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Authors: Antonio Garrido

La escriba (61 page)

BOOK: La escriba
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Pasado un rato, se acordó del documento que había escondido sobre una viga en los barracones de la mina. Pensó que el pergamino resultaría ideal como yesca, pero cuando se levantó con la intención de recuperarlo, todo le dio vueltas.

Comprendió que nunca saldría de allí. Las niñas continuaban calladas, como si un narcótico las mantuviese aturdidas. Se arrastró hasta el eslabón para intentarlo de nuevo. Agarró el acero con todas sus fuerzas y lo descargó sobre el pedernal. Para su sorpresa, las chispas brotaron como un torrente luminoso esparciéndose sobre el cedazo de lana. Repitió con fuerza el proceso, soplando sobre las chispas, frotando con toda su alma. De repente un punto del paño se encendió. Gorgias volvió a soplar hasta que a su lado apareció otra mota dorada que de inmediato cambió a rojo intenso. Espoleado, siguió frotando el eslabón mientras las partículas incandescentes se multiplicaban. Luego brotaron pequeños hilos de humo que se fueron densificando, hasta que por fin una vibrante llama se apoderó del cedazo.

Rezó por que alguien en Würzburg divisara la hoguera. En tal caso, esperaría a que ese alguien se aproximara y, tras asegurarse de que localizaba a las niñas, huiría de nuevo a las montañas. En ese instante advirtió que el fuego comenzaba a flaquear, así que alimentó las llamas con las tablillas que habían quedado sueltas. Sin embargo, la hoguera devoraba cuanto recibía con la misma celeridad que se lo suministraba, y poco a poco comenzó a ceder hasta quedar reducida a un montón de ascuas.

Cuando expiró el último rescoldo, Gorgias lo contempló con amargura. Llevado por una idea necia, había destruido el único medio del que disponía para transportar a las chiquillas, de forma que ahora sólo le restaba esperar a que el frío y las fieras acabaran con sus vidas. Se despojó de su capa y abrigó a las gemelas. Por un momento imaginó que la más despierta le sonreía. Luego se acurrucó junto a ellas para protegerlas con su cuerpo, y se quedó adormecido, soñando con su hija.

Supo que había muerto porque nada más abrir los párpados se encontró frente a Theresa. La vio envuelta en un halo blanco, radiante de alegría, con sus ojos color miel grandes y húmedos; su pelo revuelto que nunca se arreglaba; su voz cariñosa y acogedora. Creyó sentir sus abrazos, sus palabras alentándole. Le acompañaba un ángel de cabello oscuro y gesto amable.

Intentó hablarle, pero sólo consiguió exhalar un lamento. De repente sintió que lo incorporaban. Entre tinieblas, advirtió que a su lado continuaban las dos pequeñas. Luego se fijó en los restos de la hoguera. Sin comprender, miró de nuevo a Theresa. Después se dejó acoger por sus abrazos y volvió a perder la consciencia.

Pese a procurarlo, Izam no consiguió sosegar a Theresa.

La joven había ansiado tanto encontrar a su padre, que cuando aquella mañana divisó la fogata en los aledaños de la mina había llorado, dando por cierto que lo hallaría con vida. Luego, tras coronar el sendero y descubrir a Gorgias abrazado a las niñas, había corrido hacia él sollozando de alegría, y al comprobar que aún vivía, lo había abrazado mil veces hasta que Izam le sugirió regresar a la villa.

Emprendieron el camino de vuelta con Theresa guiando el caballo, Izam a pie con las dos niñas, y Gorgias hecho un fardo, inconsciente, sobre la montura. Al principio Theresa desbordaba felicidad: hablaba a su padre aunque éste no la oyera, explicándole dónde había estado, qué había ocurrido en Fulda y cuánto le había añorado. Sin embargo, conforme avanzaban reparó en que él no sólo no la atendía, sino que la herida del muñón hedía a animal muerto. Tras comentárselo a Izam, éste frunció los labios y denegó con la cabeza.

—Quiero decir… Tendrá que atenderle el físico —se corrigió al darse cuenta de su gesto—. Seguro que lo remedia.

Pese al añadido, no pudo evitar el que Theresa se alarmara, de modo que para distraerla le habló de las gemelas.

—Alguien tuvo que dejarlas en la mina —le comentó.

Theresa no contestó porque era obvio que su padre no habría podido acarrear ni una gallina.

Habían cubierto la mitad del camino cuando, de repente, tras superar un repecho, divisaron una turba de campesinos que se dirigía hacia ellos blandiendo horcas y guadañas. La encabezaba un grupo de soldados que nada más verles les dieron el alto. Izam supuso que buscaban la recompensa de Wilfred; lo que no entendía era cómo les habían encontrado. Por fortuna, distinguió a Gratz, uno de sus hombres de confianza, a quien recurrió para que los arqueros depusieran sus armas. Sin embargo, para cuando el soldado obedeció, varios campesinos cegados por la codicia ya corrían hacia ellos. De inmediato Izam dejó a las niñas en el suelo y desenvainó su espada, pero antes de utilizarla, una flecha abatió al primero de los campesinos. Izam miró a Gratz, quien aún sostenía el arco. Los otros campesinos se detuvieron en seco como lazados por una cuerda tensa. Uno de los lugareños dejó caer su arma al suelo y los demás le imitaron. Luego los soldados se adelantaron, apartaron a empellones al grupo de exaltados y ofrecieron sus caballos a Izam y las gemelas.

De regreso en Würzburg, Gratz informó a Izam que un anónimo había revelado el paradero de las niñas.

—Por lo visto, un encapuchado se lo confesó a un sacerdote, que a su vez lo trasladó a Wilfred. Esta mañana nos ordenaron que organizáramos la batida.

A Izam le extrañó la coincidencia de que el delator conociera el paradero, y a la vez culpara a Gorgias de retener a las gemelas.

Le agradeció a Gratz su intervención y continuaron cabalgando hasta las puertas de la ciudadela, donde una muchedumbre aguardaba enardecida.

Nada más abrirse las puertas, vieron a Wilfred en su carromato. El conde hizo restallar el látigo y los perros tiraron del artefacto, que avanzó torpemente por el camino, dejando atrás a Alcuino, Zenón y Rutgarda, pendientes de cuanto sucedía. Cuando el tullido alcanzó el umbral de la muralla, Izam se adelantó con las dos chiquillas. En el instante en que Wilfred las abrazó, todo el pueblo celebró el fin de la pesadilla.

Ya en la fortaleza, Theresa se mordió las uñas a la espera de que Zenón y una matrona examinasen a las niñas. A su conclusión, tanto el físico como la mujer determinaron ausencia de violencia. Pronto se restablecerían. Cuando Zenón fue a atender a Gorgias, Wilfred se lo impidió. Seguidamente ordenó su traslado a las mazmorras.

Theresa suplicó una y otra vez que lo auxiliaran, pero Wilfred se mostró inflexible, hasta el punto de advertirle que si seguía insistiendo, también la encerraría a ella. La joven afirmó que no le importaba, pero Izam la arrastró a otra sala por la fuerza.

—¡Déjame! —Le golpeó entre sollozos.

Izam la abrazó e intentó tranquilizarla.

—¿No comprendes que así no conseguirás nada? Luego haré que lo atiendan —le prometió.

Theresa se dejó llevar porque los nervios la vencían. De vuelta en la sala capitular, advirtió la presencia de Hóos departiendo con Alcuino. Instintivamente se apartó de él para apretarse contra Izam. Éste se dirigió hacia él, pero antes de alcanzarle, Hóos dio media vuelta y se retiró de la estancia.

Izam y Theresa comieron juntos en uno de los establos, rodeados de heno y paja. Mientras compartían el guiso, Izam se sinceró. Le dijo que a excepción de dos o tres subordinados, no sabía de quién fiarse.

—Ni siquiera de ese Alcuino. Le conozco de la corte, sí. Es un hombre sabio y bien considerado, pero no sé… Con todo lo que me has contado…

Theresa asintió sin prestar atención, porque en aquel momento lo único que le importaba era que atendiesen a su padre lo antes posible. Cuando se lo recordó a Izam, éste le aseguró que buscaría a Zenón después de comer. Ya se había informado, y únicamente habría de ocuparse de pagarle lo suficiente.

—Argumentaré que preciso interrogar a tu padre. No creo que me pongan ningún inconveniente.

Theresa le rogó que le permitiera acompañarle, pero Izam arguyó que en tal caso sospecharían.

—Pues soborna a quienes le custodian, o di que mi presencia es necesaria para que hable.

—¡Claro! Tú, yo, Zenón… ¿y cuántos más? Esto no es un banquete de bienvenida.

Theresa lo miró anonadada. De repente soltó el plato y corrió hacia la salida. Izam comprendió que le había respondido con demasiada brusquedad, así que la alcanzó y se disculpó por su torpeza. Admitió que se encontraba nervioso porque desconocía a quiénes se enfrentaba.

—¿Acaso no viste a Wilfred? De haber podido, habría matado a tu padre con la mirada —dijo.

—Si es cuestión de dinero, por el amor de Dios, dímelo. En Fulda dispongo de tierras. —Olvidaba que Izam ya lo sabía.

—No es cuestión de… ¡Maldición, Theresa!, han matado a dos personas; a tres si contamos al
percamenarius
. Y dos chiquillas están no sé si enfermas, o qué demonios les pasa. Si no andamos alerta, los siguientes seremos nosotros.

Theresa se mordió los labios, pero insistió en ver a su padre. Izam comprendió que no desistiría. Entonces él le hizo prometer que se mantendría a su lado hasta que todo se aclarara.

—¿Y el
scriptorium?
Le prometí a Alcuino que le ayudaría.

—¡Por Dios! ¡Olvida el
scriptorium
, a Hóos y al maldito Alcuino! Y ahora encontremos a ese físico antes de que acabe con todo el vino de las bodegas.

Localizaron a Zenón en una casucha, atendiendo a un lugareño que había perdido tres dientes en una pelea. Mientras el físico terminaba con él, le preguntó por el motivo de su presencia, pero Izam disimuló interesándose por el estado de las gemelas. Cuando el herido se retiró, Izam le reveló sus verdaderas intenciones.

—Lo siento, pero Wilfred me ha prohibido que le atienda —se disculpó el físico mientras se secaba la sangre de las manos—. Aunque no entiendo el porqué: al fin y al cabo, ese escriba va a espicharla de todas formas.

Al escuchar su pronóstico, Izam se alegró de que Theresa aguardara fuera.

—Si va a morir, lo mismo dará que le veas. —Hizo sonar su bolsa.

Terminó de convencerle asegurándole que se las arreglaría para sustituir al vigilante de Wilfred por alguien de su confianza: Zenón solicitó el pago por adelantado, pero Izam sólo le ofreció un par de monedas. Cuando fue a apropiárselas le sujetó la muñeca.

—Un aviso: ve sobrio, o serás el próximo a quien tengan que arreglar la boca.

Zenón sonrió estúpidamente. Antes de separarse, acordaron encontrarse tras el oficio de
sexta
, hora para la que Izam suponía habría persuadido a Wilfred de que incrementase la vigilancia en las mazmorras. Luego acompañó a Theresa a su celda para que tomase lo que precisara, porque no quería que permaneciera más tiempo allí. La joven cogió algo de ropa, un buril y sus tablillas de cera. Después se dirigieron a la celda de Izam.

—¿Qué piensas hacer? —le preguntó ella una vez cerrada la puerta.

Izam se despojó de la espada, que arrojó sobre la mesa. Le dijo que le propondría a Wilfred aumentar la guardia con uno de sus hombres; luego esperaría a que el centinela de Wilfred se ausentara.

—Ya encontraré la forma de que sea Gratz quien vigile la puerta.

Le pidió que aguardase allí y que bajo ningún concepto abandonara la estancia. Luego se pertrechó con un puñal que escondió bajo su capa. Cuando marchaba, Theresa le detuvo. Tenía miedo de que Hóos la atacara, pero él le aseguró que eso no ocurriría. Salió al pasillo y llamó al soldado que montaba guardia. El jovenzuelo, un imberbe comido por los granos, asintió con presteza cuando le ordenó que nadie franqueara la puerta. Después de que Izam se fuera, Theresa se acurrucó sobre el jergón a esperar su regreso.

Theresa permaneció mirando el techo, especulando sobre el motivo que habría llevado a Wilfred a confinar a Gorgias en una mazmorra, pero pasado un rato decidió ojear la Vulgata que aún llevaba en su talega. Acercó el códice a la ventana y, tras encontrar el versículo de Tesalonicenses, repasó las indicaciones que su padre había escrito con tinta aguada. En total contabilizó sesenta y cuatro frases, o más bien sesenta y cuatro líneas, ya que éstas no se correspondían con sentencias o párrafos, sino que formaban sucesiones de palabras inconexas, todas relacionadas con el famoso pergamino. Lo sacó de la talega, pero no le sirvió de nada. Sabía que aquellos textos debían encerrar un sentido, así que se ocupó en transcribir cada palabra a sus tablillas de cera. Cuando terminó, depositó las tablillas sobre el jergón y con el puñal que le había dejado Izam raspó el texto oculto de la Vulgata. Luego cerró el códice, ocultó el pergamino de Gorgias bajo su falda, y esperó a que Izam regresara.

Había transcurrido un suspiro cuando se sucedieron varios golpes al otro lado de la puerta. Al oírlos, Theresa dio un respingo y retrocedió hasta chocar contra la pared. La piedra helada le punzó las paletillas. En ese instante un alarido la sobresaltó. Se tapó la boca y trepó al alféizar de la ventana, mientras un charco de sangre fluía por debajo de la puerta. Alguien accionó el picaporte. Theresa volvió la cara hacia el exterior. Al otro lado de la ventana le aguardaba el foso. Si caía, moriría. De repente, un estruendo hizo saltar el picaporte. Theresa se santiguó y desplazó el cuerpo hacia fuera, aferrándose a unos salientes. Colgada sobre el vacío, rogó a Dios que la ayudara. Mientras, al otro lado de la ventana, alguien destrozaba la celda. Pronto los brazos comenzaron a temblarle, anunciándole que cederían. Miró alrededor y descubrió el clavo que las ventanas solían alojar bajo el pretil para orear los alimentos. Si lo agarraba se desgarraría la mano, pero tal vez pudiera engancharlo a su ropa. Buscó la forma de hacerlo, pero su mano resbaló. Entonces, justo en el momento que su otra mano perdía asidero, prendió su hábito por la pechera. Por un instante se sintió caer al vacío, pero de repente una mano la aferró por la muñeca. Theresa gritó e intentó soltarse, pero otra mano la agarró, izándola hacia la ventana. Pensó que iban a apuñalarla. Sin embargo, su miedo se desvaneció cuando al otro lado de la Lucerna apareció el rostro amable de Izam. Tras introducirla en la celda, la abrazó con fuerza y le pidió que se calmara.

Aún confundida, la muchacha ayudó a recoger los utensilios esparcidos por el suelo mientras Izam se ocupaba del centinela que yacía tendido bajo el quicio de la puerta. Theresa supuso que estaba herido, pero el reguero de sangre le hizo comprender que lo habían matado. Entre sollozos, se dejó caer abatida. Izam le preguntó por los autores, pero ella no los había visto. Después de buscar por todas partes, Theresa descubrió que le habían robado la Vulgata.

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