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Authors: Douglas Preston & Lincoln Child

Tags: #Intriga (Trilogía Diógenes 1)

La mano del diablo (57 page)

BOOK: La mano del diablo
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»Conoce nuestras debilidades y nuestros deseos más mezquinos. Sabe cómo desencadenar nuestra vanidad, codicia, lujuria o crueldad. No tenemos secretos para él. Dispone de todo un arsenal de tentaciones a la medida de cada uno de nosotros. Ha sembrado nuestra senda con mil desvíos hacia la oscuridad. Y una vez que Satanás ha logrado atraer un alma hacia su reino, una vez que ha obtenido la enésima victoria, ¿creéis que se conformará con relegarla a un infierno genérico? Reflexionad, amigos míos. Reflexionad. Si conoce todas nuestras debilidades es que también conoce nuestros miedos, incluso los que desconocemos, y para completar su victoria, para hacer que el sufrimiento de su víctima sea infinito, cada persona sufrirá su propio infierno, diseñado especialmente para ella. Y lo peor de todo es que será un infierno que durará para siempre. ¡Para siempre!

»En algunos casos podrá ser un lago de fuego; en otros, pasar la eternidad en un ataúd negro, sin poder moverse, ver ni hablar, en una espiral interminable de locura. En otros, por ejemplo, podría consistir en asfixiarse eternamente. Imagináoslo, amigos; imaginaos que lleváis dos o tres minutos aguantando la respiración; imaginaos la necesidad desesperada de oxígeno. Imaginad qué indescriptible tortura. Pero en el infierno nunca se vuelve a respirar ni llega nunca el ansiado aire fresco. Tampoco existe la inconsciencia. Lo único que existe es el momento de máxima agonía prolongado eternamente.

«Máxima agonía prolongada eternamente.» Contra su voluntad, y a pesar del calor de la noche, Harriman tuvo un escalofrío.

–También puede haber infiernos más sutiles. Imaginaos a alguien que siempre ha tenido miedo de volverse loco y que enloquece durante décadas, por no decir siglos. Luego el proceso empieza de nuevo, y así hasta el infinito. O imaginaos a una madre loca por sus hijos, a quien se obliga a asistir incesantemente a su degradación, a verles caer en la pobreza, la drogadicción, la depresión, los malos tratos y la muerte.

Interrumpió el sermón para acercarse al borde de la roca.

–Dedicad un momento a pensar en el peor infierno que se os pueda ocurrir, y comprended después que Satanás, que os conoce mejor que vosotros mismos, es capaz de prepararos uno muchísimo peor. Y que lo hará. Que ya lo ha hecho. Anticipadamente. Porque su amarga pena solo tiene un bálsamo posible: la desesperación, los ruegos, los gritos y los sufrimientos de sus víctimas.

Buck hizo otra pausa, respiró hondo dos veces y siguió hablando aún más quedamente.

–He dicho que existe un infierno para cada uno de nosotros. Ese infierno ya existe, y nos espera. Satanás nos ha preparado un infierno muy fácil de encontrar, con un ancho y cómodo camino. Nos resulta muchísimo más fácil dejarnos llevar inconscientemente por ese ancho y agradable camino que buscar la dura y escondida senda que conduce al cielo, pero debemos resistir la atracción del camino fácil. Es una lucha, amigos míos, una lucha a muerte, pero es la única manera, la única, de descubrir el arduo camino al cielo. Os pido que lo tengáis presente en las pruebas que estamos a punto de vivir.

Dicho esto, dio media vuelta y desapareció.

Setenta y cuatro

Cuando D'Agosta entró en la suite del hotel de Pendergast, se encontró al agente desayunando. En la mesa había fruta variada, panecillos y el sempiterno, inevitable y minúsculo café expreso. Pendergast, siempre de gustos refinados, comía huevos escalfados mientras leía unos papeles que parecían haber sido recibidos por fax. Durante unos segundos, D'Agosta pensó en la primera vez que comieron juntos, en Southampton, cuando el caso empezaba, y le pareció que había transcurrido mucho tiempo.

–Ah, Vincent –dijo Pendergast–. Adelante. ¿Le apetece pedir algo?

–No, gracias. –Hacía una mañana deliciosa, el sol entraba en todas las habitaciones, pero D'Agosta tenía la sensación de que una nube negra flotaba sobre ellos–. Me sorprende que tenga apetito.

–Es importante que aproveche el momento para alimentarme, ya que ignoro cuánto tiempo tardaré en volver a hacerlo; pero, venga, que eso no es motivo para que no se tome un cruasán. Estas conservas alsacianas de Fauchon son exquisitas.

Apartó los faxes y cogió
La Nazione.

–¿Qué está leyendo?

–Unos faxes de Constance. Voy a necesitar toda la... munición posible para lo que se avecina. Constance me ha ayudado mucho.

D'Agosta dio un paso.

–Le acompaño –dijo muy serio–. Que quede claro desde el principio, para evitar luego discusiones.

Pendergast bajó el periódico.

–No esperaba menos de usted, pero le recuerdo que la invitación se me hizo exclusivamente a mí.

–Dudo que al gordinflón del conde le pareciera mal.

–Probablemente tenga razón.

–He llegado muy lejos. Me han disparado en más de una, me han cortado la punta de un dedo y casi me empujan dos veces por un precipicio, una a pie y otra en coche.

–Vuelve a tener razón.

–Pues entonces no espere que me pase la tarde descansando en la piscina con un par de cervezas, mientras usted está en la guarida de Fosco.

Pendergast esbozó una sonrisa.

–Me queda un recado antes de irme de Florencia. Ya lo discutiremos entonces.

Volvió a levantar el periódico.

Dos horas después, su coche frenó en una callejuela de Florencia a la altura de un edificio grande y austero de aparejo rústico.

–El palacio Maffei –dijo Pendergast, que conducía–. ¿Le importa esperar un momento en el coche? No tardaré.

Bajó y se acercó a una placa de latón con varios timbres. Leyó los nombres y pulsó un botón. Poco después, una voz amortiguada hizo vibrar el altavoz. Contestó. El portón se abrió con un zumbido. Pendergast entró.

D'Agosta observó la escena con curiosidad. Se había acostumbrado bastante al italiano para notar algo raro en las palabras de Pendergast por el interfono. De hecho, más que en italiano parecían haber sido pronunciadas en latín.

Salió del coche y cruzó la calle para ver los timbres. En el que había pulsado Pendergast solo ponía «Corso Maffei». Como no le decía nada, volvió al coche de alquiler.

Diez minutos después, Pendergast salió del edificio y volvió a sentarse al volante.

–¿Qué ha hecho? –preguntó D'Agosta.

–Contratar un seguro –respondió Pendergast. Se volvió con una mirada penetrante–. Las posibilidades de éxito de esta operación apenas rondan el cincuenta por ciento. Yo tengo que hacerlo. Usted no. Personalmente preferiría que no me acompañase.

–Ni hablar. Estamos juntos en esto.

–Le veo muy decidido. De todos modos, Vincent, permítame que le recuerde que tiene un hijo y, si no me equivoco, excelentes perspectivas de ascenso y una vida feliz por delante.

–He dicho que estamos juntos en esto.

Pendergast sonrió y le puso una mano en el brazo; era un extraño gesto de afecto en alguien que casi nunca manifestaba ese tipo de sentimiento.

–Sabía que respondería así, Vincent, y me alegro. Me he acostumbrado a contar con su sentido común, su seriedad y su buena puntería, entre otras excelentes cualidades.

Violento, pero sin saber por qué, D'Agosta contestó con un gruñido.

–En principio deberíamos llegar al castillo a media tarde. Le informaré durante el viaje.

La carretera de Florencia a Chianti, región situada al sur de la ciudad, obsequió a D'Agosta con uno de los paisajes más bonitos de su vida: colinas estriadas de viñas que el otoño pintaba de amarillo, el verde claro de los olivares, y un relieve sembrado de castillos de leyenda y espléndidas villas del Renacimiento. Al fondo se elevaba una frondosa cordillera con severos monasterios y antiguos campanarios.

La carretera discurría más o menos paralela al río Greve, que quedaba a sus pies. Al cruzar el Passo dei Pecorai vieron por primera vez la localidad de Greve, al fondo de un valle, junto al río. En otro recodo de la carretera, Pendergast señaló por su ventanilla y dijo:

–Castel Fosco.

Ocupaba un solitario espolón de las colinas de Chianti. Desde esa distancia, D'Agosta lo percibió como una sola torre, maciza y con almenas, que dominaba el bosque, y erosionada por el tiempo. La siguiente curva en bajada hizo desaparecer el castillo. Momentos más tarde, Pendergast salió de la carretera principal y después de varias curvas desorientadoras (y de que el camino se estrechase paulatinamente) llegó a una pared cubierta de musgo, con una verja herrumbrosa. Al lado ponía «Castel Fosco», en una placa de mármol. La verja estaba abierta, podrida y oxidada, como si se hubiera inclinado y fundido con el suelo. Al otro lado, una antigua pista de tierra subía entre viñedos y desaparecía al otro lado de una colina.

Mientras conducía por las curvas, Pendergast señaló con la cabeza los bancales de viña y los árboles que bordeaban el camino.

–Parece una finca muy rica, de las mayores de Chianti.

D'Agosta no dijo nada. Era como si cada metro de camino por los dominios del conde incrementara la opresión.

Al llegar al final de la cuesta vieron reaparecer el castillo, pero mucho más cerca. Era una monstruosa y pétrea fortaleza encaramada a un risco, en las montañas. La torre tenía una adición posterior, pero también antigua: una villa renacentista muy hermosa, con muros de estuco amarillo y tejado de tejas rojas. Sus regias hileras de ventanas contrastaban fuertemente con las líneas severas y casi brutales del cuerpo central.

El conjunto estaba doblemente fortificado. El perímetro exterior, prácticamente en ruinas, consistía en una mera sucesión de huecos, torres desmochadas y almenas mutiladas, mientras que el interior, mucho mejor conservado, servía como una especie de gigantesco muro de contención para el castillo, permitiendo de paso la existencia de un anillo de explanadas. Al otro lado del castillo la montaña ascendía trescientos metros, formando un anfiteatro de bosques sembrado de extrusiones rocosas, que se perfilaban en el cielo como los dientes de una sierra semicircular.

–Más de dos mil hectáreas –dijo Pendergast–. Tengo entendido que supera los mil años de antigüedad.

Pero D'Agosta no contestó. La visión del castillo le había sobrecogido más de lo que estaba dispuesto a admitir. El sentimiento de opresión se acentuó. Parecía una locura meterse así en la boca del lobo, pero ya había aprendido a fiarse del todo de Pendergast, que nunca hacía nada sin una buena razón. Había sido más listo que el asesino a sueldo, y había evitado que murieran a manos de los esbirros de Bullard. De hecho no era la primera vez que los salvaba a los dos. Lo había hecho en anteriores casos. Fuera cual fuese su plan, funcionaría.

Por supuesto que funcionaría.

Setenta y cinco

El coche superó la última curva y cruzó el acceso en ruinas de la fortaleza. El castillo se erguía ante ellos en toda su severa e inmensa majestad. Recorrieron una avenida de cipreses, con troncos grandes y estriados, y se detuvieron al pie de la muralla, en un aparcamiento. D'Agosta miró con gran recelo por su ventanilla. La altura del lienzo era de unos siete metros, con grandes contrafuertes inclinados en los que se apreciaban manchas de cal, musgo mojado y helechos. En la muralla interna no había rastrillo, solo dos batientes de madera con herrajes al final de una gran escalera de piedra.

Al salir del coche oyeron un zumbido y un crujido. Eran las puertas, que se abrieron como si hubieran recibido una señal invisible.

Al llegar al final de la escalera y cruzar el gran arco de la puerta, tuvieron la impresión de penetrar en otro mundo. Cien metros de césped, perfectamente liso, les separaban de la entrada principal del castillo. A un lado del césped había un estanque circular de gran tamaño, rodeado por una antigua balaustrada de mármol y adornado en su centro por una estatuilla de Neptuno a lomos de un monstruo marino. A la derecha vieron una pequeña capilla con cúpula de tejas, y más allá otra balaustrada de mármol por la que se asomaba un pequeño jardín, el cual descendía por la montaña hasta quedar interrumpido bruscamente por la muralla interna.

Oyeron otro crujido que hizo temblar el suelo. Al volverse, D'Agosta vio que los batientes de madera se estaban cerrando.

–No se preocupe –murmuró Pendergast–. Está todo controlado.

D'Agosta esperó fervientemente que no fueran palabras baldías.

–¿Dónde está Fosco? –preguntó.

–Sospecho que no tardaremos mucho en verle.

Cruzaron el césped y llegaron a la entrada principal del alcázar, que se abrió con un chirrido metálico. Al otro lado estaba Fosco, con un elegante traje gris perla. Tenía el pelo bastante largo, peinado hacia atrás, y una sonrisa en su cara tersa y blanca. Llevaba guantes, como era habitual en él.

–Bienvenido a mi humilde morada, querido Pendergast. ¡Ah, el sargento D'Agosta! ¡Cuánto me alegro de que se haya añadido a la reunión!

Tendió la mano, pero Pendergast no la cogió.

El conde la dejó caer. Sin embargo, conservó la sonrisa.

–Lástima. Esperaba poder tratar de lo nuestro en un ambiente cortés, como caballeros.

–Ah, pero ¿hay aquí algún caballero? Me gustaría conocerle.

La lengua de Fosco hizo un chasquido de desaprobación.

–¿Qué maneras son esas de tratar a alguien en su propia casa?

–¿Qué manera de tratar a alguien es quemarle en su propia casa?

La expresión del conde reflejó su desagrado.

–Veo mucha prisa por ir al grano, pero ya habrá tiempo, ya habrá tiempo. Pasen, por favor.

Les franqueó la entrada a un vestíbulo largo, antesala de la principal estancia del castillo, que no respondió a las expectativas de D'Agosta: tres de sus lados estaban ocupados por una hermosa galería de columnas y arcos a la romana.

–Fíjense en los
tondi
de Della Robbia –dijo Fosco, señalando unos adornos de cerámica pintada en las paredes sobre los arcos–. Pero estarán cansados del viaje. Les llevaré a sus aposentos, donde podrán descansar.

–¿Nuestras habitaciones? –preguntó Pendergast–. ¿Es que vamos a pasar la noche aquí?

–Naturalmente.

–Me temo que no es necesario ni posible.

–Insisto, insisto.

El conde se volvió hacia la puerta abierta del castillo, cogió una argolla y dio un sonoro portazo. Después, haciendo un gesto ampuloso y teatral, sacó de su bolsillo una llave gigantesca y la usó para cerrar. A continuación abrió una cajita de madera en la pared, y D'Agosta vio que contenía un teclado de alta tecnología, completamente fuera de lugar entre la antigüedad de los sillares. El conde tecleó una larga secuencia numérica. El resultado fue un ruido metálico y la aparición de una gran barra de hierro, que se deslizó por un soporte de hierro macizo y atrancó la puerta.

BOOK: La mano del diablo
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