Read La estancia azul Online

Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (34 page)

BOOK: La estancia azul
3.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads
Capítulo 00011011 / Veintisiete

Durante el resto del día, el equipo de la Unidad de Crímenes Computarizados estuvo revisando los informes del motel Bay View: siguieron buscando alguna pista que los llevara a Phate y escucharon los escáneres de las frecuencias de la policía para saber si se habían cometido más asesinatos.

Huerto Ramírez y Tim Morgan habían interrogado a la mayoría de los huéspedes del motel y de las zonas adyacentes, y no encontraron ningún testigo que pudiera dar razón del tipo de coche o de furgoneta que había estado conduciendo Phate.

El dependiente de un 7–Eleven de Freemont había vendido, unas horas antes, seis latas de soda Mountain View a alguien que se ajustaba a la descripción de Phate. Pero el asesino no había dicho nada que pudiera ayudar a su localización. Nadie, tanto dentro como fuera de la tienda de ultramarinos, había llegado a ver el tipo de coche que conducía.

La búsqueda de los de Escena del Crimen en el cuarto del motel había revelado marcas de soda Mountain View derramada sobre el escritorio, fragmentos de asfalto en la moqueta (proveniente del aparcamiento del motel, como se supo luego), grava de origen no determinado, huellas de pisadas de calzado que no tenía una forma particular que pudiera ser localizada o que los pudiera ayudar a rastrearlo.

Gillette ayudó a Stephen Miller, Sánchez y Tony Mott a realizar el análisis forense del ordenador olvidado en la habitación. El hacker les informó de que, de hecho, se trataba de una máquina caliente, cargada justamente con el software necesario para llevar a cabo el acto de piratería. Nada de lo que contenía podía dar alguna información sobre el paradero de Phate. El número de serie del Toshiba indicaba que éste había formado parte de un cargamento enviado al Computer World de Chicago hacía seis meses. El comprador había pagado en metálico y no se había molestado en rellenar la póliza de garantía, ni tampoco se había registrado on–line.

Todos los disquetes de ordenador que el asesino había dejado en la habitación estaban vacíos. Linda Sánchez, reina de los arqueólogos informáticos, había probado cada uno de ellos con el programa RestoreS, y ninguno había sido usado nunca. La pobre Sánchez seguía preocupada por su hija y la llamaba a cada rato para ver cómo se encontraba. Estaba claro que quería visitar a la pobre chica, y por eso Bishop le dijo que se fuera a casa. También dio permiso al resto de la tropa, y Miller y Mott se marcharon para cenar e irse a dormir.

Por otra parte, Patricia Nolan no tenía prisa por irse a su hotel. Se sentó junto a Gillette y ambos estuvieron buscando en los disquetes de ISLEnet, tratando de explicarse la actuación del inteligente demonio Trapdoor. En cualquier caso, no encontraron nada y Gillette supuso que el demonio se había suicidado.

Hubo un momento en que Gillette se inclinó hacia delante, chasqueó sus nudillos y se estiró. Bishop advirtió que miraba un montón de papeles de color rosa en los que se dejaban los recados telefónicos: se le iluminó la cara, y se lanzó a recogerlos. El detective vio que el hacker quedó claramente decepcionado cuando comprobó que ninguno de los recados era para él: lo más seguro es que le fastidiara que su mujer no hubiera llamado, tal como se lo había suplicado la noche anterior.

Bueno, Frank Bishop sabía que los sentimientos sobre seres queridos no quedaban reservados únicamente para los ciudadanos civilizados. Había detenido a docenas de asesinos despreciables que se habían echado a llorar cuando se los llevaban esposados: y no por pensar en los años que les esperaban en el patio de una cárcel, sino porque los separarían de sus mujeres y de sus hijos.

Bishop advirtió que los dedos del hacker volvían a teclear (no «mecanografiar») en el aire, mientras miraba al techo. ¿Estaría escribiéndole algo a su esposa en ese momento? ¿O acaso estaba anhelando a su padre (el ingeniero que trabajaba en los polvorientos desiertos de Oriente Medio) o confesándole a su hermano que le gustaría pasar una temporada en el Oeste cuando lo soltaran?

—Nada —murmuró Nolan—. Así no vamos a ningún lado.

Por un instante, Bishop sintió en sus carnes la misma desesperación que advertía en la cara de ella. Pero entonces se dijo: «Vamos a ver…Me he entretenido». Se dio cuenta de que había caído bajo el influjo hipnótico y adictivo del Mundo de la Máquina: como el mismo Phate. Había bifurcado sus pensamientos. Fue a la pizarra blanca y observó las anotaciones realizadas sobre las pruebas, las páginas impresas y las imágenes pegadas al tablero.

Haz algo con eso

Bishop vio una copia de la terrible fotografía de Lara Gibson.

Haz algo

El detective se arrimó a la fotografía y la observó de cerca.

—Mira esto —le dijo a Shelton. El robusto y malhumorado policía se le unió.

—¿Qué pasa con esto?

—¿Qué ves?

—No sé —respondió Shelton, encogiéndose de hombros—. No sé adónde quieres ir a parar. ¿Qué ves tú?

—Veo pruebas —respondió Bishop—. Las paredes, el suelo… todas esas otras cosas de la fotografía. Todo eso nos puede dar alguna información sobre el lugar donde Phate la mató, me juego el cuello.

Bishop era consciente de que no podían desestimar la ayuda cibernética a la hora de encontrar a Phate, pero también de que cometerían un error si se olvidaban de que ese hombre era, antes que nada, un asesino sin sentimientos, como tantos otros a los que Frank Bishop había dado caza en la zona de la bahía, a los que había detenido siguiendo los viejos métodos policiales de toda la vida. Olvídate de los ordenadores, olvida la Estancia Azul.

En la foto se veía a la desafortunada chica en primer plano. Bishop observó otras cosas que también se podían atisbar en la misma instantánea: que el suelo donde yacía era de baldosas verdes. Que había un conducto de metal galvanizado de forma rectangular que salía de un aparato beige de aire acondicionado, aunque a lo mejor era una caldera. La pared era de planchas de yeso Sheetrock, unidas por alcayatas de madera. Aquello era un cuarto de calderas de un sótano sin terminar. Uno alcanzaba a ver una puerta pintada de blanco y un cubo de basura lleno hasta los topes.

—¿Qué puede decirnos todo eso? —se preguntó Gillette.

—Quizá nos pueda dar alguna pista sobre la ubicación de la casa —respondió Bishop—. Se la enviaremos al FBI. Allí sus técnicos podrán echarle un vistazo.

—No sé, Frank —dijo Shelton, negando con la cabeza—. Parece muy listo para mear donde come. Y esto es demasiado rastreable —señaló la fotografía—: Seguro que la mató en otro sitio. Eso no es su casa.

—No estoy de acuerdo —repuso Nolan—. Estoy de acuerdo con que es listo, pero no ve las cosas como nosotros.

—¿A qué te refieres?

Gillette parecía haberlo entendido a la primera.

—Phate no piensa en el Mundo Real. Tratará de borrar cualquier huella o prueba en el ordenador, pero pasará por alto las pistas físicas.

—Ese sótano parece bastante nuevo —dijo Bishop, mirando la foto—. Y también la caldera. O el aire acondicionado, o lo que sea. Los del FBI serán capaces de descubrir si hay algún constructor particular que utiliza esa clase de materiales. Podríamos circunscribir la zona del edificio.

—Es improbable —replicó Shelton, encogiéndose de hombros—. Pero, de todas formas, no tenemos nada que perder.

Bishop llamó a un amigo suyo que trabajaba en el FBI. Le habló de la foto y le dijo lo que necesitaban. Conversaron un poco más y luego colgó.

—Él mismo va a descargar un original de la foto y luego lo enviará al laboratorio —dijo Bishop. Entonces el detective vio que en un escritorio cercano había un gran sobre a su nombre. La etiqueta del sobre rezaba que provenía del Departamento de la División Central de Expedientes Juveniles de la policía estatal; debía de haber llegado mientras se encontraban en el Bay View. Lo abrió y leyó su contenido. Se trataba del expediente del juicio de Gillette cuando aún era un menor, era el informe que había solicitado cuando el hacker se dio a la fuga la noche anterior. Lo dejó caer sobre el escritorio y, acto seguido, miró la hora en el polvoriento reloj de pared. Eran las diez y media de la noche.

—Creo que todos nos merecemos un descanso —dijo.

Shelton no había dicho nada sobre su esposa pero Bishop sabía que deseaba volver a casa para verla. El fornido detective se fue, lanzando un saludo a su compañero: «Nos vemos mañana, Frank». También sonrió a Nolan. En cambio, para Gillette no hubo ni una palabra ni un gesto de despedida.

—No pienso pasar otra noche más aquí —le dijo Bishop a Gillette—. Me voy a casa. Y tú vienes conmigo.

Cuando oyó esas palabras, Patricia Nolan volvió la cabeza hacia Gillette.

—Tengo mucho espacio en mi habitación —dijo, como dejándolo caer—. La empresa me paga la suite. Estás invitado, si lo deseas. Tengo un gran mini bar.

—Ya voy camino del paro con este caso lo bastante deprisa —replicó el detective tras haberse reído—. Creo que será mejor que se venga conmigo. Ya sabes, sigue siendo un recluso en libertad vigilada.

Nolan se tomó bien su derrota: Bishop intuyó que ella había empezado a desechar a Gillette como objeto amoroso. Nolan buscó su bolso, una pila de disquetes y su portátil, y se largó.

—¿Te importa si hacemos una parada por el camino? —preguntó el hacker a Bishop mientras ambos salían por la puerta.

—¿Una parada?

—Hay algo que quiero comprar —dijo Gillette—. Vaya, y ya que tratamos el tema, ¿me podrías prestar un par de dólares?

Capítulo 00011100 / Veintiocho

—Hemos llegado —dijo Bishop.

Habían aparcado frente a una casa estilo rancho, pequeña pero ubicada en una zona frondosa que parecía ser de unos dos mil metros cuadrados, algo nada irrisorio para aquella parte de Silicon Valley.

Gillette preguntó en qué municipio se encontraban y Bishop le dijo que en Mountain View.

—Claro que desde aquí no se ve exactamente ningún monte. La única vista que tenemos es la del Dodge de mi vecino un poco más allá y, cuando sale un día claro, la de ese hangar de allí, en el campo de Moffett —señalaba un punto al norte, más allá de las luces de los coches que cruzaban la autopista 101.

Caminaron por la tortuosa acera, que estaba llena de hoyos y de bollos.

—Cuidado aquí —dijo Bishop—. A ver cuándo puedo ponerme a arreglar eso. Todo se debe a que a un paso tenemos la falla de San Andrés: está a unos seis kilómetros de aquí, en esa dirección. Ah, y límpiate los zapatos en el felpudo, haz el favor.

Giró la llave en la puerta y dejó pasar al hacker.

Jennie, la esposa de Frank Bishop, era una mujer bajita de unos treinta y tantos años. Tenía el rostro redondo y no era guapa, pero sí atractiva. Mientras Bishop parecía salido de los años cincuenta, con sus patillas, sus camisas de manga corta y su pelo con fijador, ella era un ama de casa de su tiempo. Pelo largo recogido en coleta, vaqueros y una camisa de diseño. Era delgada y atlética aunque Gillette, que acababa de salir de la cárcel y andaba rodeado de morenos californianos, juzgó que estaba un poco pálida.

Ella no pareció extrañarse (ni siquiera aparentó sorpresa) por el hecho de que su marido hubiera traído a un convicto a pasar la noche, y Gillette supuso que el detective la había llamado con anterioridad, para ponerla en antecedentes.

—¿Habéis comido? —preguntó ella.

—No —dijo Bishop.

Pero Gillette alzó la bolsa de papel que contenía lo que se había parado a comprar por el camino y dijo:

—A mí me vale con esto.

Con desenfado, Jennie le arrancó la bolsa de la mano y miró en su interior. Se rió.

—No vas a cenar Pop–Tarts. Necesitas comida de verdad.

—No, en serio…—con una sonrisa en la cara y mucha pena en el corazón Gillette vio desaparecer las galletas rellenas de mermelada en la cocina.

Tan cerca, y aun así tan lejos

Bishop se desató los cordones, se quitó los zapatos y se puso unas zapatillas indias. El hacker se quitó los zapatos y, con los pies descalzos, se quedó en medio de la sala, mirando a su alrededor.

El lugar le recordaba a las casas en las que había vivido de niño. Moqueta blanca de un lado a otro, pidiendo a gritos que la cambiaran. Los muebles eran de grandes almacenes. El televisor era caro y el equipo de música barato. La desportillada mesa tenía las alas abiertas y esta noche hacía las funciones de escritorio: daba la impresión de que era día de pagar facturas. Había doce sobres cuidadosamente dispuestos para ser enviados: Pacific Bell, Mervyn's, MasterCard, Visa.

Gillette echó una ojeada a algunas de las numerosas fotos enmarcadas sobre la repisa. Había como cinco o seis docenas de ellas. La foto de la boda revelaba a un Frank Bishop idéntico al de hoy, patillas y fijador incluidos (aunque la blanca camisa bajo la chaqueta del esmoquin quedaba bien amarrada al pantalón por el fajín).

Bishop vio que Gillette las estudiaba.

—Jennie dice que somos TeleMarcos. Nosotros solos tenemos más fotos que dos familias juntas en toda esta manzana —señaló la parte trasera de la casa. Había muchas más en el dormitorio y en el baño—. Esa que estás mirando: ésos son mi padre y mi madre.

—¿Él era un sabueso? Espera, ¿te molesta que te llamen sabueso?

—¿Te molesta que te llamen hacker?

—No —Gillette se había encogido de hombros—. No, me pega.

—Lo mismo en mi caso. Pero no, mi padre tenía una empresa de artes gráficas en Oakland. Bishop e Hijos. Aunque lo de «hijos» no es del todo exacto pues dos de mis hermanas la llevan ahora, junto con la mayor parte de mis hermanos.

—¿Dos de mis… —dijo Gillette, alzando una ceja—. ¿La mayor parte de…

Bishop se rió.

—Soy el octavo de nueve hijos. Cuatro chicas y cinco chicos.

—Eso sí que es una familia numerosa.

—Tengo veintinueve sobrinos.

Gillette vio la foto de un hombre delgado que vestía una camisa tan abolsada como la de Bishop y que estaba apostado frente a un edificio de una planta en cuya fachada se leía «Bishop e Hijos Imprenta y Cajistería».

—¿No quisiste seguir en el negocio?

—Me gustaba la idea de continuar el negocio familiar —sujetó la foto y la miró—. Creo que la familia es lo más importante del mundo. Pero debo decirte que soy muy malo en cuanto a imprentas se refiere. Es aburrido, ¿sabes? Lo que pasa con ser un sabueso es que…¿Cómo podría decirlo? Es que es algo infinito. Cada día te encuentras algo nuevo. Y cuando crees que ya te has hecho a la idea de cómo funciona la mente criminal, de pronto ¡zas!, encuentras una perspectiva totalmente distinta.

BOOK: La estancia azul
3.22Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Generation Dead by Daniel Waters
Shades of Doon by Carey Corp
Current Impressions by Kelly Risser
08 Illusion by Frank Peretti
The Power of One by Jane A. Adams
Claiming the Highlander by Mageela Troche
Zoobreak by Gordon Korman
My Secret Life by Anonymous
Samantha James by Gabriels Bride