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Authors: China Miéville

Tags: #Fantástico, #Policíaco

La ciudad y la ciudad (19 page)

BOOK: La ciudad y la ciudad
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Un largo silencio. Los pases CC para vehículos suelen anunciarse para negocios con unos pocos empleados más que aquel interés superficial de Khurusch, pero no es extraño que los pequeños comerciantes le echen una mano a sus solicitudes con unos cuantos dólares: es menos probable que los marcos besźelíes motiven a los intermediarios de Besźel o a los funcionarios de turno de la embajada ulqomana.

—Por si —dijo desesperado— alguna vez necesitaba ayuda recogiendo cosas. Mi sobrino ha hecho el examen, un par de colegas podrían haberla conducido, echarme una mano. Nunca se sabe.

—¿Inspector? —Corwi me miraba fijamente. Me di cuenta de que lo había dicho ya más de una vez—. ¿Inspector? —Miró a Khurusch de reojo:
¿qué estamos haciendo?

—Perdón —le dije a Corwi—. Estaba pensando. —Le hice una seña para que me siguiera a una esquina de la habitación y le advertí al hombre con un dedo levantado que se quedara donde estaba.

—Voy a llevármelo —dije en voz baja—, pero hay algo… Míralo. Estoy intentando resolver algo. Oye, me gustaría que buscaras una cosa. Todo lo rápido que puedas, porque mañana voy a tener que ir a la orientación esa. ¿Te viene bien? Lo que quiero es una lista de todas las furgonetas de las que se haya dado un parte de robo en Besźel aquella noche y quiero saber lo que ocurrió en cada caso.

—¿Todas ellas?

—No te preocupes. Serán un montón de vehículos, pero descarta todos menos las furgonetas que sean más o menos de ese tamaño, y solo son las de una noche. Tráeme todo lo que puedas sobre cada una de ellas. Incluido todo el papeleo relacionado con ellas, ¿de acuerdo? Tan rápido como puedas.

—¿Qué vas a hacer?

—Probar a ver si consigo que este rastrero de mierda me diga la verdad.

Corwi, con zalamerías, persuasión y pericia informática, consiguió la información en apenas unas horas. Ser capaz de hacer eso tan rápidamente, aligerar los cauces oficiales, es vudú.

Durante las primeras horas, mientras ella estaba con lo suyo, me senté con Khurusch en una celda y le pregunté de varios modos y en distintas fórmulas: «¿Quién se llevó tu furgoneta?» y «¿Quién cogió tu pase?». Él lloriqueó y exigió un abogado, a lo que le contesté que pronto vería a uno. Probó a enfadarse dos veces, pero la mayor parte del tiempo se limitaba a repetir que no sabía nada y que no había dado parte de los robos, de la furgoneta y de los papeles, porque había tenido miedo de los problemas que podría traerle. «Sobre todo porque ya me habían advertido de eso, ¿entiende?».

Fue ya al final de la jornada cuando Corwi y yo nos sentamos en mi oficina para repasar el asunto juntos. Iba a ser, como le había advertido, una noche larga.

—¿Con qué cargos estamos reteniendo a Khurusch?

—En estos momentos por almacenamiento indebido de papeles y omisión de denuncia. Según lo que encontremos esta noche podría añadir complicidad de asesinato, pero me da que…

—Tú no crees que él esté metido en lo que sea, ¿no?

—No parece precisamente un genio criminal, ¿verdad?

—No estoy sugiriendo que planeara nada, jefe. Ni siquiera que supiera algo específico. Pero ¿no crees que sabe quién cogió la furgoneta? ¿O que sabía que iban a hacer algo con ella?

Meneé la cabeza.

—Tú no lo has visto. —Saqué la cinta de su interrogatorio de mi bolsillo—. Escúchala si tienes tiempo.

Cogió mi ordenador y colocó toda la información que tenía en varias hojas de cálculo. Tradujo mis imprecisas y balbuceantes ideas en gráficos.

—A esto se le llama «búsqueda de datos».

Dijo las últimas palabras en inglés.

—¿Quién de nosotros es el soplón? —dije.

Ella no contestó. Solo tecleaba, bebía café bien cargado, «hecho como es debido», y mascullaba algún comentario sobre mis programas informáticos.

—Y esto es lo que tenemos.

Eran más de las dos de la madrugada. Yo no dejaba de mirar por la ventana de mi oficina a la noche de Besźel. Corwi alisaba los papeles que había impreso. Del otro lado de la ventana llegaba el leve ulular y susurrar del tráfico nocturno. Me senté en la silla, aunque necesitaba mear el refresco con cafeína.

—Número total de furgonetas con parte de robo aquella noche: trece. —Recorrió la lista con la yema del dedo—. De esas, tres aparecen después quemadas o destrozadas de una u otra forma.

—Vueltas en coches robados.

—Vueltas en coches robados. Así que nos quedan diez.

—¿Cuánto tiempo pasó hasta que denunciaron el robo?

—Todos menos tres, incluido el encanto que tenemos en los calabozos, lo denunciaron antes de un día.

—De acuerdo. Ahora déjame ver dónde tienes… ¿Cuántas de estas furgonetas tienen los papeles para entrar en Ul Qoma?

Filtró la búsqueda.

—Tres.

—Parecen muchas… ¿Tres de trece?

—Siempre va a haber más de furgonetas que de coches en general, por todo eso de la importación y exportación.

—Aun así. ¿Cuál es la estadística en toda la ciudad?

—¿De qué? ¿De furgonetas con pases? No la encuentro —dijo después de pasarse un rato tecleando con la vista clavada en la pantalla—. Estoy convencida de que tiene que haber un modo de averiguarlo, pero no se me ocurre cómo.

—Vale, si tenemos tiempo ya lo buscaremos, pero me apuesto a que son menos de tres de cada trece.

—Podría… Sí que parece alto.

—De acuerdo, prueba esto. De las tres con pases que fueron robadas, ¿cuántos de los propietarios tenían avisos por alguna transgresión de las normas?

Le echó un vistazo a los papeles y después a mí.

—Las tres. Mierda. Las tres por almacenamiento inapropiado. Mierda.

—Vale. Eso suena del todo improbable, ¿verdad? Estadísticamente. ¿Qué les ocurrió a las otras dos?

—Fueron… Un momento. Pertenecían a Gorje Feder y a Salya Ann Mahmud. Las encontraron a la mañana siguiente. Abandonadas.

—¿Se llevaron algo?

—Quedaron un poco destrozadas y faltaban algunas cintas, algo de calderilla en la de Feder, un iPod de la de Mahmud.

—Deja que vea las horas… No hay manera de probar cuál de ellas robaron primero, ¿verdad? ¿Sabemos si estas tienen aún los pases?

—No ha salido el tema, pero quizá podamos averiguarlo mañana.

—Hazlo si puedes. Pero me apuesto a que los tienen. ¿De dónde se llevaron las furgonetas?

—De Juslavsja, de Brov Prosz y la de Khurusch, de Mashlin.

—¿Y dónde las encontraron?

—La de Feder en… Borv Prosz. Cristo. La de Mahmud en Mashlin. Mierda. A una bocacalle de ProspekStrász.

—Eso está a cuatro calles de la oficina de Khurusch.

—Mierda. —Se reclinó en su asiento—. Suéltalo, jefe.

—De las tres furgonetas con papeles que fueron robadas esa noche, todas tienen un historial de olvidarse de sacar los papeles de la guantera.

—¿El ladrón lo sabía?

—Alguien estaba a la caza de papeles. Alguien con acceso a los registros del control fronterizo. Necesitaban un vehículo que pudiera pasar a través de la cámara. Sabían exactamente quién tenía la costumbre de no tomarse la molestia de llevarse los papeles. Fíjate en dónde están situadas. —Garabateé un mapa tosco de Besźel—. Primero se llevan la de Feder, pero, bien por el señor Feder, tanto él como sus empleados han aprendido la lección y esta vez se lleva los papeles con él. Cuando se dan cuenta de eso, nuestros criminales la usan para llegar hasta aquí, hasta cerca de donde Mahmud aparca la suya. La levantan, rápido, pero la señora Mahmud ahora también deja los papeles en la oficina, así que, después de hacer que parezca un robo, la dejan tirada cerca de la siguiente en la lista y siguen con ello.

—Y la siguiente es la de Khurusch.

—Y él sí que sigue fiel a sus viejas costumbres y deja los papeles en la furgoneta. Así que ya tienen lo que necesitan y se marchan a la Cámara Conjuntiva, a Ul Qoma.

Silencio.

—¿Qué coño es esto?

—Es… Es un poco chungo, es lo que es. Es un trabajo desde dentro. Dentro de dónde, no lo sé. Alguien con acceso al historial de arrestos.

—¿Y qué coño hacemos? ¿Qué hacemos? —dijo ella después de que yo pasara mucho tiempo callado.

—No lo sé.

—Tenemos que decírselo a alguien…

—¿A quién? ¿Decirles qué? No tenemos nada.

—¿Estás de…? —Iba a decir de broma, pero fue lo bastante inteligente como para darse cuenta de la verdad.

—Las correlaciones pueden ser suficientes para nosotros, pero no son pruebas, ya sabes, no lo bastante para que podamos hacer algo con ellas. —Nos miramos fijamente—. De todos modos…… lo que quiera que esto sea… quien sea que… —Miré los papeles.

—Tienen acceso a cosas que… —dijo Corwi.

—Tenemos que tener cuidado.

Ella me miró. Hubo otra serie de largos instantes en los que ninguno de los dos habló. Mirábamos despacio alrededor de la habitación. No sé qué es lo que buscábamos pero sospecho que ella se sintió, en ese momento, tan repentinamente acosada, vigilada y escuchada como daba la impresión de estarlo.

—¿Y qué hacemos entonces? —preguntó. Resultó inquietante escuchar un tono tan alarmado en la voz de Corwi.

—Supongo que lo que hemos estado haciendo hasta ahora. Investigar. —Me encogí de hombros despacio—. Tenemos un crimen que investigar.

—No sabemos con quién es seguro hablar, jefe. Ya no.

—No. —De repente, no había nada más que yo pudiera decir—. Entonces, mejor que no hables con nadie. Solo conmigo.

—Me apartan del caso. ¿Qué puedo…?

—Basta con que contestes al teléfono. Si hay algo que te pueda pedir que hagas, te llamaré.

—¿Adónde va todo esto?

Era una pregunta que, en ese momento, no significaba nada. Se había hecho tan solo para llenar el silencio casi absoluto de la oficina, para cubrir los ruidos que había, los ruidos que sonaban aciagos y sospechosos, cada chasquido y crujido del plástico delataba la presencia de un micrófono recibiendo señal; cada ligero golpe en el edificio, el cambio de posición de un súbito intruso.

—Lo que de verdad me gustaría —continuó Corwi— es invocar a la Brecha. Que les jodan a todos, sería genial echarles encima a la Brecha. Sería genial si esto no fuera nuestro problema. —Sí, la imagen de la Brecha impartiendo venganza en quienquiera que fuese, por lo que fuese—. Descubrió algo, Mahalia.

La idea de la Brecha siempre había parecido correcta. Sin embargo, recordé de repente la mirada de la señora Geary. Entre las ciudades, la Brecha vigilaba. Ninguno de nosotros sabía lo que sabían.

—Ya. Tal vez.

—¿No?

—Claro, solo que… no podemos. Así que… tendremos que intentar hacerlo solos.

—¿Nosotros? ¿Los dos, jefe? Ninguno de los dos sabe qué cojones está pasando.

Corwi susurró al final de la última frase. La brecha estaba lejos de nuestro control o conocimiento. Fuera cual fuera la situación, fuera lo que fuera lo que le había ocurrido a Mahalia Geary, nosotros éramos los únicos investigadores, al menos en los que podíamos confiar, y pronto ella estaría sola, y yo lo estaría también, en una ciudad extranjera.

Segunda parte

Ul Qoma

12

Las carreteras de las entrañas de la Cámara Conjuntiva vistas desde un coche de policía. No conducíamos deprisa y la sirena estaba apagada, pero las luces rotatorias en el techo del coche emitían destellos de una indefinida pomposidad que hacía relampaguear el cemento que nos rodeaba en un
staccato
de luz azul. Vi que el conductor me miraba de reojo. Agente Dyegesztan, se llamaba; no lo había visto antes. No conseguí que Corwi viniera conmigo, ni siquiera como escolta.

Habíamos atravesado la ciudad vieja de Besźel por los pasos elevados de baja altura hasta adentrarnos en la enroscada periferia de la Cámara Conjuntiva y descender al fin hasta su cuadrante de tráfico. Cruzamos bajo la parte de la fachada donde las cariátides recordaban de alguna forma a personajes de la historia de Besźel hacia el tramo en que se transformaban en ulqomanas, y entramos en la cámara propiamente dicha por una amplia carretera, alumbrada en exceso por luces grisáceas y ventanas, flanqueada en la zona de Besźel, por una larga cola de peatones que querían solicitar el permiso de entrada de un día. En la distancia, más allá de las rojas luces traseras, nos encaraban los faros tintados de los coches ulqomanos, más dorados que los nuestros.

—¿Ha estado antes en Ul Qoma, señor?

—No desde hace mucho tiempo.

Cuando el paso fronterizo era ya visible, Dyegesztan me habló de nuevo.

—¿Esto también era así antes?

Era joven.

—Más o menos.

Íbamos en un coche de
policzai
, en el carril oficial, detrás de varios Mercedes importados de color oscuro a bordo de los cuales seguramente viajaban políticos o gente de negocios que viajaban en misiones de investigación. A lo lejos estaba la fila en la que rugía el motor de los coches más baratos de visitantes habituales, turistas y ociosos.

—Inspector Tyador Borlú. —El policía miró mis papeles.

—Está bien.

Miró con atención todo lo que estaba escrito. Si yo hubiera sido un turista o un comerciante que quería un permiso de un día, es posible que hubiera cruzado más rápido y que las preguntas hubieran sido más superficiales. Con un agente de policía en misión oficial no había lugar para esa laxitud. Una de esas ironías habituales de la burocracia.

—¿Los dos?

—Lo pone ahí, sargento. Solo yo. Este es mi conductor. Me vienen a recoger y este agente se vuelve. Es más, si mira allí creo que puede ver a mi acompañante en Ul Qoma.

Desde allí, solamente en ese punto de convergencia, era posible mirar a través de una simple frontera física y ver a nuestros vecinos. Al otro lado, más allá del espacio sin estado y del puesto de control que a nosotros nos daba la espalda, pero que miraba de frente a Ul Qoma, había un pequeño grupo de agentes de la
militsya
de pie junto a un coche oficial, cuyas luces parpadeaban tan ceremoniosamente como las nuestras, solo que en colores distintos y gracias a un mecanismo más moderno (se apagaban y encendían de verdad y no gracias a la pantalla giratoria que tenían las nuestras). Las luces de los coches de policía ulqomanos son rojas y de un azul más oscuro que el cobalto de Besźel. Los coches, aerodinámicos Renault de color carbón. Recuerdo cuando conducían feos y pequeños Yadajis, fabricados allí, mucho más cuadrados que los nuestros.

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