–. Pero sus intereses no tardaron mucho en volverse más exóticos. Empezaron a desaparecer animales domésticos (primero gatos y después perros), sin que fuera posible encontrarlos. Diógenes pasaba muchos días seguidos en la galería de retratos, contemplando fijamente los cuadros de nuestros antepasados, sobre todo los que sufrieron una muerte prematura. Cuando se hizo mayor (y se dio cuenta de que cada vez le vigilaban más), abandonó esos pasatiempos y se retrajo. Tenía diarios cerrados a cal y canto, donde vertía sus negros sueños y sus terribles energías creativas. No se los dejaba ver a nadie. De hecho los escondía tan bien que yo, en mi adolescencia, necesité dos años de sigilosa vigilancia para descubrirlos. Solo leí una página, pero tuve bastante. No lo olvidaré mientras viva. A partir de entonces, el mundo, para mí, ya no fue el mismo. Huelga decir que quemé de inmediato todos los diarios; y si antes de eso Diógenes ya me odiaba, luego ese odio se convirtió en un sentimiento imperecedero.

Pendergast bebió otro sorbo y dejó la copa a medias.

–La última vez que vi a Diógenes fue el día en que cumplió veintiún años. Acababa de tomar posesión de su fortuna, y dijo estar planeando un crimen atroz.

–¿Solo uno? –preguntó D'Agosta.

–No entró en detalles. Lo único significativo es que usara la palabra «atroz». Para que alguien como él considerase algo atroz... –Pendergast dejó la frase inacabada y añadió con viveza–: Baste decir que tendría que ser repugnante para la contemplación racional. Él, en su locura sin límites, sería el único capaz de abarcar la maldad del concepto. Por lo que respecta al cómo, el cuándo, el dónde, el contra quién... no tengo la menor idea. Mi hermano desapareció ese mismo día; se llevó su fortuna, y desde entonces no le he visto ni he sabido nada de él. Bueno, hasta ahora. Es la segunda notificación que me envía. La primera llevaba el número doscientos setenta y ocho. No estaba seguro de su significado. Llegó hace exactamente doscientos días. Y ahora esta. El sentido se ha vuelto palmario.

BOOK: La mano del diablo
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