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Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (7 page)

BOOK: La estancia azul
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Ojeó más ficheros. Shawn se los había enviado vía e–mail, y le ofrecían información muy detallada sobre el colegio del chico, la Academia St. Francis.

El internado tenía un gran renombre en el aspecto académico pero, aún más importante, representaba un verdadero desafío táctico para un jugador como Phate. Si no existía cierta dificultad —y riesgo— a la hora de eliminar a los personajes de los juegos de Phate tampoco había ninguna razón para jugar. Y St. Francis presentaba ciertos obstáculos muy serios. La seguridad era abrumadora, pues en el colegio se había dado un caso de allanamiento años atrás, en el que un alumno resultó muerto y un profesor gravemente herido. El rector, Willem Boethe, había jurado que de ningún modo volvería a ocurrir algo así. Había renovado el colegio por completo para volver a ganarse la confianza de los padres, y lo había convertido en una fortificación. Los pasillos se cerraban con llave por la noche, los patios tenían dobles portones, y tanto las puertas como las ventanas contaban con alarmas. Y uno necesitaba saber unas claves para entrar o salir del muro que, coronado con alambradas, rodeaba el complejo.

En definitiva: colarse en ese colegio era el tipo de desafío que le gustaba a Phate. Significaba un paso adelante si lo comparábamos con lo de Lara Gibson: representaba pasar a un nivel superior, más difícil dentro del juego. Él podría…

Phate fijó la vista en la pantalla. No, otra vez no. El ordenador de Jamie (y, por lo tanto, el suyo también) se había vuelto a quedar colgado. Anteriormente había sucedido otra vez, diez minutos atrás. Ése era el único defecto de Trapdoor: en ocasiones tanto su ordenador como el invadido se paraban sin más. Y entonces ambos tenían que recargar (reiniciar) sus ordenadores para volver a conectarse a la red. Phate tenía que volver a cargar Trapdoor de nuevo.

Eso significaba un retraso de no más de un minuto de duración pero para Phate suponía un grave defecto. El software debía ser perfecto: tenía que ser elegante. Shawn y él habían estado tratando de arreglar ese fallo durante meses, pero aún no habían tenido suerte.

Un instante después, tanto su joven amigo como él habían vuelto a la red y Phate ojeaba de nuevo los archivos del ordenador del chico.

Una ventanita brilló en su monitor y Trapdoor le preguntó:

El objetivo acaba de recibir un mensaje instantáneo de MarkTheMan. ¿Quieres leerlo?

Ése debía de ser Mark, el hermano de Jamie Turner. Phate tecleó «sí» y siguió el diálogo de los hermanos desde su pantalla.

MarkTheMan
: ¿Puedes hablar?

JamieTT
: Tengo una cita fútil, digo con el fútbol.

MarkTheMan
:LOL
[1]
. ¿Sigue en pie lo de esta noche?

JamieTT
: Claro. ¡Santana es el amo!

MarkTheMan
: Me muero de ganas. Te veo enfrente de la puerta norte a las 6.30. ¿Listo para el rock?

Phate pensó: «Como nunca, chaval».

* * *

Gillette se quedó quieto en la entrada, se sentía como si hubiera viajado hacia atrás en el tiempo.

Miró a su alrededor en la Unidad de Crímenes Computarizados de la Policía Estatal de California (la UCC, alojada en un edificio de una sola planta a varias millas de la Central de la Policía Estatal de San José).

—Es un corral de dinosaurios.

—Y todo nuestro —le contestó Andy Anderson. Pasó a explicar a Bishop y a Shelton, aunque parecía no interesarles a ninguno de los dos, que, en los primeros días de la informática, instalaban las antiguas super–computadoras, como las que fabricaron IBM o Control Data Corporation, en salas especiales como ésa, llamadas
dinosaur pens
, corrales de dinosaurios.

Estas salas tenían techos elevados, bajo los que corrían cables gigantes llamados boas, por su parecido con las serpientes (y porque en ocasiones se desenroscaban violentamente y herían a los técnicos). Docenas de conductos de aire acondicionado recorrían la sala en diagonal: el aire acondicionado era necesario para evitar que aquellos ordenadores gigantes se recalentaran y se quemaran.

La Unidad de Crímenes Computarizados estaba ubicada a las afueras de West San Carlos, en un distrito comercial de renta baja de San José, cerca de Santa Clara. Para llegar hasta allá uno debía pasar frente a un montón de concesionarios de coches («¡Cómodos plazos! ¡Se Haba Espanol!»)
[2]
y sobre otro montón de vías de tren. El desatendido edificio de una sola planta necesitaba una mano de pintura y algunas reparaciones, y se diferenciaba mucho de, por poner algún ejemplo, las oficinas centrales de Apple Computer, que quedaban a kilómetro y medio de distancia y estaban enmarcadas en un edificio futurista y prístino decorado con un retrato de más de doce metros de alto de su cofundador, Steve Wozniak. La única escultura que se podía encontrar en la UCC era una máquina de Pepsi rota y oxidada, tirada cerca de la puerta principal.

Dentro del amplio edificio había docenas de pasillos oscuros y recintos de oficinas vacías. La policía sólo usaba una pequeña parte del espacio disponible: la zona central, donde habían acomodado una docena de cubículos modulares. Tenían ocho estaciones de trabajo de Sun Microsystem, algunos IBM y Apple y una docena de portátiles. Había cables por todas partes, pegados al suelo con cinta adhesiva o colgando por encima de las cabezas como las plantas trepadoras de la selva.

—Ahora te alquilan estos viejos depósitos de procesamiento de datos por dos duros —le explicó Anderson a Gillette. Se rió—: Por fin reconocen que la UCC es una parte legítima de la policía estatal y lo hacen dándonos cuevas que llevan veinte años sin ser utilizadas.

—Mire, un conmutador de fuga —Gillette señalaba un conmutador rojo de la pared. Una señal polvorienta indicaba «Usar sólo en caso de emergencia»—. Nunca había visto uno.

—¿Qué es eso? —preguntó Bob Shelton.

Anderson se lo explicó: los viejos depósitos podían alcanzar unas temperaturas tan altas que, si el aire acondicionado se paraba, los ordenadores se sobrecalentaban y prendían en cuestión de segundos. Y los gases que soltaban esos ordenadores, con tanta resina y plástico y goma como tenían en sus componentes, te mataban antes de que las llamas pudieran alcanzarte. Esa era la razón por la que todos los corrales de dinosaurios estuvieran equipados con conmutadores de fuga, cuyo nombre lo habían tomado prestado del conmutador de cierre de los reactores nucleares. Si se originaba un fuego, uno apretaba el conmutador de fuga que apagaba el ordenador, llamaba a los bomberos y echaba gas halón sobre la máquina para acabar con las llamas.

Andy Anderson presentó a Gillette, a Bishop y a Shelton al equipo de la UCC. La primera fue Linda Sánchez, una achaparrada latina de mediana edad que vestía un traje color café claro. Era la oficial encargada de DBB: detención, búsqueda y bitácora. Se encargaba de asegurar el ordenador del chico malo, comprobando que no tuviera explosivos escondidos; igualmente copiaba los ficheros y anotaba todo lo referente a hardware y software para convertirlo en pruebas judiciales. Además era experta a la hora de «excavar» en el disco duro: buscaba pruebas escondidas o destruidas (de hecho, también se conoce a los agentes de búsqueda y bitácora como los arqueólogos informáticos).

—¿Alguna novedad, Linda?

—Aún no, jefe. Esa hija mía es la muchacha más perezosa del mundo.

—Linda está a punto de convertirse en abuela —le comentó Anderson a Gillette.

—Lleva un retraso de casi tres semanas. Nos está volviendo locos a todos.

—Y éste es mi segundo de a bordo, el sargento Stephen Miller.

Miller era mayor que Anderson, andaba cercano a los cincuenta. Gillette vio que tenía el cabello cano, espeso y pensó que lo llevaba un poco largo para lo que se estila en los policías. De hombros caídos como un oso, tenía el cuerpo en forma de pera. Parecía tranquilo. Gillette también estimó que, dada su edad, habría pertenecido a la segunda generación de programadores informáticos: aquellos hombres y mujeres que innovaron el mundo de los ordenadores a principios de la década de los setenta.

El tercero era Tony Mott, un tipo risueño de treinta años con el pelo largo y liso y unas gafas de sol Oakley que se suspendían de su cuello por medio de un cordón verde fosforito. Tenía el cubículo lleno de fotos en las que aparecía haciendo bici de montaña y practicando el snowboarding en compañía de una belleza asiática. Había un casco sobre su mesa y unas botas de esquí en un rincón. Era un representante de la última generación de hackers: tipos atléticos y amantes del riesgo, ya se tratara de lidiar con el software desde un teclado o de competiciones de skateboard extremo. Gillette también cayó en la cuenta de que Mott era el que llevaba la pistola más grande de todo el departamento: una automática plateada y reluciente.

La Unidad de Crímenes Computarizados contaba también con una recepcionista, pero la mujer estaba enferma. La UCC se encontraba en un nivel del escalafón muy bajo dentro de la jerarquía de la policía del Estado (sus colegas de los otros departamentos los llamaban los «polis geeks») y los de la Central no se mataban por enviarles reemplazos temporales. Por esa razón, los miembros de la unidad se veían forzados a anotar mensajes telefónicos, repartirse el correo y ocuparse de los archivos durante unos días. Todo esto, como es comprensible, no le hacía mucha ilusión a ninguno de ellos.

Los ojos de Gillette toparon con unas pizarras blancas que supuestamente se usaban para ir tomando notas de las distintas pruebas. En una de ellas habían pegado una foto. No llegaba a ver con claridad qué representaba y se acercó. Acto seguido se quedó boquiabierto y paró en seco, afectado. En la foto aparecía una joven vestida con una falda roja y naranja aunque con el torso desnudo, pálida y llena de sangre, que yacía sobre una parcela de césped. Gillette se sobrecogió.

Había jugado a un montón de juegos (
Mortal Combat, Doom o Tomb Raider
) pero, por muy macabros que resultaran, no eran nada comparados con la violencia terrible y congelada que se había llevado a cabo contra aquella víctima real.

Anderson consultó el reloj de pared, que no era digital, como hubiera resultado apropiado en un centro informático, sino un modelo analógico viejo y polvoriento con una manecilla grande y otra pequeña. Eran las diez en punto de la mañana.

—Contamos con dos aproximaciones compatibles para este caso —dijo el policía—. Los detectives Shelton y Bishop se encargarán de la investigación rutinaria del homicidio. La UCC manipulará las pruebas informáticas, con la ayuda de Wyatt —echó una ojeada al fax que había sobre la mesa y añadió—: También esperamos a una consultora de Seattle, una experta en Internet y sistemas on–line. Llegará de un momento a otro.

—¿Es policía? —preguntó Shelton.

—No, civil —contestó Anderson—. Pero la hemos investigado. Y también hemos comprobado todas sus credenciales.

—Acudimos a la gente de empresas de seguridad de continuo —añadió Miller—. La tecnología cambia tan deprisa que no podemos estar al día con todos los nuevos desarrollos; los malos siempre nos sacan una cabeza. Así que procuramos usar consejeros técnicos externos siempre que podemos.

—Y suelen estar siempre ahí, haciendo cola —agregó Tony Mott—. Queda muy aparente eso de escribir en el curriculum que uno ha cazado a un hacker.

—¿Dónde está el ordenador de la señorita Gibson? —preguntó Anderson a Sánchez.

—En el laboratorio de análisis, jefe —dijo la mujer mirando hacia uno de los pasillos oscuros que se diseminaban desde la sala central—. Hay un par de técnicos de Escena del Crimen que están buscando huellas: por si el asesino entró en casa de la víctima y lo tocó. Estará listo en diez minutos.

Mott alcanzó un sobre a Bishop:

—Esto te ha llegado hace diez minutos. Es un informe preliminar de la escena del crimen.

Bishop se peinó el pelo hirsuto con el dorso de los dedos. Gillette podía ver las marcas del peine que se distinguían claramente en los mechones férreamente pegados con fijador. El policía le echó una ojeada al informe pero no dijo nada. Le dio a Shelton el grueso fajo de papeles, se metió la camisa por el pantalón una vez más y se apoyó contra la pared.

El poli regordete abrió el informe, se tomó un instante para leerlo y luego levantó la vista:

—Los testigos afirman que el chico malo era un varón blanco de estatura y complexión medias, y que vestía pantalones blancos, camisa azul claro y corbata con un motivo de dibujos animados. Entre veintimuchos y treinta y pocos. El camarero afirma que tenía la misma pinta que todos los cerebrines que van a su bar —el policía se acercó a la pizarra blanca y comenzó a escribir todas esas pistas. Prosiguió—: La acreditación que llevaba colgada al cuello decía Centro de Investigación Xerox Palo Alto, pero estamos seguros de que es falsa. Llevaba perilla. Pelo rubio. En la víctima se encontraron fibras de dril de algodón azul que no corresponden ni a la ropa que llevaba puesta ni a la que tenía en su armario. Quizá provengan del chico malo. El arma del crimen fue un cuchillo militar Ka–bar con filo superior de sierra.

—¿Cómo sabe eso? —le preguntó Tony Mott.

—Las heridas equivalen a las producidas por ese tipo de arma y el laboratorio ha encontrado óxido en ellas. Los Ka–bar están hechos de hierro y no de acero inoxidable —Shelton volvió al informe—. Asesinó a la víctima en cualquier lado y luego la arrojó en la autopista. Nadie de quienes se encontraban cerca vio nada —una mirada amarga a los presentes—. Como si vieran algo alguna vez…Estamos tratando de localizar el coche del asesino: salieron del bar juntos y se les vio dirigiéndose hacia el aparcamiento pero nadie echó un vistazo a las ruedas. En el lugar del crimen ha habido más suerte: tenemos la botella de cerveza. El camarero recordó que Holloway había puesto alrededor una servilleta pero hemos probado tanto con la botella como con la servilleta y no hemos encontrado nada. El laboratorio ha descubierto un tipo de adhesivo en la boca de la botella pero desconocen cuál es, sólo que no es tóxico. Eso es todo lo que saben. No concuerda con nada que tengamos en la base de datos del laboratorio.

Por fin habló Bishop:

—Una tienda de disfraces.

—¿Disfraces? —dijo Anderson.

—Quizá necesitaba una ayudita para tener el aspecto de ese Will Randolph al que suplantaba —dijo el detective—. Quizá era goma para pegarse en la cara un bigote o una barba.

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