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Authors: Antonio Garrido

La escriba (63 page)

BOOK: La escriba
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—Os sorprendí hablando con Hóos. Hace dos días, en el túnel. Oí cómo le proponíais que me matara. Escuché lo de mi padre y lo de la mina, lo de la cripta y las gemelas.

—Por Dios santo, Theresa. ¿Qué clase de necedad es ésta?

—¡Ah! ¿Lo negáis? ¿Y tampoco es cierto lo de esta Vulgata? —dijo al tiempo que la alzaba.

—¿Si no es cierto el qué? ¿Qué ocurre con esa Biblia?

Theresa apretó los dientes, exasperada. Cuando le contó que la Vulgata era la causa de que él hubiera matado al centinela, el fraile sonrió.

—¡Aja! Y por lo visto, según acordé con Hóos, a ti te asesinaría cuando acabases el documento…

—Así es —afirmó ella.

—¡Ya! —El fraile se levantó con indiferencia—. Pero de ser tal como dices, ¿qué impediría que te matara ahora mismo? —añadió mientras se aproximaba a la muchacha. Apoyó una mano sobre su hombro, cerca de su cuello. El fraile percibió su temblor. Se acercó a la puerta y quitó el cerrojo—. Si deseas conocer la verdad, deberás confiar en mí. En caso contrario, puedes abandonar el
scriptorium
.

Theresa apretó con fuerza el punzón bajo su vestido. No confiaba en Alcuino, pero si para salvar a su padre debía arriesgar su vida, no dudaría ni un segundo. Aceptó con la cabeza y tomó de nuevo asiento. El fraile se alegró e hizo lo propio al otro extremo de la mesa. Luego ordenó varios documentos antes de mirar a Theresa.

—¿Una galleta? —le ofreció.

Ella la rechazó con gesto serio. Él la engulló de un bocado y se chupó los dedos. Cuando terminó, le tendió el documento en que ella había trabajado.

—Como sabes, se trata de la reproducción del original hace años perdido, un pergamino sellado por el emperador Constantino en que se otorgaban una serie de tierras y derechos al Papado romano.

Theresa asintió, pero mantuvo apretado el estilo.

—Ese pergamino legalizaba el poder de Roma frente al Imperio bizantino. Verás, tal vez ignores la situación actual del Papado, pero hace cuarenta años, tras la conquista de Rávena por los lombardos, el papa Esteban II pidió auxilio a Bizancio para defenderse de esos paganos. —Vertió un poco de leche en un cáliz mal layado—. Al no obtener respuesta de Bizancio, el Papa atravesó los Alpes y se presentó al por entonces rey de los francos, Pipino, el padre de Carlomagno. Esteban II ungió a Pipino y a sus hijos concediéndoles el título de patricio de los romanos, y a cambio solicitó su protección en la lucha contra los lombardos. ¿Seguro que no quieres una galleta?

Theresa rehusó con un gesto. Aunque no comprendía la relación entre aquella historia y la reciente sucesión de asesinatos, decidió aguardar a que terminara.

—Tras la petición papal, Pipino y sus tropas viajaron a Italia, donde doblegaron a los lombardos —continuó él—. Esa victoria proporcionó al Papado el Exarcado de Rávena, que comprendía, entre otras, las ciudades de Bolonia y Ferrara; también la Marca de Ancona, con la Pentápolis; la propia Roma, y la recuperación del resto del ducado ocupado por los lombardos. Resumiendo: los lombardos atacaron Roma, que pidió ayuda a Bizancio. Al no obtenerla, de nuevo la solicitó de Pipino, quien tras vencer a los lombardos devolvió a Roma los territorios ocupados. —Miró a Theresa para comprobar que le seguía—. Hasta aquí, todo hubiera sido normal, de no ser porque Bizancio exigió entonces al Papa que le entregase el Exarcado de Rávena, territorio que antes de la invasión lombarda les había pertenecido. Roma pretendió hacer valer la Donación de Constantino, el documento que adjudicaba esos terrenos al Papado, pero Bizancio hizo caso omiso y continuó reclamándolos. Y aún más: desde la propia Constantinopla apoyaron a los bárbaros para que recuperaran los territorios que el rey franco había ganado.

—¿Decís que Bizancio ayudó a los lombardos para que éstos venciesen a los romanos?

—Cristianos contra cristianos… Una incongruencia, ¿verdad? Pero ¿qué es la política, sino el ansia de poder; la envidia por la que Caín acabó con su hermano? Con el concurso de los griegos, los lombardos derrotaron al Papa recluyéndolo en cuatro arpendes de terreno. Sin embargo, Roma aún disponía del pergamino, el salvoconducto que legitimaba sus demandas, de modo que Adriano I, recién nombrado Papa romano, acudió a Francia para esgrimirlo ante Carlomagno.

Se levantó y regresó con dos galletas más en la mano. Una la mordió y la otra se la ofreció a Theresa, que finalmente aceptó.

—Carlomagno condujo su ejército hasta Italia, donde arrasó a los lombardos, restituyó los territorios al Papado y advirtió a Bizancio de sus obligaciones hacia los Estados Pontificios. Las restituciones contemplaron la donación de Bolonia, Ferrara, otras ciudades en el bajo Po y norte de Toscana como Parma, Reggio y Mantua, e incluso Venecia e Istria al norte, y los ducados de Espoleto y Benevento. Prácticamente les cedió toda la Italia del Sur salvo Apulia, Calabria y Sicilia y los enclaves de Nápoles, Gaeta y Amalfi, por entonces aún bajo autoridad bizantina, además de la isla de Córcega, la Sabina y rentas en Toscana y Espoleto. Pocos años después, Carlos añadiría algunas ciudades al sur de Toscana, como Orvieto y Viterbo, y en la Campania, Aquino, Arpiño y Capua, todo lo cual, evidentemente, no agradó nada a Bizancio.

Theresa se mantuvo en silencio, pero por su rostro Alcuino comprendió que se estaba excediendo.

—Perdona —se disculpó. Rebuscó entre sus hojas en un simulacro de ordenamiento—. En definitiva, lo importante es que Carlomagno logró ejecutar los términos reflejados en la Donación de Constantino, consiguiendo con ello el agradecimiento eterno del Papado.

Theresa repiqueteó con los dedos. Alcuino la miró y asintió con la cabeza.

—Permíteme terminar y tal vez entonces comprendas la razón de lo que está sucediendo. —Se atusó el cabello y tomó aire para continuar—. Bizancio aceptó esas pérdidas de mala gana, en parte por la indolencia de su emperador, Constantino VI, en parte por el temor a las huestes de Carlomagno, de modo que quedaron así las cosas hasta hará un par de años. En esa fecha, Irene de Atenas, la madre de Constantino VI, y yo diría que pariente del diablo, ordenó detener a su propio hijo y sacarle los ojos para coronarse a sí misma como emperatriz de Bizancio.

—¿Asesinó a su hijo?

—¡Oh, no! Tan sólo lo encerró después de cegarlo. Una madre caritativa, ¿no crees? En fin, como podrás imaginar, esa arpía tramó pronto contra el Papado. Al poco de subir al trono envió a Roma un sicario con el propósito de sustraer el documento en que se reconocía el legado.

—La Donación de Constantino.

—Exacto.

Theresa miró el pergamino con la sensación de que lentamente se acercaba al final del enigma. Sin embargo, aún desconocía la relación que tendría con el comportamiento de Alcuino. Este prosiguió.

—Mediante sobornos, el sicario accedió al documento, que consiguió destruir instantes antes de ser sorprendido por el custodio papal. El ladrón fue ajusticiado, pero el documento yacía quemado en el suelo del Vaticano. Desde entonces Irene ha reclamado mediante embajadas la veracidad de la donación, sobre todo después de conocer la intención del papa León III de nombrar emperador al mismísimo Carlomagno.

Theresa no pudo ocultar su estupor. Todo el mundo sabía que el emperador era el monarca de Bizancio.

—Pues el Papa no piensa lo mismo —prosiguió Alcuino—. Roma desea fortalecer su relación con un emperador a la vez enérgico y comprensivo, un monarca que ya les ha demostrado su valor y generosidad. Irene ve en esta decisión una maniobra que aparta a Bizancio del poder, y por tanto pretende impedirla. Eliminando el documento, la emperatriz ha destruido la prueba que legitimaba las posesiones del Papado, y sin prueba física que lo valide, nada evitará que ataque Roma para evitar el nombramiento de Carlomagno.

—Pero no entiendo. ¿Tan trascendental resulta la existencia del documento? No es más que un papel. —Comenzaba a hartarle tanta disquisición mientras su padre agonizaba en la fresquera.

—Quizá te lo parezca, pero tarde o temprano Irene morirá. Y cuando todos nosotros hayamos fallecido, nos perpetuarán otros con los mismos anhelos, las mismas ambiciones. No sólo está en juego el capricho de una mujer: lo que en realidad se dilucida es el futuro de la humanidad. Ganar esa batalla pasa por garantizar la titularidad jurídica de los Estados Pontificios, y esa garantía a su vez protegerá la coronación de Carlomagno como emperador del Sacro Imperio Romano. Carlomagno guiará a Occidente por la senda de Nuestro Señor, impulsará la cultura, batallará contra la herejía, aplastará al pagano y al infiel, propagara la Verdad, unificará a los creyentes y someterá a los blasfemos. Ésa es la verdadera razón por la que se ha de terminar el documento. En caso contrario, asistiremos al devenir de infinitas batallas que se perpetuarán durante siglos hasta destruir la cristiandad.

Guardó silencio, ufano, como si su explicación convenciera hasta al más necio. Sin embargo, Theresa le miró con desinterés.

—Por eso es imprescindible concluir la copia antes del Concilio que el Papa convocará para mediados del mes de junio —añadió—. ¿Lo has comprendido?

—Lo que comprendo es que Roma anhela el poder que Bizancio le disputa, y que vos sólo deseáis ver coronado emperador a Carlomagno. Y ahora decidme: ¿por qué habría de creer al hombre que mantiene a mi padre en un agujero? ¿A un hombre que ha manipulado, mentido y asesinado? ¿Decidme por qué habría de ayudaros? —Tener que incluir unas conclusiones en el pergamino le otorgaba una posición de fuerza que creía perdida—. Aun así, os reiteraré mi ofrecimiento: liberad a mi padre y concluiré el documento.

Alcuino se levantó. Se acercó a la ventana y miró al exterior. Aspiró el aroma a resina de un bosquecillo cercano.

—Bonito día —afirmó mientras se volvía—. Está claro que cuando te elegí, sabía lo que hacía. De acuerdo, muchacha: te haré partícipe de cuanto conozco, pero retén en la memoria tu juramento, porque si osas quebrantarlo, yo mismo haré que se cumpla hasta la última de tus pesadillas.

Theresa no se arredró. El punzón bajo el vestido parecía infundirle ánimos.

—Mi padre se muere —le apremió.

—Bien, bien… —Se alejó de la ventana y paseó su estirada figura por el perímetro de la estancia. Caminó erguido, despacio, meditando—. Lo primero que deberías saber es que conozco a Gorgias desde hace tiempo —dijo—, y te aseguro que lo aprecio y admiro. Nos conocimos en Pavía, cuando tú aún eras una niña. Él huía contigo de Constantinopla, y buscando ayuda acudió a la abadía donde yo descansaba camino de Roma. Tu padre era un hombre preparado, de amplio conocimiento, y por supuesto, ajeno a las podredumbres de la corte o del Vaticano. Dominaba el griego y el latín, había leído a los clásicos y se veía buen cristiano, de modo que, no sin cierto interés, le propuse que me acompañara a Aquis-Granum. Por aquel entonces yo necesitaba de un traductor de griego y Gorgias precisaba un trabajo, de modo que regresamos juntos y se instaló aquí, en Würzburg, a la espera de que terminaran las escuelas palatinas que en aquella época se estaban construyendo en Aquis-Granum. En fin, el caso es que aquí conoció a Rutgarda, tu madrastra, con la que al poco se casó, imagino que pensando en tu futuro. Yo habría preferido que se estableciera en la corte, pero Rutgarda tenía aquí a su familia, así que finalmente acordamos que trabajaría para Wilfred traduciendo los códices que yo le enviara.

Pese a asentir con interés, Theresa continuaba desconociendo la relación entre aquel relato y la serie de homicidios. Cuando se lo hizo saber, Alcuino le pidió paciencia.

—Está bien. Vayamos pues a los asesinatos… Por un lado tenemos la muerte de Genserico. También la del ama de cría, y la de su probable amante y asesino,
el percamenarius
.

—Y el joven centinela —añadió Theresa.

—¡Ah! Sí. Ese pobre muchacho. —Meneó la cabeza con gesto de desaprobación—. Eso sin contar a los jóvenes que aparecieron apuñalados. Pero ya hablaremos más adelante del centinela. Respecto a Genserico, y descartado el punzón como el causante de su deceso, me inclinaría a pensar en una ponzoña; algún veneno mortal sabiamente administrado. Zenón habló de temblores y un escozor en el brazo, algo que concuerda con lo que le sucedió al
percamenarius
, quien si no recuerdo mal, también sufrió de extraños pinchazos en la mano. Creo que incluso tracé un dibujo… —Sacó un pergamino en el que había dos diminutas marcas circulares en el centro de una mano—. Lo realicé tras su fallecimiento —puntualizó—. Fíjate. ¿No te recuerda a algo?

—No sé. ¿Una picadura?

—¿Con dos incisiones? No. Más bien sugeriría la mordedura de un ofidio.

—¿Una serpiente? ¿Insinuáis que no fueron asesinados?

—Yo no he afirmado tal extremo. Respecto a las punciones, lo consulté con Zenón y coincidió en que la separación y el aspecto de las perforaciones eran similares a las producidas por la dentellada de una víbora. Pero atendamos a la disposición de las marcas. —Las señaló con detenimiento—. Una serpiente difícilmente mordería en la palma, a menos que alguien fuese tan insensato como para intentar agarrarla. Quizá laceraría el dorso, o incluso cualquier dedo, pero en la palma, mira: dame tu mano —le pidió—. Ahora simula con ella las mandíbulas de una serpiente e intenta atrapar la mía.

El fraile le ofreció su extremidad y Theresa la atenazó con los dedos índice y corazón por su dorso, y el pulgar por la palma. Alcuino le ordenó que apretase y ella obedeció hasta hincarle las uñas. Cuando el fraile se quejó, la joven aflojó la presión. Entonces él mostró la palma con las marcas dejadas en su dorso: una próxima a la muñeca, y la otra cercana a los dedos. Luego las comparó con el dibujo: estas últimas aparecían alineadas atravesando horizontalmente la mano.

—Un animal habría mordido como hiciste tú. En el dorso o en la palma, pero en la dirección del brazo. En cambio, las heridas de Korne —colocó el dibujo a su lado— aparecen transversales, en la palma, y perpendiculares a las que has marcado.

—¿Y eso quiere decir…?

—Que el asesino es un hombre hábil, con el suficiente conocimiento como para matar sin prisas, dejando que transcurra un tiempo. Un recurso útil si pretendes evitar que te relacionen con el asesinado. Incluso es posible que sus víctimas no se alertaran de lo que les estaba sucediendo. Y ha de ser alguien con nociones de venenos.

—¿Zenón?

—¿Ese borracho? ¿Qué interés tendrían para él los asesinatos? No, querida Theresa.
Adpanitendum properat, cito qui iudicat
. Para encontrar a un criminal has de indagar en el motivo que lo llevó a actuar. ¿Qué relación había entre Genserico y el
percamenarius?

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