Read La estancia azul Online

Authors: Jeffery Deaver

Tags: #Intriga, policíaco

La estancia azul (5 page)

BOOK: La estancia azul
9.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Anderson siguió ojeando las páginas del archivo por ver si encontraba algo que le ayudara a tomar una decisión respecto a la excarcelación de Gillette. Existían pasajes claros concernientes a lo que el alcaide había comentado: a Gillette lo habían interrogado por doce delitos informáticos graves en los últimos ocho años. En el juicio por el asunto de Western Software, el fiscal había tomado prestada una expresión del juez que sentenció al famoso hacker Kevin Mitnick: dijo que Gillette era «peligroso cuando estaba armado con un teclado».

Anderson también observó que el comportamiento de Gillette con los ordenadores no había sido siempre delictivo. Había trabajado para un montón de empresas de Silicon Valley donde invariablemente recibía entusiastas expedientes por su habilidad como programador: al menos hasta que lo echaban por no ir al trabajo o por quedarse dormido en el puesto tras haberse pasado toda la noche en vela frente a su computadora. Asimismo, había escrito muchísimos y muy brillantes programas de freeware y shareware: aquellos cuyo uso se ofrece de forma gratuita a quien quiera que los desee. El joven había impartido charlas en conferencias sobre nuevos desarrollos en lenguajes de programación y seguridad.

Anderson volvió a revisar todo y se topó con algo que le hizo reír. Se encontró con una copia de un artículo que Wyatt Gillette había escrito hace años para la revista On–Line. Era un artículo muy conocido y Anderson recordó haberlo leído cuando fue publicado pero sin prestar ninguna atención al nombre de su autor. Su título era «La vida en la Estancia Azul». Su tesis afirmaba que los ordenadores eran el primer invento tecnológico de la historia que afectaba a todas y cada una de las facetas de la vida humana, desde la psicología hasta el entretenimiento pasando por la inteligencia, las comodidades materiales o el mal, y que por eso tanto humanos como máquinas sufrirían un crecimiento a la par. Es algo que implica muchos beneficios y también muchos peligros. La expresión «Estancia Azul», que reemplazaba a la de «ciberespacio», apuntaba al mundo de los ordenadores, al que también se conocía como el «Mundo de la Máquina». En la frase acuñada por Gillette, «azul» aludía a la electricidad que alimenta los ordenadores, y «estancia» a que nos hallamos en un lugar real aunque, a un tiempo, intangible.

Andy Anderson encontró algunas fotocopias de su juicio más reciente. Vio montones de cartas que habían sido enviadas al juez, suplicando su indulgencia a la hora de dictar sentencia. El padre de Gillette, un ingeniero americano que trabajaba en Arabia Saudí, había enviado al juez numerosas y sentidas peticiones de reducción de condena por correo electrónico. La madre del hacker había fallecido (un infarto inesperado cuando se hallaba en la cincuentena) pero parecía que el joven mantenía una buena relación con su padre. Asimismo, el hermano del hacker, Rick, un funcionario de Montana, había salido en ayuda de su familiar enviando muchos faxes al juzgado en los que también solicitaba indulgencia (Rick Gillette llegaba a sugerir, de forma bastante enternecedora, que su hermano menor podría irse a vivir con él y su mujer «en un enclave montañoso prístino y escarpado», como si el aire puro y el trabajo físico pudieran alejar al hacker de las conductas criminales).

Anderson se conmovió al leer esto, pero también se sintió sorprendido: la mayoría de los hackers que Anderson había perseguido provenían de familias muy desestructuradas.

Cerró el archivo y se lo pasó a Bishop, quien lo hojeó sin interés, visiblemente aturullado por las referencias técnicas a diversas máquinas. El detective murmuró: «¿La Estancia Azul?». Un minuto después tiraba la toalla y entregaba el archivo a Anderson.

—¿A qué hora lo sacamos?

—Todo el papeleo está ya en el juzgado, esperando —replicó Anderson—. En cuanto un magistrado federal lo firme, Gillette es nuestro.

—No digan que no les he avisado —afirmó el alcaide. Hizo un gesto señalando el ordenador de fabricación casera—: Si desean soltarlo, adelante. Sólo tienen que pensar que tienen ante sí a un yonqui que lleva dos semanas sin pincharse.

—Creo que será mejor que llamemos a la Central —dijo Shelton—. No nos vendrían mal unos cuantos federales en este caso. Y habría más gente para echarle un ojo al recluso.

Pero Anderson negó con la cabeza:

—Si lo hacemos, el DdD se enterará de todo y les dará un patatús cuando oigan que hemos soltado al hacker que entró en su Standard 12. Gillette estará de vuelta en media hora. Mejor será que lo mantengamos en silencio. La orden de excarcelación la pondremos a nombre de Juan Nadie.

Anderson miró a Bishop, y lo pilló ojeando de nuevo su callado teléfono móvil.

—¿Qué piensas, Frank?

El delgado detective pronunció por fin unas cuantas frases completas:

—Señor, en mi opinión, creo que deberíamos sacarlo, y cuanto antes mejor. Ese asesino anda suelto y seguro que no está de charla. No como nosotros.

Capítulo 00000100 / Cuatro

Wyatt Gillette llevaba ya media hora atroz sentado en esa celda fría y medieval y negándose a especular en verdad si sucedería: si lo soltarían. No quería permitirse el menor soplo de esperanza: lo primero que muere en una cárcel son las ilusiones.

Luego, se abrió la puerta de la celda con un ruido casi imperceptible, y entraron los policías.

Anderson miró a Gillette, quien se fijó en que el hombre lucía el punto marrón en el lóbulo de la oreja de un agujero de pendiente que hubiera cerrado tiempo atrás.

—Un magistrado ha firmado la orden de excarcelación temporal.

Gillette suspiró tranquilo. Cayó en la cuenta de que tenía los dientes apretados y los hombros tensos y hechos un nudo debido a la espera. Comenzó a relajarse.

—Tienes dos opciones: o bien te dejamos las esposas puestas durante todo el rato, o bien te colocamos una tobillera de detección y localización electrónica.

Gillette se lo pensó:

—La tobillera.

—Es un modelo nuevo —dijo Anderson—. De titanio. Sólo pueden ponértela y quitártela con una llave especial. Nadie ha sido capaz de despojarse de ella.

—Bueno, hubo un tipo que lo hizo —añadió Bob Shelton—, pero después de haberse arrancado el pie. Y sólo pudo avanzar kilómetro y medio antes de desangrarse por completo.

A Gillette ese policía corpulento le hacía tanta gracia como odio parecía sentir el agente contra él.

—Te localiza en un radio de noventa kilómetros y emite a través del metal —prosiguió Anderson.

—Ha quedado claro —le contestó Gillette. Y al alcaide—: Necesito traer unas cuantas cosas de mi celda.

—¿Qué cosas? —se rió aquel hombre—. No te vas por tanto tiempo, Gillette. No es necesario que hagas las maletas.

—Necesito llevar algunos libros y cuadernos —comentó Gillette a Anderson—. Y muchos recortes. De
Wired y 2600
.

El policía de la UCC, que estaba suscrito a ambas publicaciones, dijo:

—Sí, pueden ser de utilidad —y al alcaide—: No hay problema.

Cerca sonó un aullido electrónico muy estridente. Gillette se sobresaltó al oírlo. Le llevó un minuto reconocer lo que era ese sonido que nunca había oído en San Ho. Frank Bishop contestó la llamada de su móvil.

El policía flacucho se llevó el teléfono a la oreja y escuchó durante un rato mientras se acariciaba las patillas. «Sí, señor…Capitán…¿Y?» Hubo una larga pausa durante la cual las comisuras de sus labios se endurecieron. «¿Nada que pueda hacer?…Bien, señor.»

Colgó.

Anderson levantó una ceja en su dirección. El detective de homicidios dijo:

—Era el capitán Bernstein. La emisora ha difundido nuevas noticias sobre el caso MARINKILL. Han divisado a los sospechosos cerca de Walnut Creek. Es de suponer que vienen hacia aquí —lanzó una mirada a Gillette tan vaga como si oteara una mancha sobre el banco y se dirigió a Anderson—: Creo que debo decírselo: solicité que me sacaran de este caso y me pusieran a trabajar en ése. Se han negado. El capitán Bernstein piensa que aquí puedo ser de más ayuda.

—Gracias por indicármelo —respondió Anderson. No obstante, a Gillette no le dio la impresión de que el policía de la UCC estuviera especialmente agradecido por la ratificación de que el detective no se sintiera del todo involucrado en el caso. Miró a Shelton.

—¿Usted también aspiraba a unirse al MARINKILL?

—No. Reclamé estar en éste. A esa muchacha la asesinaron en mi patio, como quien dice. Quiero asegurarme de que no volverá a ocurrir una cosa así.

Anderson miró su reloj. Gillette advirtió que eran las 9.15.

—Deberíamos volver a la UCC.

El alcaide llamó al musculoso guardia y le dio instrucciones. El hombre condujo a Gillette de vuelta a su celda.

Cinco minutos después había seleccionado todo lo que necesitaba, usado el baño y se había puesto una chaqueta encima. Caminó delante del guardia hasta la zona central de San Ho.

Dejó atrás una puerta, otra, el área de visitas donde había visto a un amigo hacía un mes; la sala de abogados, donde había pasado demasiadas horas con aquel hombre que se llevó hasta el último céntimo que Ellie y él tenían.

Por fin, respirando fuerte a medida que la excitación lo embargaba, Gillette llegó al penúltimo pasillo: a la zona sin puertas de seguridad donde estaban las oficinas y las garitas de los guardas. Allí le esperaban los policías.

Anderson hizo una seña al guardia, quien le quitó las esposas. El guardia volvió por donde había venido y Gillette se encontró, por primera vez en dos años, libre de la dominación del sistema de prisiones. Había conseguido una pequeña parcela de libertad.

Se frotó la piel de las muñecas y caminó hacia la salida: dos puertas de madera con un cristal con enrejado contra incendios, a través de las cuales Gillette podía ver el cielo gris y encapotado. «Le pondremos la tobillera afuera», dijo Anderson.

Shelton se le acercó furtivamente y le susurró al oído:

—Quiero comentarte una cosa, Gillette. Quizá pienses que ahora que tienes las manos libres vas a poder robar un arma. Mira, si te veo una mirada rara o sospecho algo, te vas a acordar de mí, ¿me sigues? No tendré reparos en acabar contigo.

—Me metí en un ordenador —dijo Gillette, harto—. Es mi único crimen. Nunca he hecho daño a nadie.

—Recuerda lo que te he dicho —dijo Shelton, y volvió a colocarse a su espalda. Gillette caminó más aprisa, hasta alcanzar a Anderson:

—¿Dónde vamos?

—A las oficinas de la UCC, la Unidad de Crímenes Computarizados, que se encuentran en San José. En una base apartada. Nosotros…/p>

Sonó una alarma y una luz roja se encendió en el detector de metales por el que pasaban. Como salían de la prisión y no al contrario, el guardia encargado apagó la alarma y les hizo una seña para que continuaran.

Pero justo cuando Anderson ponía la mano en la puerta para abrirla, una voz dijo:

—Un momento —era Frank Bishop y estaba señalando a Gillette—: Pásale el escáner.

Gillette se detuvo.

—Esto es estúpido. Salgo, no entro. ¿Quién se dedicaría a sacar algo de la cárcel?

Anderson no dijo nada pero Bishop hizo un gesto al guardia para que se acercara. Pasó la varilla del detector por el cuerpo de Gillette. La varilla se aproximó al bolsillo derecho de sus pantalones flojos y emitió un chirrido estridente.

El guardia metió la mano en el bolsillo y sacó una placa de circuitos, llena de cables.

—¿Qué demonios es eso? —preguntó Shelton.

Anderson lo examinó de cerca. «¿Una caja roja?», preguntó a Gillette, quien miraba frustrado al techo:

—Sí.

—Existe un montón de cajas de circuitos que los phreaks telefónicos usan para engañar a las compañías de teléfonos: para tener servicio gratis, pinchar líneas o evitar que se las pinchen a ellos…Se conocen por los distintos colores. Ya no se ven más de este tipo, como esta caja roja. Reproduce el sonido de las monedas cayendo por la cabina. Puedes llamar a donde quieras en todo el mundo y lo único que necesitas es seguir dándole al botón de 25 centavos para pagar la llamada —miró a Gillette—. ¿Qué es lo que ibas a hacer con esto?

—Pensé que igual me perdía y necesitaba llamar a alguien.

—También podías vendérsela en la calle a cualquier phreak por, pongamos, unos doscientos dólares. En el caso de que, por ejemplo, quisieras escapar y necesitaras algo de dinero.

—Supongo que alguien podría hacer eso. Pero yo no.

Anderson echó una ojeada a la placa de circuitos:

—El cableado está muy bien.

—Gracias.

—Apuesto a que echaste en falta un soldador, ¿no?

—No lo sabe bien —contestó Gillette, afirmando con la cabeza.

—Vuelve a sacar algo así y regresas ahí dentro tan pronto como tarde en traerte de vuelta el coche patrulla, ¿entendido?

—Entendido.

—No ha estado mal —le susurró Bob Shelton—. Pero, qué putada, la vida es una decepción tras otra, ¿no?

«No», pensó Gillette, «la vida es un hack tras otro».

* * *

En el extremo este de Silicon Valley, un estudiante regordete de quince años tecleaba con furia mientras observaba con atención la pantalla en la sala de ordenadores de la Academia St. Francis, un viejo colegio privado masculino de San José.

Aunque llamar sala a eso no era hacer justicia, la verdad. Es cierto que contenía ordenadores. Pero lo de «sala» era ya algo más inseguro, como opinaban todos los estudiantes sin excepción. Se encontraba en el subsuelo, tenía barras en las ventanas y no sólo parecía una celda sino que antiguamente lo había sido: esa ala del edificio tenía 250 años. Se decía que fray Junípero Serra, el famoso misionero de la vieja California que daba nombre a la Interestatal 280, había difundido la Palabra de Dios en esta habitación donde desnudaba a los indios hasta la cintura y los flagelaba hasta que aceptasen a Jesús. Según la versión que los estudiantes veteranos contaban a los más jóvenes, algunos de esos indios no habían podido sobrevivir a su conversión y sus fantasmas seguían vagando por celdas, bueno, por salas, como ésta.

Jamie Turner, el más joven de quienes ahora ignoraban a los espíritus y tecleaban a la velocidad de la luz, era un desmañado estudiante moreno de segundo año. Nunca sacaba nada más bajo que un notable alto y, a pesar de que aún quedaban dos meses para el final del semestre, ya había cumplido con las lecturas obligatorias (y con la mayor parte de los trabajos) para todas sus clases. Él solo poseía el doble de libros que cualquier estudiante de St. Francis y se había leído cada novela de
Harry Potter
cinco veces;
El señor de los anillos
, ocho veces, y cada palabra que hubiese sido escrita por William Gibson, el escritor visionario de informática–ficción, más veces de las que sea posible recordar.

BOOK: La estancia azul
9.41Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Shark Beast by Cooper, Russ
The Trouble With Emma by Katie Oliver
Wicked Obsessions by Marilyn Campbell
A Hard Ride Home by Emory Vargas
00.1 - Death's Cold Kiss by Steven Savile - (ebook by Undead)
The Taken by Sarah Pinborough
Heaven and the Heather by Holcombe, Elizabeth
Bonds of Fire by Sophie Duncan