Read La ciudad y la ciudad Online

Authors: China Miéville

Tags: #Fantástico, #Policíaco

La ciudad y la ciudad (41 page)

BOOK: La ciudad y la ciudad
4.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Ashil extendió un brazo. Llevaba un arma que había cogido antes de salir. No la había visto de cerca.

—No tenemos tiempo… —empecé a decir, pero de entre las sombras que rodeaban aquella insurgencia, un reducido grupo de siluetas no emergieron sino que más bien se lanzaron a un primer plano. Brecha—. ¿Cómo hacéis para moveros así? —pregunté. Los avatares eran inferiores en número, pero se movían sin miedo en aquel grupo, donde con súbitas llaves, no exageradas, pero sí brutales, incapacitaron a tres de la banda. Algunos de los restantes miembros se recuperaron y la Brecha alzó las armas. No oí nada más que el sonido de los dos unionistas que cayeron.

—Jesús —dije, pero seguimos avanzando.

Con una llave y un giro de muñeca tan rápido como experimentado, Ashil abrió un coche escogido al azar, sin ningún criterio aparente.

—Entra. —Echó una rápida ojeada hacia atrás—. La cesación sale mejor cuando nadie mira, ellos los apartarán. Esto es una emergencia. Ahora las dos ciudades son la Brecha.

—Jesús…

—Solo donde no puede evitarse. Solo para mantener seguras las ciudades y la Brecha.

—¿Qué hay de los refugiados?

—Existen otras posibilidades. —Encendió el motor.

Había pocos coches en las calles. Los altercados parecían estar siempre a manzanas de nosotros. Pequeños grupos de la Brecha avanzaban. Varias veces alguien, la Brecha, irrumpía en el caos y parecía que iba a detenernos; pero todas esas veces Ashil demostraba su estatus de avatar con una mirada o con la exhibición de su insignia o con un tamborileo en alguna especie de código dactilar secreto, y nosotros podíamos continuar.

Yo le había rogado que nos acompañara alguien más de la Brecha. «No lo harán», había sido su respuesta. «No lo creerán. Tendría que estar con ellos».

—¿Qué quieres decir?

—Todos se están ocupando ya de esto. No tengo tiempo de ganar la discusión.

Dijo esto y dejó tremendamente claro los pocos que componían la Brecha. Lo delgada que era la línea. La tosca democracia de su metodología, su descentralizada autoorganización, significaba que Ashil podía dedicarse a esta misión, de cuya importancia le había convencido, pero que la crisis nos dejaba solos.

Ashil condujo por los carriles de la autopista, a través de las fronteras puestas a prueba, evitando las pequeñas anarquías.
Militsya
y
policzai
aguardaban en las esquinas. A veces la Brecha emergía de la oscuridad con ese inquietante movimiento que había perfeccionado y le ordenaba a la policía local que hiciera algo (llevarse a algún unionista o retirar a algún cuerpo, vigilar algo) y después volvían a desaparecer. Por dos veces vi que acompañaban a hombres y mujeres norteafricanos aterrorizados, de un lugar a otro, refugiados convertidos en las palancas de esta crisis.

—No es posible, esto, nosotros… —Ashil se interrumpió a sí mismo, se tocó el auricular mientras le llegaban los informes.

Los campamentos se llenarían de unionistas después de lo ocurrido. Estábamos a las puertas de la inevitable conclusión, pero los unionistas aún pugnaban por movilizar a una población que se mostraba profundamente contraria a su misión. Quizá el recuerdo de aquella acción conjunta mantuviera a flote a los que quedaran después de aquella noche. Tenía que ser embriagador atravesar las fronteras y saludar a los camaradas extranjeros del otro lado en lo que ahora habían convertido en una misma calle, en lo que habían convertido en su país, aunque solo fuera durante unos segundos, aquella noche con los garabatos de un eslogan y una ventana rota de testigos. Ya debían de saber que el pueblo no se unía a ellos, pero no se volvieron a sus respectivas ciudades. ¿Cómo iban a desaparecer ahora? El honor, la desesperación o la valentía los motivaba a continuar.

—No es posible —dijo Ashil—. No hay forma de que el jefe de Sear and Core, un intruso, haya podido construir esta… Hemos… —Escuchó, el rostro rígido—. Hemos perdido avatares. —Qué guerra, esta nueva guerra sangrienta entre los que se dedicaban a unir las ciudades y la fuerza que se encargaba de mantenerlas separadas.

«Unidad» había sido medio escrito en la fachada de Ungir Hall, que era también el palacio de Sul Kibai, pero con la pintura goteante parecía que ahora el edificio decía algo sin sentido. Lo que parecían parques empresariales de Besźel no se acercaban ni de lejos al equivalente ulqomano. La sede de Sear and Core estaba en la ribera del Colinin, uno de los escasos intentos exitosos de revivificar los moribundos muelles de Besźel. Cruzamos esas aguas oscuras.

Los dos alzamos la mirada al oír el ruido de una percusión en el espacio aéreo que debía de estar cerrado. Un helicóptero sobrevolaba el cielo y lo iluminaba con sus potentes luces traseras.

—Son ellos —dije—. Hemos llegado tarde. —Pero el helicóptero venía del oeste, hacia la ribera del río. No estaba despegando, venía a recoger a alguien—. Vamos.

Incluso en una noche tan llena de distracciones, las proezas automovilísticas de Ashil me amedrentaban. Giró en el puente envuelto en sombras, cogió una calle íntegra de Besźel de sentido único en dirección contraria, sobresaltando así a los peatones que intentaban salir de la oscuridad, atravesó una plaza entramada y después una calle íntegra de Ul Qoma. Me incliné hacia atrás para observar el helicóptero, que descendía sobre el perfil de los tejados que se alzaban junto al río, medio kilómetro por delante de nosotros.

—Ha aterrizado —dije—. Corre.

Allí estaba el almacén remodelado, los tanques de gas inflables de los edificios ulqomanos a cada uno de sus lados. No había nadie en la plaza, pero había luces encendidas en todo el edificio de Sear and Core, a pesar de la hora, y había vigilantes en la entrada. Se acercaron agresivamente hacia nosotros cuando entramos. Jaspeado y con iluminación fluorescente, el logo de S&C en acero inoxidable, colgado en las paredes como si fuera una obra de arte, publicaciones e informes corporativos colocados para que parecieran las típicas revistas que se dejan sobre las mesas y junto a los sofás.

—Fuera de aquí, hostias —dijo un hombre. Besźelí, exmilitar. Se llevó la mano a la funda de su pistola y envió a sus hombres hacia nosotros. Él se acercó solo un momento después: vio que Ashil se movía.

—Retiraos —ordenó Ashil, con el ceño fruncido para resultar intimidatorio—. Todo Besźel es de la Brecha esta noche. —No necesitó enseñar su distintivo. Los hombres se echaron hacia atrás—. Desbloquead el ascensor, ahora, dadme las llaves para llegar hasta el helipuerto, y retiraos. Nadie más entra aquí.

Si los de seguridad hubieran sido extranjeros, si hubieran sido del país de origen de Sear and Core, o los hubieran reclutado de sus operaciones europeas o norteamericanas, puede que no hubieran obedecido. Pero esto era Besźel, y la seguridad era besźelí, así que hicieron lo que Ashil les había ordenado. En el ascensor, sacó su arma. Una enorme pistola de diseño desconocido. El cañón revestido y enfundado en un silenciador impresionante. Usó la llave que nos había dado el de seguridad y empezamos a subir hasta las plantas de la compañía.

La puerta se abrió y dio a unas fuertes ráfagas de viento frío en medio de un paisaje de antenas y tejados. Las sujeciones de los tanques de gas ulqomanos, algunas calles de negocios ulqomanos con las fachadas de espejos, las agujas de los templos de ambas ciudades, y allí en la oscuridad y en el viento que llegaba de cara, detrás de una espesura de barandales de seguridad, el helipuerto. El vehículo oscuro esperaba, sus aspas girando lentamente, casi sin hacer ruido. Delante de él había un grupo de hombres.

No podíamos oír mucho aparte de los graves del motor y de la revuelta de los unionistas que, infestada de sirenas, estaba siendo sofocada a nuestro alrededor. Los hombres que esperaban junto al helicóptero no nos oyeron acercarnos. Nos quedamos a cubierto. Ashil me guió hacia el vehículo, hacia el grupo que aún no nos había visto. Eran cuatro hombres en total. Dos de ellos eran enormes y tenían la cabeza rapada. Parecían ultranacionalistas: Ciudadanos Auténticos en misión secreta. Permanecían alrededor de un hombre trajeado que no conocía y de otro al que no podía distinguir por la postura en la que estaba allí de pie, los dos enfrascados en una animada conversación.

No oí nada, pero uno de ellos nos vio. Se creó un revuelo y los demás se dieron la vuelta. El piloto hizo girar desde su cabina la potente luz, de las que suele disponer la policía, que llevaba en la mano. Antes de que aquel foco nos iluminara, el grupo se movió y pude ver al último hombre, que tenía la mirada clavada en mí.

Era Mikhel Buric. El socialdemócrata, la oposición, el otro hombre que estaba en la Cámara de Comercio.

Cegado por la luz, sentí que Ashil me agarraba y tiraba de mí hacia detrás de un grueso conducto de hierro de ventilación. Hubo un momento de silencio que pareció eterno. Esperé el disparo, pero no disparó nadie.

—Buric —le dije a Ashil—. ¡Buric! Sabía que Syedr no podía haber montado todo esto.

Buric era el hombre de contacto, el organizador. El que conocía las predilecciones de Mahalia, el que la había visto en su primera visita a Besźel, cuando enfadó a todos en aquella conferencia con su disidencia universitaria. Buric el especulador. Conocía el trabajo de Mahalia y lo que quería, aquella historia paralela, las ventajas de la paranoia, los mimos del hombre que mueve los hilos. Al pertenecer a la Cámara de Comercio tenía el cargo necesario para suministrar todo aquello. Podía encontrar un mercado para lo que ella robaba a instancias suyas, para el supuesto beneficio de Orciny.

—Todo lo que robó fueron engranajes —dije—. Sear and Core está investigando los artefactos. Es un experimento científico.

Fueron sus informantes (él los tenía, como cualquier político de Besźel) quienes le dijeron a Buric que estaban investigando Sear and Core, que nosotros estábamos cerca de averiguar la verdad. Quizá pensó que habíamos entendido más de lo que en realidad habíamos hecho, se sorprendería de cuán poco de todo esto habíamos predicho. A un hombre de su posición no le costaría mucho ordenar a los agitadores del Gobierno que había dentro de los pobres unionistas que empezaran el trabajo, anticiparse a la Brecha para que sus colaboradores pudieran escapar.

—¿Están armados?

Ashil miró hacia fuera rápidamente y asintió con la cabeza.

—¡Mikhel Buric! —exclamé—. ¿Buric? ¿Qué hacen los Ciudadanos Auténticos con un liberal vendido como tú? ¿Quieres hacer que otros buenos soldados como Yorj acaben muertos? ¿Librarte de los estudiantes que te parecen que están muy cerca de tus mierdas?

—Que te jodan, Borlú —dijo, sin parecer enfadado—. Todos somos patriotas. Ellos ya conocen mi historial. —Un sonido se sumó al ruido de la noche. El motor del helicóptero que aceleraba.

Ashil me miró y avanzó hasta quedarse completamente al descubierto.

—Mikhel Buric —dijo con su voz atemorizante. Apuntó la pistola sin que tan siquiera temblara y caminó detrás de ella, como si lo guiara, hacia el helicóptero—. Tiene que responder ante la Brecha. Venga conmigo. —Yo lo seguí. Él miró de reojo al hombre que estaba junto a Buric.

—Ian Croft, representante regional de CorIntech —le dijo Buric a Ashil. Él cruzó los brazos—. Un invitado, aquí. Dirígeme a mí tus comentarios. Y vete a la mierda. —Los ciudadanos auténticos habían alzado las pistolas. Buric se movió hacia el helicóptero.

—Quédense donde están —dijo Ashil—. ¡Todos atrás! —les gritó a los de los Ciudadanos Auténticos—. Yo soy la Brecha.

—¿Y qué? —espetó Buric—. Me he pasado años dirigiendo este lugar. He tenido a los unionistas a raya, he conseguido negocios para Besźel, he cogido sus malditas chucherías de debajo de sus narices ulqomanas y ¿qué habéis hecho vosotros? ¿Vosotros, los cagados de la Brecha? Vosotros protegéis a Ul Qoma.

Ashil incluso se quedó algo boquiabierto con esa afirmación.

—Está haciendo teatro —le susurré—. Para los Ciudadanos Auténticos.

—Pero los unionistas tienen razón en una cosa —continuó Buric—. Solo hay una ciudad, y si no fuera por la superstición y la cobardía del populacho, que vosotros alimentáis, condenada Brecha, todos sabríamos que solo existe una. Y esa ciudad se llama Besźel. ¿Y le decís a los patriotas que os obedezcan? Se lo advertí, les advertí a mis camaradas que a lo mejor aparecíais, a pesar de que está bien claro que aquí no pintáis nada.

—Por eso filtraste las imágenes de la furgoneta —dije—. Para que la Brecha no se metiera en esto y pasarles el muerto a la
militsya
.

—Las prioridades de la Brecha no son las de Besźel —afirmó Buric—. Que le den por el culo a la Brecha. —Lo dijo despacio, marcando las palabras—. Aquí solo reconocemos una autoridad, ¿me oís bien, vosotros los «ni aquí ni allí» de los cojones?, y ese lugar es Besźel.

Le hizo una señal a Croft para que subiera él primero al helicóptero. Los hombres de los Ciudadanos Auténticos se lo quedaron mirando. Aún no estaban listos para disparar a Ashil, para provocar una guerra con la Brecha (se podía sentir un cierto aire de ebria blasfemia en sus ojos por la intransigencia que ya estaban mostrando al desobedecer a la Brecha hasta ese punto) pero tampoco querían bajar las armas. Si Ashil disparaba, ellos responderían, y eran dos. Cegados por la obediencia hacia Buric no necesitaban saber hacia dónde iba su pagador ni por qué, solo que les había encargado la misión de cubrirle la espalda mientras lo hacía. El ardor del patriotismo los envalentonaba.

—Yo no soy la Brecha —dije.

Buric se giró para mirarme. Los Ciudadanos Auténticos me clavaron la mirada. Sentí el titubeo de Ashil. Todavía mantenía el arma en alto.

—Yo no soy la Brecha. —Respiré profundamente—. Soy el inspector Tyador Borlú, de la Brigada de Crímenes Violentos de la
policzai
de Besźel, que vela por hacer cumplir la ley besźelí. Esa que tú has quebrantado.

»El contrabando no es mi departamento; coge lo que quieras. No me interesa la política: me da igual si te metes en líos con Ul Qoma. Estoy aquí porque eres un asesino.

»Mahalia no era ulqomana, ni un enemigo de Besźel, y si lo parecía, era solo porque se creía la mierda que le contabas para que así pudieras vender lo que ella conseguía para ti, para esa I+D extranjera. ¿Hacerlo por Besźel? Mis cojones: no eres más que un aprovechado que comercia con objetos robados por unos cuantos billetes extranjeros.

Los ciudadanos auténticos parecían intranquilos.

BOOK: La ciudad y la ciudad
4.71Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Tails You Lose by Lisa Smedman
Eifelheim by Michael Flynn
Gabriel's Angel by Nora Roberts
The Bones of Plenty by Lois Phillips Hudson
Hamlet's BlackBerry by William Powers
The Spook's Apprentice by Joseph Delaney
Forbidden Planet by W.J. Stuart
The Keeping by Nicky Charles